Introducción
«¡AMÉRICA! El nombre de Colón evoca en seguida con mágico prestigio el del maravilloso continente que por aberración lamentable ha dejado de llamar Colombia la posteridad de los tiempos.» M. Pons Fábregues
Solo los viajes a la luna podrían compararse a la aventura protagonizada por los marinos españoles hace más de 500 años. Y no sería descabellado afirmar que, quizás la primera, fue en su día, más osada, arriesgada y temeraria. En ambos casos, marinos y astronautas, se adentraron en una dimensión desconocida y misteriosa, ambos viajaron a otro mundo.
Ambas empresas fueron caras y ambiciosas, solo al alcance de una superpotencia, y ambas sorprendieron al mundo como la hazaña más grandiosa jamás llevada a cabo, en su día.
Y sin embargo, algo tan grandioso y espectacular de lo que todos deberíamos sentirnos orgullosos, ha pasado a ser un hecho vergonzoso, por llamarlo de una manera suave. Uno de los últimos libros que cuenta en profundidad cómo fue esta aventura, lo ha escrito J. Javier Esparza y en su prólogo dice lo siguiente:
“Si esto lo hubieran hecho otros, nos parecería una hazaña extraordinaria. Como lo hemos hecho nosotros, españoles, todos los días echamos basura encima. Pero no: fue, objetivamente, una hazaña extraordinaria. Y la hicieron españoles.”
Se habla de cruzada, conquista, discriminación, matanzas, genocidios, ¿alguien sabe realmente qué fue y cómo fue lo que ocurrió? Sobre todo, los que alzan la voz y tiran basura contra este episodio histórico, está claro que no, no saben qué ni cómo ocurrió. Para empezar, la empresa propuesta por Colón y que en principio nadie quería apoyar, no pretendía –ni siquiera imaginaba- descubrir un nuevo mundo, sino abrir una nueva ruta hacia las Indias, Asia. El propio Colón murió sin ser consciente de ello. Pero al margen de lo que piensen unos u otros, vamos a contar, todo lo objetivamente posible, lo que verdaderamente ocurrió. Para ello, no se va a reparar en esfuerzos, consultando cuanta información sea posible, desde el mencionado libro de Esparza, publicado hace apenas un año, hasta libros escritos y publicados siglos atrás, incluido el diario de a bordo del propio Colón.
¿Y quién fue Cristóbal Colón? ¿Era realmente italiano? ¿O fue, como últimamente se dice, catalán o mallorquín? Tradicionalmente se cuenta que era italiano, nacido en Génova sobre el año 1435. En Mallorca existe otra población llamada Génova, y esto ha dado lugar a especular con que bien pudiera haber sido mallorquín. Pero lo que de verdad ha provocado que se tenga en cuenta esta posibilidad, es su apellido, Colón. En Mallorca es muy común este apellido, aunque terminado en m. Sin embargo, esto no debería llevarnos a engaño, puesto que la mayoría de nombres y apellidos tienen su equivalente en otros países e idiomas. Colom significa palomo. Según la biografía de Cristóbal Colón escrita por M. Pons Fábregues en 1911, su verdadero apellido era Colomb y en el escudo familiar aparecen tres palomas de plata sobre campo azul. Cristóbal habría querido latinizar su apellido convirtiéndolo en Columbus. Finalmente, al llegar a España lo dejó como Colón. Pero las sospechas de que Colón no fuera italiano tienen otros indicios donde asentarse, y es que por lo visto no se conservan escritos donde este navegante dejara registros en italiano.
La única explicación puede estar en que Cristóbal saliera de Italia a muy temprana edad y se dedicara a escribir en sus cuadernos en el idioma del país donde trabajaba. Lo cierto es que, según M. Pons Fábregues, Colón dejó escrito algo que no dejaría lugar a dudas sobre su procedencia:
«Mando a Diego, mi hijo, o a la persona que heredare dicho mayorazgo, que tenga y sostenga siempre en la ciudad de Génova una persona de muestro linaje que tenga allí casa y mujer, e le ordene renta con que pueda vivir honestamente... porque podrá haber de la dicha ciudad ayuda e favor en las cosas del menester y suyo, pues que della salí y en ella nací.»
Contrariamente, J. Javier Esparza cuenta que:
«Del origen de Cristóbal Colón no sabemos nada, porque él quiso que nada se supiera y porque su hijo Hernando, al escribir sobre su padre, mantuvo deliberadamente el misterio. Cristóbal pudo ser genovés, hijo de humildes tejedores, porque hay documentos al respecto, pero muchos dudan de la autenticidad de esos testimonios.»
Poco importa ya su lugar de nacimiento, lo único seguro es que Cristóbal Colón vino a Castilla desde Portugal, después de que en este país no creyeran en su proyecto. En la antigua Europa cada vez se hablaba más sobre los intrépidos navegantes que osaban alejarse hacia oriente surcando el océano Índico, más allá de los confines de Grecia, hacia las tierras que logró pisar Marco Polo. El siglo XV prometía ser fecundo en descubrimientos. Si los italianos se alejaban hasta Asia, los portugueses lo hacían rodeando África. Lo que nadie se había propuesto, de momento, era adentrarse en el océano Atlántico, simplemente porque nadie sabía qué podría encontrar una vez alejados de las costas europeas o africanas.
La situación de Castilla y Aragón en el siglo XV
En la primavera de 1475 Alfonso V, rey de Portugal, invadía Castilla por Extremadura. Se había casado con la viuda Juana, llamada la Beltraneja, de solo 11 años de edad, hija de Enrique IV. ¿Con 11 años y ya viuda? Sí, Juana ya se había casado el año anterior, por poderes, con el duque de Guyena, hermano del rey de Francia. Pero éste murió antes de que el matrimonio pudiera consumarse. El caso es que, Juana tenía ciertos derechos al trono de Castilla y su nuevo marido estaba dispuesto a reclamarlos. En Castilla se vivió una guerra entre los partidarios de Juana y los de Isabel. Ganaron los de Isabel, pero en el tratado de paz se firmaron unas cláusulas, y entre ellas una que delimitaban las zonas marítimas que cada reino podía explotar. Por su parte, Aragón había sido la dueña del Mediterráneo, pero eso cambió desde que Turquía era musulmana. Había que buscar nuevos horizontes. Por eso, cuando llegó Colón y propuso su proyecto, aunque descabellado, fue tenido en cuenta, a pesar de que a Isabel y Fernando no les cogía en buen momento. Acababan de iniciar la conquista de Granada. Fueron necesarios diez años para conquistar Granada, reino nacido de la descomposición del islam español, que abarcaba la mitad de la Andalucía oriental. Su población era muy numerosa para la época, unos 300.000 habitantes. Mohamed ibn Nasr se había proclamado sultán e instauró la dinastía nazarí (descendientes de Nasr). Con una economía agrícola muy activa gracias a su rico suelo, Granada había llegado a convertirse en una potencia bastante importante. Castilla no era menos poderosa, pero estaba menos poblada, con los consiguientes problemas para consolidar territorios conquistados. Por otro lado, la geografía del reino de Granada, llena de serranías, impedía librar grandes batallas campales. De manera que las batallas serán largos episodios de sitio y asedio de fortalezas, al típico estilo medieval. Granada, sin embargo, comienza a descomponerse por sí sola debido a las luchas internas. En su trilogía de la reconquista, J. Javier Esparza cuenta que: «Granada entrará en decadencia, especialmente por las luchas dinásticas. Cada vez le es más difícil mantener sus territorios, que se van desprendiendo, como a jirones, en manos de los castellanos, mientras la vida interna del reino nazarí es una perpetua querella. Cuando Fernando e Isabel unen las coronas de Aragón y Castilla, en 1479, Granada ya es un caos.» Este hecho será aprovechado por los reyes católicos, que ven el momento de culminar lo que se emprendió siglos atrás, la reconquista total del territorio peninsular para la cristiandad. No obstante, como ya se ha dicho, no iba a ser ni rápido, ni fácil. Fernando e Isabel acometen la empresa de Granada en 1482. Las fuerzas que los Reyes Católicos tienen a su disposición no son muy numerosas. Como principales fuerzas contaban con pequeños grupos de los principales nobles andaluces. No sería hasta más tarde que se iría formando un ejército profesional, del que se originarían la infantería y los tercios. Y mientras Granada recibe los ataques del exterior, en las entrañas del reino se libra otra batalla. El sultán Abul-Hasam Alí, está en guerra con su hijo Boabdil. Entre tanto, un marino llega a las puertas del monasterio de la Rábida, en Palos, Huelva. Cuentan las crónicas que Cristóbal llegó al convento acompañado de un niño, su hijo Diego. Que pidió un poco de pan y agua para que el niño pudiera comer y beber y más tarde le fue presentado el custodio del monasterio, el franciscano fray Antonio de Marchena. Colón venía de Portugal y traía consigo ideas extravagantes sobre viajes a las Indias. Fray Antonio quedó fascinado por todo cuando Colón le contaba y pronto se estableció entre ambos una buena amistad. Y ahí empezó todoUn proyecto imposible
No se sabe muy bien cómo llegó Colón a Portugal, pero sí se sabe que trabajaba en un barco mercante y en uno de sus viajes a Inglaterra se encontró envuelto en un combate naval, su barco fue alcanzado y se fue a pique. Colón pudo escapar nadando hasta las playas de Algarbe. De allí marchó a Lisboa, donde su hermano Bartolomé trabajaba como cartógrafo. Como piloto experto pronto encontró trabajo en la casa Centurione, comerciantes de la isla de Madeira. Hizo largos viajes a Génova, Irlanda, Guinea, e Inglaterra y se convirtió en un marino importante. En el año 1479 contrajo matrimonio con Felipa Moniz, hija del conquistador de Madeira. Diez años estuvo Colón como agente comercial, y fue durante este tiempo, navegando por el Atlántico, cuando fue dándole vueltas a la idea de navegar hacia occidente hasta alcanzar las Indias, abrir una nueva ruta para llegar a Asia sin tener que dar la vuelta al continente africano, ya que, como buen navegante, tenía claro que la tierra era redonda. ¿Cómo y por qué llegó a concebir Colón esta idea? Todos hemos escuchado alguna vez que los vikingos ya habían llegado a lo que hoy se conoce como América. Parece ser que Colón, en uno de sus viajes llegó a Islandia, y allí pudo escuchar historias sobre viajes y rutas abiertas por los vikingos hacia el oeste. Por su parte, Bartolomé de las Casas, quien conoció personalmente a Colón, cuenta que éste rescató a un náufrago andaluz que le contaría que había viajado tan al oeste, que había encontrado tierra. Este náufrago era Alonso Sánchez de Huelva Nada de esto puede asegurarse que sea cierto, pero no cabe duda de que Colón fue acumulando información por allí por donde pasaba y llegó a la conclusión de que el viaje a Asia por el oeste era posible, sobre todo, porque había hecho un fabuloso descubrimiento, los vientos alisios del Atlántico. Además, tenía en su poder algo que le infundía ánimos: un antiguo mapa de Toscanelli que situaba las primeras islas orientales relativamente cerca de Europa. Colón estaba completamente decidido a llevar a cabo su proyecto. Solo le faltaba buscar quién lo financiara. Sobre el año 1484 Colón expuso su idea a la corte portuguesa, máxima potencia naval en su época. Hay quien cuenta que ya antes se había dirigido a Génova, que le negó los buques por él solicitados; y lo mismo le sucedió con la república de Venecia, pues ambas potencias marítimas preferían conservar el monopolio de las antiguas vías antes que aventurarse en otras nuevas. El rey Juan II de Portugal lo escuchó entre escéptico e incrédulo, pero dado el prestigio como marino que Colón tenía, decidió hablar del proyecto a la Junta de Matemáticos y Cosmógrafos, nadie mejor que aquella asamblea científica podía dar o no su visto bueno a tan estrambótica propuesta. Después de estudiar en profundidad el proyecto, y con datos y medidas en la mano, el viaje se desestimó por imposible de realizar. Hernando, hijo de Colón, escribía que el rey Juan, a pesar del dictamen de los matemáticos, envió en secreto algunos barcos a explorar la ruta propuesta en el proyecto. Los barcos volvieron después de muchos días, rasgadas y desarboladas las velas a consecuencia de las tempestades sufridas sin haber encontrado nada. La idea fue definitivamente desechada. Colón quedó abatido y decepcionado con los hombres de ciencia portugueses, pero no iba a darse por vencido. Sin embargo, la muerte de su esposa Felipa vino a golpearlo de nuevo y tuvo que aparcar su idea de viajar a Castilla. Era el año 1485. Cristóbal se siente vigilado y amenazado por la corte portuguesa, que a pesar de no dar su visto bueno para emprender la aventura, sospecha la intención del almirante de ir con su propuesta al sus rivales castellanos y de paso, llevar otros secretos navales consigo. La muerte de su esposa rompía sus lazos con la alta sociedad del país, así que abandona apresuradamente Portugal. Tal como sospechaban los portugueses, Colón marchó a tierras castellanas, pues Castilla era, después de Portugal, la máxima potencia naval de la época. Marchó a la ría de Huelva, donde su difunta esposa tenía parientes dedicados al comercio y donde probablemente encontraría trabajo como navegante. Y así fue cómo Colón apareció en el monasterio de la Rábida, frente a fray Juan Pérez y fray Antonio de Marchena. Cristóbal hizo, sin duda, buenas migas con fray Antonio, que escuchó atentamente y con interés todo cuanto el marino le contó. Entonces, fray Antonio se puso a pensar. ¿Eran tan ignorantes los matemáticos portugueses como para pensar que el proyecto no era posible? No, sin duda no. Fray Antonio era un apasionado de la navegación y la astronomía y sabía perfectamente cuales eran las medidas de la tierra. Las Indias o Japón estaban demasiado lejos. Los portugueses llevaban razón, con las naves y la tecnología de la época era imposible emprender un viaje de tales dimensiones. Los barcos no resistirían y las provisiones no alcanzarían hasta llegar al destino. A no ser… a no ser que hubiera tierra en medio.El fraile y el navegante
“Dios me iluminó el entendimiento y me hizo ver la posibilidad de esta empresa” Cristóbal Colón. Lo que Colón le contó al fraile para convencerlo nunca lo sabremos, pero fray Antonio era un hombre culto y sabía que para convencer a la corte y emprender aquella… cuando menos, arriesgada aventura castellana, hacía falta algo más que tener fe en Dios. Y puesto que solo sabemos que lo convenció, pero no lo que le dijo, podemos especular un poco. Veamos, Colón había viajado ya por todo el Atlántico norte y había hecho mil y una anotaciones y mediciones, por lo tanto, sabía más que cualquier otro marino de la época sobre aquellos mares que había surcado. Había averiguado, de boca de los islandeses, que los vikingos habían avistado tierra muy al oeste. Por otro lado, tenemos al náufrago andaluz, Alonso Sánchez de Huelva, que también decía haber visto algo. Sin olvidarnos del mapa de Toscanelli que situaba unas islas atlánticas relativamente cerca. Por lo tanto, no es de extrañar que, en vista de la buena disponibilidad de escucharlo que tenía el fraile, decidiera ponerlo al corriente de todo cuanto él sabía y de lo que estaba totalmente convencido. Y quizás no fuera solo la existencia de esas islas lo único de lo que Colón estaba convencido. Quizás sabía algo más. A esta conclusión podemos llegar si reflexionamos sobre el hecho de que Colón se proponía abrir una ruta hacia las Indias más corta que rodeando África. Sin embargo, como conocedor de las medidas exactas de la tierra, forzosamente tenía que estar de acuerdo con los cosmógrafos portugueses en que este viaje era imposible. O no, porque, como veremos, Colón había cometido un error de cálculo estrepitoso. Quizá Colón no quiso contarles toda la verdad. Quizá Colón no solo sabía de la existencia de esas islas, sino que en ellas había riquezas, léase, oro y plata en abundancia. Nadie se lanza a una aventura tan arriesgada solo para descubrir tierras vacías. Ahondando algo más en el proyecto, M. Pons Fábregues no dudaba de que Colón no cimentaba sus ideas en quiméricas ilusiones, ni en fábulas, sino en su resuelta convicción en un plan nada temerario ni caprichoso, basado en profundos estudios y larga experiencia. ¿Y por qué Colón le cuenta todo esto a un fraile? Porque sabía que el religioso estaba bien relacionado con la corte castellana. Y muy impresionado debió dejarlo, quizás más de lo esperado, cuando éste se comprometió a que su idea fuera escuchada en Castilla. Antes de que caiga en manos francesas o inglesas –debió pensar- esta grandiosa hazaña deberíamos llevarla a cabo nosotros. Fray Antonio de Marchena era un fraile misionero, y de aquí su ilusión, pues vio una gran oportunidad de llevar la palabra de Dios tan lejos como nadie la hubiera llevado jamás. Rápidamente se puso a escribir cartas a los duques de Medinaceli y Medina Sidonia, dueños de los principales puertos de Andalucía. Hizo aún más, fray Antonio escribió también a Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel y a la abadesa del convento de Santa Clara, Inés Enríquez, tía del rey Fernando. ¿Necesitaba Colón mejores recomendaciones? Sin embargo, pasó algún tiempo hasta que por fin, fray Hernando de Talavera pudo conseguirle audiencia con los reyes, que en ese momento se hallaban en Córdoba con toda su corte por exigencias de la guerra que ya mantenían contra Granada. Y aquí cabe hacerse la pregunta que J. Javier Esparza lanza en su libro “La cruzada del océano”: “¿No es curioso el hecho de que las gentes de iglesia concedieran a Colón el crédito que las gentes de ciencia le negaron?” Pons Fábregues parecía tener la respuesta hace más de un siglo: “¡Designios secretos de Dios!, porque España era en aquella época el país acaso menos dispuesto para intentar aventuras, empeñada como estaba en la total expulsión de la morisma, contra la cual se hallaban concentradas todas las fuerzas del reino.”La aventura que fascinó a Isabel
“Como todos los que viven de ensueños lejanos, el insigne navegante desdeñado por el frío y altanero D. Juan II de Portugal, logró sin embargo sugestionar con sus profecías fascinadoras a los reyes y a los sabios de Castilla.” La audiencia con los reyes se había pospuesto una y otra vez a causa de lo ocupados que estos estaban con la guerra contra Granada. Pero esta vez, fray Antonio de Marchena animó a Colón a acudir a Córdoba y no dejar pasar más tiempo. Hemos contado aquí que fue fray Hernando de Talavera quien consiguió audiencia con los reyes, convencido por fray Antonio de Marchena, aunque hay otras fuentes que afirman que Hernando de Talavera carecía de los conocimientos necesarios para comprender el asunto que se le recomendaba, y creyó la idea irrealizable; pensó que su amigo el fraile de la Rábida se había dejado sorprender por un alucinado, y viendo al solicitante pobremente vestido, aconsejó a Colón, con buenas palabras, no presentarse a los reyes con tan descabellado proyecto. No se desanimaron por ni Colón ni su protector el fraile Marchena y aguardaron otra ocasión más propicia. Colón halló algunas personas interesadas en su idea, como el cardenal don Pedro González de Mendoza, el cual accedió a oírlo. “Era el cardenal varón juicioso e ilustrado, y aunque al principio le asustó una teoría que en opinión suya encerraba ideas heterodoxas, venciéronle la elocuencia de Colón, la fuerza de sus razones, la grandeza y la utilidad del designio y la religiosidad del extranjero, y consintió en pedir para Colón una audiencia con los Reyes, que obtuvo fácilmente, apoyado por Monseñor Geraldini, Nuncio apostólico.” M. Pons Fábregues Colón se presenta finalmente ante los reyes Isabel y Fernando. Allí estaba, 35 años, posiblemente con acento extranjero, pelo claro, actitud decidida y sin titubeos a la hora de hablar, como buen comerciante que era. Colón comienza a exponer sus ideas, Fernando e Isabel escuchan atentamente sus proposiciones. Fernando se muestra en principio frio y cauteloso, pero a medida que Colón va dando definición a su proyecto, se muestra interesado. Su conocimiento sobre navegación y cosmografía, sus promesas comerciales y evangelizadoras y, en definitiva, su entusiasmo y convicción, van contagiándose a quienes le escuchan. ¿A todos? No, a la charla habían asistido los rudos terratenientes de Medinaceli y Medina Sidonia, a los que toda aquella palabrería se les antojaba algo propio de un charlatán aventurero y fantasioso. Sin embargo, los oídos de la reina Isabel se regían por otros criterios y la habían dejado fascinada. Y desde ese momento se convertiría en la más firme defensora de la loca aventura de aquel navegante. Solo había un problema: tal como ocurrió en Portugal, un proyecto de tales dimensiones debía contar con la aprobación de los sabios del reino. Isabel era, con toda seguridad, una mujer adelantada a su tiempo, con una mente abierta e ideas prácticas. No es extraño, pues, que quedara fascinada con el proyecto que acababan de proponerle. Si por ella hubiera sido, se hubiera dado vía libre al viaje de inmediato. Una pena que la propuesta hubiera llegado en un momento tan delicado. En cualquier caso, todo debía ser minuciosamente supervisado. La Universidad de Salamanca sería la encargada de hacerlo. Y allí, Colón, tal como ya ocurrió en Portugal, recibió un nuevo revés: sus cálculos en su distancia hasta las Indias estaban equivocados. El caso es que, al igual que los matemáticos portugueses, los de Salamanca llevaban razón. ¿Cómo es posible que un marino experimentado como Colón, que estaba firmemente convencido de llevar razón, pudiera estar equivocado en las medidas de la circunferencia terrestre? Hay una explicación para ello. Tanto en las universidades portuguesas como castellanas ya se enseñaba que la tierra era redonda y se sabía casi exactamente cuál era su circunferencia: unos 252.000 estadios. Un estadio equivale a 6,3 kilómetros. Es decir, que ya se calculaba su medida en unos 40.000 kilómetros. Ahora bien, el astrónomo árabe Alfragano había medido también la circunferencia terrestre; unas 20.400 millas marinas, unos 30.000 kilómetros, 10.000 menos de lo que decían los sabios españoles y portugueses. Con esas medidas, el viaje era posible. Sin embargo, Colón había cometido un error. Las millas a las que se refería Alfragano eran millas árabes, bastante más largas que las utilizadas en Europa. La tierra de pronto aumentó de tamaño para Colón. Su viaje, en efecto, era imposible.
Los sabios de Salamanca se limitaron a dictaminar lo más sensato, y con la ciencia en la mano demostraron que el viaje era imposible con las técnicas de la época. Una flota de barcos a merced del viento no conseguiría llegar desde las costas españolas hasta Asia atravesando el Atlántico y el Índico. No obstante, la reina Isabel estaba convencida de que Colón no era el cantamañanas que algunos, como el conde de Medinaceli o el de Medina Sidonia, pretendían hacerle creer que era. Tampoco el dictamen de los matemáticos, físicos, astrónomos y demás expertos iban a hacerle cambiar de opinión: aquel marino al que juzgaban poco menos que un loco que no sabía de mediciones terrestres, sin embargo, era intrépido, valiente, y ella seguía creyendo en él.
El momento no era el más oportuno para iniciar algo que ella misma, a pesar de todo, creía descabellado. Había que posponer el proyecto, si es que conseguía poner de su parte a Fernando para llevarlo a cabo alguna vez. Pero sabía que si quería retenerlo en Castilla no bastaba con hacerle ver que creía en su proyecto, así que dispuso que le pasaran una paga, con el fin de que no se fuera con su idea a otras cortes europeas y la promesa de que al final de la campaña contra Granada volvería a ocuparse del asunto. ¿Por qué creía la reina en Colón, un hombre que había errado los cálculos sobre la circunferencia terrestre? ¿Intuición femenina? Hay quien cree que a través del fraile Antonio de Marchena, Isabel fue informada de que Colón sabía más de lo que dejaba creer. Colón, a pesar de sus errores de cálculo, estaba convencido de la existencia de una cadena de islas que le permitirían ir saltando de una a otra hasta llegar a Asia o Japón, algo que simplemente podía ser fruto de una imaginación fantasiosa. Y a pesar de todo Isabel seguía creyendo.
La larga espera y la calentura de Colón
«Hasta la conclusión de la campaña granadina» dijo Isabel. Pero la campaña se alargaba y pasaban los meses, los años… Y Colón comenzaba a impacientarse, a aburrirse y a plantearse si no sería mejor ir con su proyecto a otra parte. Él mismo lo escribió: «Vine a servir a estos príncipes de tan lejos, siete años estuve en su real corte, y a cuantos hablaba de esta empresa, todos decían que si era una burla» Colón estaba triste, sí… ¿Triste? ¿Quién dijo tristeza? ¡Menuda morenaza se cruzó con él! Veinte años, huerfanita, cordobesa, casi na… ¡Las Indias podían esperar! Beatriz Enríquez Arana, así se llamaba la cordobesita. Vivía acogida en casa de unos parientes. Colón conoció a esa familia y desde el primer momento se sintió cautivado por la joven. Colón y Beatriz nunca se casaron, pero un año después de conocerse nacía su hijo Hernando y serían pareja durante toda su vida. Una vez bajada la calentura, Colón volvió a ponerse impaciente con el tema del viaje. Por su cabeza comenzaba a pasar la idea de volver a Portugal, cosa que desechó inmediatamente. Mejor sería intentarlo en Francia o Inglaterra. Pero, el caso es que la paga asignada por los reyes seguía llegándole, señal de que en Castilla seguían apoyándolo. Entre tanto, también mataba el tiempo vendiendo libros y mapas, y de paso se ganaba unos extras. Si aquella maldita guerra acabara de una vez… y acabó. A finales de 1491, con la conquista de Granada prácticamente concluida, Colón fue llamado a reunirse con los reyes. El lugar, el campamento en Santa Fe. Tal como había prometido la reina, al finalizar la campaña contra Granada se ocuparía del asunto. Isabel había cumplido su palabra. Habían pasado siete años de larga espera.Un proyecto caro y unas arcas vacías
Diciembre de 1491, la guerra contra Granada está prácticamente acabada, y más que batallas, ya solo va a haber negociaciones. El 2 de enero de 1492 Granada ya era cristiana. Europa entera lo festeja y los reyes Isabel y Fernando cobran un gran prestigio. Era el final de una larga cruzada que había durado más de setecientos años. En el campamento reinaba la euforia, sin embargo, no deja de ser sorprendente la rápida llamada al almirante. Isabel no había perdido la ilusión por aquella aventura en todo ese tiempo y ni siquiera esperó a que todo estuviera más calmado o hablar del asunto tranquilamente en palacio. La reina simplemente le preguntó qué necesitaba para hacer el viaje y Colón, que no necesitaba ponerse a hacer la lista de la compra en ese momento, pues muchos años pasó haciéndola, solo tuvo que entregársela. Isabel pasó el proyecto y las condiciones al consejo, que nuevamente desestimó su viabilidad. Nuevo revés contra el almirante que no entendía qué pasaba esta vez, si la reina había dado su victo bueno personalmente. Lo que ocurría era muy simple. Ahora no se trataba de problemas matemáticos, sino económicos. La guerra había dejado las arcas vacías. ¿Tanto costaba el proyecto? Parece ser que sí. Tres barcos con sus respectivas tripulaciones y cargados de víveres para su ida y vuelta. ¿Cuánto podían costar? Nadie lo sabe exactamente hoy día. Pero siempre hay quien se pone manos a la obra e investiga, como el economista cubano Dioenis Espinosa, que asegura que el coste total de los cuatro viajes de Colón costó 623 millones de maravedíes, la moneda de la época. Una cifra que actualmente equivaldría a 2.530 millones de euros. Asombroso, pero no debe ir muy mal encaminado este economista cuando tantas trabas le ponían al almirante. Isabel, por muy a favor que estuviera de seguir adelante, debía atenerse a los números rojos que mostraban los contables. ¿Y Fernando? Pues parece ser que también se había contagiado de la euforia de su esposa, pero… número rojos, porcentaje elevado en las ganancias del almirante en caso de éxito… ¿qué se podía hacer? Pero el coste de la aventura no fue lo único que echaba para atrás a los que debían dar su aprobación, sino las condiciones del almirante, que por lo visto, no se quedó corto a la hora de pedir porcentaje de todas las posibles riquezas que pudieran conseguirse. Tales condiciones parecieron exorbitantes e inadmisibles, hasta por los mismos amigos de Colón, y los cortesanos y magnates, entre ellos el arzobispo Talavera, que las tacharon de «exigencias ofensivas al trono e intolerables en un extraño aventurero». Todos aconsejaron a Colón que las moderase; pero él se negó a ello con inflexible entereza, en vista de lo cual se rompieron las negociaciones, y Colón a punto estuvo de salir de España. Colón tenía quien le apoyaba, como el fraile de la Rábida, pero también tenía quien se oponía, como el zaragozano Juan de Coloma. En medio, los reyes, que no sabían a qué atenerse. Y entonces intervinieron dos personajes que vinieron a solucionar el problema: Luis de Santángel, prestamista del rey de Aragón, y el obispo Diego de Deza, hombre de confianza de la reina Isabel. Luis de Santángel desempeñaba el cargo de escribano del rey Fernando y prestamista oficial de la corona. Cada vez que Fernando necesitaba dinero, Santángel se lo conseguía. Santángel era algo así como un banquero privado de la época. Había conocido a Colón en 1486 y su intervención fue decisiva para que el navegante no saliera de Castilla aburrido y decepcionado hacia otras cortes de Europa. El obispo, por su parte, también influyó de manera muy positiva, y había creído en un proyecto del que ya había oído hablar entusiasmado a fray Antonio de Marchena. La crónica cuenta lo siguiente: «Y porque los reyes no tenían dineros para despachar a Colón, les prestó Luis Santángel, su escribano de ración, seis cuentos de maravedíes, que son en cuenta más gruesa diez y seis mil ducados». Cuentan algunas malas lenguas nacionalistas, que fueron las arcas de Aragón las que pusieron el dinero. Otros se atreven a ir más allá y dicen que el dinero salió de Cataluña, y quien luego se quedó con los beneficios fue Castilla. El cuento de siempre de “España nos roba”. Pero la única realidad fue que quien corrió con los gastos fue un “banquero” que no tardaría en recuperar el dinero con suculentos intereses. Un banquero que, por cierto, era valenciano.Las capitulaciones de Santa Fe
Isabel se salió con la suya, y Fernando debió verla tan ilusionada, que puso el proyecto bajo su supervisión. Por otro lado, todo lo referente al tráfico marítimo del Atlántico, siempre había sido competencia castellana. Por eso hay quien dice que la corona de Aragón fue «marginada» del gran proyecto. (De nuevo falsedades lanzadas por los mismos que acusan a Castilla de quedarse con los beneficios). Y a todo esto, ¿acaso Aragón y Castilla no quedaban unidas por el matrimonio de Isabel y Fernando? Sí, pero no del todo. Ambos reinos conservaban todavía ciertas competencias y autonomías propias. En cualquier caso, todo es falso, o simplemente es de necios pensar que Fernando, hubiera pagado o no el proyecto, se iba a dejar marginar tan fácilmente. Fernando, simplemente prefería concentrarse en el área mediterránea, que bajo ningún concepto debía quedar desatendida. Y aun así, no es completamente cierto que Aragón no estuviera presente en el proyecto, pues algunos nombres aragoneses aparecerán a lo largo de esta aventura. Por otra parte, los beneficios futuros, como más adelante se demostró, no iban a ser solo para Castilla. Pero no adelantemos acontecimientos, pues, de momento, el tema no ha hecho más que aprobarse, quedan muchos preparativos por hacer. Pero antes de seguir, deberíamos echar una ojeada a los beneficios que Colón exigía, en el caso de tener éxito. No se quedó corto, no, y de ahí el escándalo que provocó en muchos. Así quedaron escritas las capitulaciones: «Vuestras Altezas dan y otorgan a don Cristóbal Colón, en satisfacción de lo que ha descubierto en las Mares Océanas y del viaje que ahora, con la ayuda de Dios, ha de hacer por ellas en servicio de Vuestras Altezas, las que se siguen:- el oficio de almirante de la Mar Océana, vitalicio y hereditario, en todo lo que descubra o gane, y según el modelo del almirante mayor de Castilla.
- los oficios de virrey y gobernador en todo lo que él descubra o gane.
- la décima parte de todas las ganancias que se obtengan en su almirantazgo.
- que todos los pleitos relacionados con las nuevas tierras los pueda resolver él o sus justicias.
- el derecho a participar con la octava parte de los gastos de cualquier armada, recibiendo a cambio la octava parte de los beneficios.»
En el puerto de Palos
Colón tiene vía libre para intentar realizar su sueño. Su tenacidad y capacidad de hacerse oír y de rodearse de gente que supiera apreciar la dimensión y viabilidad de su proyecto habían hecho que ahora estuviera en el puerto de Palos, a punto de iniciar algo grande. Lo primero que hizo fue ponerse en contacto con los frailes de la Rábida. Traía una carta que debía ser leída al pueblo. Nadie mejor que ellos para hacerlo. Esto no iba a gustar a nadie -pensó enseguida fray Juan Pérez- pero no había más remedio que dar a conocer el comunicado. El 23 de mayo de 1492 en la puerta de la iglesia de San Jorge, en Palos, en presencia de fray Juan Pérez y del propio Cristóbal Colón, se leía la carta que decía así:
«Bien sabéis que por algunas cosas hechas y cometidas por vosotros en deservicio nuestro, fuisteis condenados por nuestro Consejo a que fueseis obligados a servirnos dos meses con dos carabelas armadas a vuestras propias costas y expensas cada una, y ello cuando y donde quiera que nosotros os lo mandáramos, y bajo ciertas penas, según lo que más largamente se contiene en esta sentencia contra vosotros. Y ahora, por cuanto hemos mandado a Cristóbal Colón que vaya con tres carabelas de armada, como nuestro capitán de las dichas tres carabelas, para ciertas partes de la mar océana sobre algunas cosas que cumplen a nuestro servicio, Nos queremos que lleve consigo las dichas dos carabelas con las que nos tenéis que servir.»
Otra de las ordenanzas que pretendía facilitarle el proyecto a Colón era la que se envió a todos los Consejos y Justicias de España para que diesen o hiciesen dar a Colón, a precios razonables y sin dilación alguna, cuanto le fuere menester para abastecer las tres carabelas. En otra se daba a cuantos delincuentes se embarcasen en las tres naves la seguridad de que no serían perseguidos por sus anteriores delitos hasta dos meses después de su regreso a la Península. Con esto se pretendía ayudar a superar las grandes dificultades que se presentarían a Colón para encontrar marineros que se atrevieran a seguirle en una empresa tan arriesgada y en cuyo éxito pocos creían. Los dos barcos estaban ya a disposición del extranjero desconocido durante dos meses. Esa era la sentencia por la falta cometida. Colón fue a ver los navíos al puerto. Eran dos carabelas. Una pertenecía a Diego Rodríguez Prieto y la otra no se sabe a quién, pero en cualquier caso estaban muy disgustados. Aunque las naves serían, supuestamente devueltas, quién sabe en qué condiciones o si no naufragarían, dado que se dirigían a un destino incierto. Por eso, además de ser entregadas de mala gana, nadie en Palos estaba dispuesto a embarcarse en ellas.
Un nuevo contratiempo que Colón no esperaba, antes bien, había creído que podría encontrar hombres valientes con ilusión y ganas de vivir una aventura como no habían imaginado jamás.
Pero el ya “don” Cristóbal Colón no se había rendido durante siete años y no se iba a rendir ahora que había conseguido lo más difícil. Colón tiene autorización, si así lo desea, para reclutar hombres en las cárceles. Y está dispuesto a hacerlo. Solo los frailes franciscanos de la Rábida consiguen hacerle ver que embarcarse con criminales era una locura que seguramente daría al traste con su proyecto, ahora que, con un poco de paciencia, todo podía discurrir por buenos cauces. Hombres que creyeran en su proyecto, no criminales, eso era lo que el almirante necesitaba. Solo un poco de paciencia más. Paciencia, sí, pero no le quedaba ya mucha. Los frailes franciscanos, una vez más, lo iban a poner en contacto con la persona indicada, Pedro Vázquez de la Frontera.
Este tal Pedro Vázquez había surcado durante más de cincuenta años el océano Atlántico y podía presumir de conocerlo como pocos. Todo un experimentado marino, sin duda, solo había una pega: aquel hombre tenía ya más años que el mismísimo Matusalén.
Colón pensó que los frailes quizás, en su afán de ayudarle, no habían reparado en el detalle de que aquel hombre ya no estaba en condiciones de embarcarse en tales aventuras, a pesar de que decía haber llegado hasta el mítico mar de los Sargazos. Aquello, sin embargo, le causó cierta curiosidad y fascinación. No todo el mundo creía que existiera aquella enorme extensión de algas que flotaban frente a las costas de las supuestas islas a las que Colón quería llegar. Aquel anciano iba a serle a Colón más útil de lo que en un principio imaginó, puesto que era de los pocos en el pueblo que creían en su proyecto. Nadie como él para convencer a la familia Pinzón, que pronto se unirían a la aventura.
La familia Pinzón
La familia Pinzón se había cubierto de gloria en la guerra contra los portugueses y contra los piratas africanos. Pero los pinzones no se dedicaban al negocio de la guerra con sus barcos, sino al comercio. Eran una familia con una larga tradición marinera tanto por el Mediterráneo como por el Atlántico desde las costas peninsulares hasta las africanas y las Canarias. ¿Qué mejor que meter a esta familia en el proyecto colombino? Eran buenos navegantes y buenos empresarios, además de patrones generosos, y por eso todos los marinos de la comarca estaban dispuestos a navegar con los tres hermanos Pinzón. Martín Alonso, el mayor de los hermanos, era un auténtico líder natural: si el viaje de Colón tenía que salir adelante, sería imprescindible contar con él.Los frailes de la Rábida habían estado ahí, desde el principio, logrando que Colón contactara con la gente decisiva en el proceso de llevar a cabo el proyecto. Y también iban a ser ellos los que lo pusieran en contacto con Martín Alonso Pinzón, que acababa de llegar de Roma. Y así le habló Colón al mayor de los hermanos.
«Señor Martín Alonso Pinzón, vamos a este viaje que, si salimos con él y Dios nos descubre tierras, yo os prometo por la corona real de partir con vos como un hermano»
A estas palabras, siguieron, como no podía ser de otra manera, los demás detalles del proyecto. ¿Fue suficientemente convincente esta vez? Seguro que sí, pero es que esta vez, contaba, además, con el aval de los reyes, nada menos.
Así que Martín Alonso Pinzón no solo aceptó participar en la aventura, sino que fue más allá y puso de su bolsillo medio millón de maravedíes, la tercera parte del coste de la empresa. Para ello, Martín pondrá algunas condiciones, como no admitir presos en la expedición, a excepción de tres vecinos amigos suyos que cumplen condena, según él, injustamente. En cuanto a las carabelas que hay en el puerto, Martín se echó a reír. ¿Con semejantes barcos destartalados pensaba Colón llegar tan lejos? ¿Cómo un marino experimentado como él no se había dado cuenta de que aquello eran dos barcos viejos que naufragarían en la primera tormenta? Sí, ya se había dado cuenta de eso, pero quizás las ganas de llevar a cabo el viaje le habían cegado y hubiera zarpado con cualquier balsa que le hubieran proporcionado.
Era preciso contar con buenas naves y, sobre todo, con buenos capitanes y Martín Alonso conoce a los mejores de la zona. En Palos busca a los hermanos Quintero, Cristóbal y Juan, que se agregarán al proyecto con su propia carabela: la Pinta. Más tarde se pondrá en contacto con Pedro Alonso, Francisco y Juan, los hermanos Niño, que también entrarán en el proyecto poniendo otra carabela, la Niña.
Con semejantes barcos, que Martín Alonso ha arrendado en numerosas ocasiones, y unos capitanes como aquellos, que conoce muy bien, se da por satisfecho. Todos son excelentes marineros. Ahora está dispuesto a llegar al fin del mundo. Solo les faltaba un tercer barco, y lo tendrán. Barco que les será proporcionado por Juan de la Cosa.
¿Y quién era Juan de la Cosa? Un espía de los reyes de Isabel y Fernando. Llegó de repente, y por lo visto venía de Portugal, de donde salió a la carrera y no lo pillaron de milagro. Pero Juan era, además, un excelente marino y cartógrafo, y los reyes lo enviaron para que proporcionara a Colón el tercer barco y ya de paso supervisara la expedición. El barco que aportaba Juan era el suyo propio, de nombre La Gallega. Pero para aquella ocasión fue rebautizado como la Santa María y actuará como nave capitana. Juan de la Cosa irá a bordo como maestre (segundo de a bordo) bajo el mando de Colón.
Partida desde el puerto de Palos[/caption]
La dirección y mando de cada barco quedó distribuida de la siguiente manera:
SANTA MARÍA
• Capitán: Cristóbal Colón. 41 años
• Maestre: Juan de la Cosa. 32 años
• Piloto: Pedro Alonso Niño. 24 años
NIÑA
• Capitán: Vicente Yañez Pinzón. 30 años
• Maestre: Juan Niño. ¿? años
• Piloto: Sancho Ruiz de Gama. ¿? años
PINTA
• Capitán: Martín Alonso Pinzón. 51 años
• Maestre: Francisco Martín Pinzón. 47 años
• Piloto: Cristóbal García Xarmiento. ¿? años
Solo faltaba reclutar la tripulación. Pinzones, Niños y Quinteros tenían buena reputación, por lo que no les costaría mucho encontrar en los principales puertos de la zona a los 90 marineros que buscaban. Contrataron además a médicos y cirujanos, notarios, escribanos, cocineros, carpinteros y demás. Había hasta un intérprete, Juan de Torres, pues estaban convencidos de que los barcos llegarían a Asia, juntándose entre las tres carabelas a unos 120 hombres. El sueldo que se les había prometido no era escaso: 4.000 maravedíes por el viaje, unos 15.000 euros al cambio actual. Los tripulantes de la Santa María, habían venido con Juan de la Cosa y eran principalmente cántabros y vascos, los de la Pinta y la Niña eran andaluces. Ninguno de ellos imaginaba que aquel viaje se convertiría en la mayor aventura que un marino hubiera vivido antes.
El viernes 3 de Agosto de 1492, media hora antes de salir el sol, Colón dio la orden de partida, gritando con aire de triunfo:
«¡En nombre de Jesucristo, partamos! »
Y la pequeña flota fue a situarse en la barra de Saltes, isla formada por dos brazos del Odiel frente a Huelva. A las ocho de la misma mañana emprendieron desde allí rumbo a las islas Canarias, y muchos de los que con pena les vieron hacerse a la vela, creían que no volverían a verlos de nuevo.
No todos los que se han embarcado en la aventura están contentos, ni navegan con ilusión. Algunos, como Gómez Rascón o Cristóbal Quintero, propietarios de la Pinta, eran contrarios a lo que consideraban una locura, y solo aceptaron porque fueron presionados y coaccionados a hacerlo. (No está muy claro cómo ni por qué) Por eso, cuando antes de llegar a las islas Canarias, el timón de este barco se rompió, Colón sospechaba que había sido un sabotaje para que los dejaran allí. Martín Alonso, autentico lobo de mar, consiguió darle un apaño amarrando unas cuerdas, intentando así que pudieran llegar a las islas. Días después vuelve a romperse, pero ya están cerca. Tenerife está ya a la vista, y los hombres se estremecen al ver cómo el Teide lanza gran cantidad de humo.
El puerto de La Gomera.
Martín Alonso llega a Gran Canaria y allí se aprovisiona de víveres para dar el salto definitivo y adentrarse en el Atlántico. Colón marcha a la Gomera donde conseguir un nuevo barco para sustituir a la Pinta, pero la cosa está difícil, y mientras sigue buscando, unos hombres le cuentan algo inquietante. Según aquellos hombres, unos barcos portugueses han sido avistados alrededor de las islas para luego seguir rumbo al oeste. ¿Les hacían los portugueses la competencia a Colón? ¿Lo habían estado espiando? Pero no sería esa la única historia que Colón oiría a los isleños: «Juraban muchos hombres honrados españoles que cada año veían tierra al Oeste de las Canarias, que es al Poniente; y otros de la Gomera afirmaban otro tanto con juramento.» Por lo visto, en las islas abundan las historias de barcos que se adentran en el océano y avistan tierra, o de expediciones que intentan llegar a ella. Cuánto había de verdad o de fantasía en aquellas historias era imposible saberlo. La bahía de La Gomera estaba considerada la mejor de todas las islas y, además, era el puerto más seguro. Colón era conocedor de estas cualidades y por eso lo eligió para su avituallamiento. Además, conocía a Beatriz de Bobadilla, señora y gobernadora de La Gomera y El Hierro, quien lo recibió encantada y le facilitó cuanto avituallamiento necesitaba. Seguramente se habían conocido en Castilla, lugar de donde ella procedía. La Pinta es finalmente arreglada y a la Niña se le consigue nuevas velas, más eficaces y seguras que las que venían montadas desde Palos. El 6 de septiembre las tres carabelas zarpan desde el puerto de La Gomera y se adentran hacia lo desconocido, buscando los vientos alisios, que encuentran dos días más tarde. Colón marca el rumbo: hacia el oeste. La última isla, El Hierro, se pierde de vista definitivamente, y es cuando el ánimo de los marineros comienza a flaquear. Poco a poco, va apareciendo el miedo, pues los barcos se adentran más y más, hacia un océano inmenso, hacia un destino que nadie conoce. Comienzan a hablar entre ellos. Todas las historias sobre tierras avistadas, son solo producto de fantasías, después de varios días nadie avista nada. El mar terminará devorándolos. Colón comienza a ser consciente del ánimo de su tripulación e intenta darles ánimos. Para ello, nada mejor que prometerles riquezas una vez descubiertas las tierras que van buscando y que él les asegura que existen. «Aún tendremos que navegar algunas millas más, de momento solo hemos recorrido 15.» No era cierto, los vientos alisios les habían facilitado recorrer muchas millas más, pero Colón prefería ocultarles ese dato. Esta doble contabilidad la mantendría durante todo el viaje. La tripulación nunca debía saber la enorme distancia que cada vez los iba separando de la única tierra conocida por ellos. Pero la tripulación no es la única preocupada. El mismo Colón hace un descubrimiento que lo deja atónito. En medio del océano, donde solo hay cielo y agua, en la más absoluta soledad, todo parece comportarse de forma diferente, hasta la aguja de la brújula, que parece haberse vuelto loca. La brújula no los dirige hacia la estrella Polar, sino hacia un rumbo desconocido. Jamás le había ocurrido nada parecido. ¿Qué estaba pasando?Los misterios del océano
En medio de un mundo rodeado de agua con el cielo como techo, en la soledad más absoluta, Colón miraba hacia arriba y contemplaba las estrellas. Era extraño, pues había navegado infinidad de millas a través de muchos mares, y sin embargo nunca había sentido aquella sensación. Era como si de pronto se encontrara en un mundo diferente, donde la lógica había dejado de existir, un mundo de misterio. Una mezcla de miedo y fascinación lo embargaban. Contemplaba la osa menor, allí estaba la estrella Alfa, la que todos llamaban Polar, marcando el norte y sirviendo de referencia como el rumbo a seguir. Y sin embargo, la brújula parecía no reconocerla. Debía ser la media noche, pasadas las doce. Esa era la hora que marcaba la osa menor, ese reloj natural que el Todopoderoso había colocado en el firmamento y que además servía como ayuda para navegar. Dios había creado la osa menor con su estrella que marcaba el norte, el hombre había creado la brújula, complemento ideal, pero que en medio de aquel misterioso océano había dejado de serlo.La osa menor da un giro completo cada 24 horas, por lo tanto, los navegantes sabían interpretar muy bien aquel giro, debido a la rotación de la tierra, cuya cola de la osa servía como si fuera la aguja corta de un reloj. Sólo hay una diferencia, la cola de la osa gira en dirección opuesta a las agujas y solo da un giro cada 24 horas, mientras que la aguja corta del reloj da dos. Pero los marinos averiguaban casi a la perfección las horas durante la noche. La estrella Alfa, que ya en tiempos de Colón marcaba el norte celeste (a través de los tiempos han sido otras), se desvía varios grados con respecto al polo norte magnético. Actualmente se desvía un grado, pero en el año 1492 se desviaba unos 3 grados. Esto lo sabían muy bien los navegantes que preparaban las brújulas para que les marcara el norte exacto. Por lo tanto, aunque la estrella Polar girara durante la noche y el día, sus brújulas no se equivocaban. ¿No se equivocaban? Hasta ahora. Colón tomaba nota de todos los errores, pero no entendía qué era lo que pasaba.
En aquella época, no había forma de determinar la longitud geográfica y tampoco se sabía de qué forma se comportaba la aguja de la brújula, dependiendo de esa longitud. Es decir, los navegantes sabían en todo momento en qué latitud se encontraban tomando como referencia el ecuador de la tierra, los polos y la altitud de las estrellas. Por lo tanto, navegar de norte a sur o viceversa no era un problema. Pero navegar de este a oeste era más complicado. Para la latitud tenían el cielo como referencia, si te mueves de arriba abajo, la polar y demás estrellas se ven más bajas. Si vas hacia arriba, se ven más altas. Utilizando aparatos como el astrolabio averiguabas con precisión la latitud. Pero viajando en “horizontal”, según gira la tierra, no tenemos nada que nos indique dónde estamos, las estrellas y el sol estarán siempre a la misma altitud, el astrolabio no sirve para posicionarnos y medir la longitud. ¿Entonces, cómo viajaban los marinos de este a oeste o de oeste a este sin perderse? Muy fácil, aunque dando algunos rodeos:
Imaginemos que queremos viajar desde el punto A al punto C. El punto donde nos encontramos, el A, se encuentra en latitud más alta que el punto C. Pero se encuentra más al oeste, en una longitud diferente, a una distancia indeterminada, sea la que sea, pero como es imposible medir las coordenadas nos vamos a perder. Solución: buscamos un punto B que esté en la misma latitud que nuestro destino final. Así que primero bajamos al punto B y luego cogemos una línea recta hasta llegar a nuestro destino, porque conociendo los vientos y las corrientes era la forma más efectiva de encontrarlo.
En resumidas cuentas, para la latitud tenemos dos puntos fijos en la tierra: el polo norte y el polo sur. Pero para la longitud no tenemos nada. Tanto Cristóbal Colón como los cosmógrafos de la época pensaban resignadamente que aquello era un “límite al conocimiento humano puesto por la Providencia”. Con el tiempo, esa resignación dejó de existir y hubo quien se enfrascó en la difícil tarea de encontrar ese punto fijo que sirviera como referencia para medir la longitud. Y aunque países como España, Francia, Portugal o Inglaterra ofrecieron recompensas para quien lo encontrara, nunca nadie dio con él. Solo el paso de los años y los descubrimientos dio lugar a las nuevas tecnologías que consiguieron dividir la tierra en paralelos y poder por fin geolocalizarnos de este a oeste.
Este desconocimiento de las longitudes, sin embargo, no tenía nada que ver, con que la brújula estuviera descontrolada. Lo que estaba ocurriendo, es que Colón había cruzado una línea, hasta ahora desconocida, en la que el magnetismo terrestre no se comportaba de la misma manera, algo de lo que Colón estaba siendo su descubridor, aunque no pudiera comprender por qué ocurría.
La observación del firmamento
Diario de a bordo de Colón: 13 de septiembre«Al comienzo de la noche las agujas noroesteaban, y a la mañana nordesteaban algún tanto».
17 de septiembre:
«Tomaron los pilotos el Norte, marcándolo, y hallaron que las agujas noroesteaban una gran cuarta, y temían los marineros y no decían de qué. Conociólo el Almirante; mandó que tornasen a marcar el Norte en amaneciendo, y hallaron que estaban buenas las agujas. La causa fue porque la estrella parece que hace movimiento y no las agujas».
Estas son las anotaciones de Colón, que comprobaba noche y día las anomalías de las brújulas con respecto a las estrellas. La explicación está en el magnetismo terrestre. El núcleo de la tierra es una gran bola de hierro del tamaño de la luna, un imán gigante, donde sus polos positivos y negativos no se encuentran exactamente en los polos geográficos, sino desviados algunos grados. En la actualidad, el polo norte magnético se encuentra desviado unos 1.600 kilómetros de distancia del polo geográfico. Pero eso no es todo. El magnetismo terrestre es increíblemente activo. Baste decir que los polos llegan a invertirse, algo que, eso sí, sucede en periodos de unos 300.000 años. En la actualidad, el verdadero polo norte magnético se encuentra en el sur y viceversa, por lo tanto, el polo que realmente señalan las brújulas, es el polo sur.
Tanta actividad, hace, además, que la intensidad magnética no sea uniforme por todo el planeta. Existen las llamadas líneas agónicas, en las que la brújula señala exactamente el polo geográfico. Una de esas líneas fue la que cruzaron las carabelas el día 13 de septiembre. Las brújulas de los tres barcos señalaban el norte geográfico con exactitud y por eso creían que la marcación no era correcta. Nadie podía plantearse la posibilidad de que todas las brújulas se hubieran estropeado a la vez. Hubo otras observaciones y descubrimientos, producto de la fina observación de los cielos que Colón hacía. Por ejemplo, que la estrella polar no está exactamente en el centro de lo que aparentemente es el eje del cielo, por lo tanto, según se mueve la tierra, la estrella también se desvía. Sin embargo, nada de lo que manda sobre las leyes físicas y el magnetismo terrestre podía entenderse hace 500 años. Era como si Colón hubiera hecho sus descubrimientos demasiado pronto, adelantándose a su tiempo.
A todas estas inquietudes viene a sumarse el encuentro de los restos de un naufragio. De repente encuentran flotando en las aguas el palo de la vela de un navío. ¿Restos de los barcos portugueses que les habían mencionado en La Gomera? Imposible saberlo, pero no presagiaba nada bueno. Por la noche, un nuevo susto: «Cayó del cielo —cuenta Hernando Colón— una maravillosa llama de fuego» a pesar de que el tiempo estaba en calma. Un meteorito o estrella fugaz, quizás como no habían visto nunca. Nada que debiera alarmarlos en condiciones normales, pero que allí, en medio del océano les causaba terror. No acabarían aquí las sorpresas y las cosas extrañas. El 16 de septiembre, las aguas aparecen, según Hernando Colón, llenas de «manadas de hierba muy verde».
El mar de los Sargazos
Llevaban diez días de viaje y gracias a los vientos favorables ya habían recorrido 300 leguas, unos 1.500 kilómetros. Fue cuando se encontraron con aquella inmensa extensión de hierba en medio del mar. López de Gómara contaba: «Topó tanta yerba que parecía prado y les puso gran temor». Era el mar de los Sargazos, donde una gran parte del océano se cubre de algas. Nadie de los que en aquellos barcos viajaban se habían encontrado en su vida con algo semejante. Y todos temían lo mismo, estar navegando por aguas poco profundas y que sus naves embarrancaran. El almirante, capitán y jefe superior de aquella expedición, don Cristóbal Colón, estaba sin embargo tranquilo. Y más aún, una gran alegría le embargaba todo su cuerpo. Aquella era la zona donde el mar estaba repleto de algas, que más que mar parecía una extensa pradera sobre tierra firme. El mar misterioso del que le habían hablado. ¿O quizás Colón había estado ya allí?El mar de los Sargazos solo decían haberlo visto unos pocos, y uno o varios de ellos se lo había contado a Colón. Quizás él mismo -quién sabe- ya había estado allí en alguna ocasión. El caso es que, mientras la tripulación estaba horrorizada, él estaba muy tranquilo. Y para hacer desaparecer el horror de sus hombres, mandó arrojar una sonda que comprobara la profundidad de las aguas. Y efectivamente, había mucha profundidad y no había peligro de encallar. Los hombres se calman. Al día siguiente las algas han desaparecido. El agua, según comprobaban al probarla, era menos salada, quizás estaban cerca de tierra. Entonces hacen un nuevo descubrimiento. Una bandada de pájaros.
El 18 de septiembre, en la Pinta creen ver tierra, pero no pueden confirmarlo. Al final, solo eran unas nubes. Llevan ya once días de viaje, cualquier cosa que signifique que puede haber tierra cerca los alegra, como unos pequeños pájaros que se han posado en un mástil. Pero cualquier señal que haga pensar que todo va mal los inquieta y el nerviosismo corre como la pólvora, como ver que el viento siempre sopla hacia un lado. ¿Qué ocurrirá si no cambia y no podemos volver? Pero los pajarillos solo pueden significar que la tierra está muy cerca y una gran alegría se apodera de los tres barcos. Era el día 20 de septiembre. Pero al día siguiente, en vez de tierra, se encontraron nuevamente con las algas, esta vez más espesas con peligro de quedar atrapados.
Los pájaros siguen llegando a los mástiles, pero la tierra no aparece por ninguna parte, y la navegación se hace cada vez más difícil debido a las algas. La tripulación murmura y los ánimos están ya por los suelos.
La mayoría cree que Colón es un loco que los lleva a una muerte segura y muchos proponen arrojarlo por la borda y dar media vuelta. El motín es inminente. Pero aquella tarde, la voz de Pinzón sonó como música celestial en los oídos de todos gritando «¡tierra, tierra!». Era el 25 de septiembre. Colón se salva del motín, de momento. Aquel mismo día se había reunido con Pinzón para examinar un mapa. Los dos coincidían en que debían hallarse en un punto en concreto, justo donde había dibujadas unas islas, a unas 470 leguas de las Canarias (unos 2.300 kilómetros). Ya deberían haberse topado con ellas. Colón estaba seguro de haberse desviado del rumbo, quizás por las anomalías en las brújulas los días pasados. Y al atardecer escuchaba cómo todos gritaban de júbilo mientras miraban a lo lejos lo que efectivamente parecía una masa de tierra.
«Púsose el Almirante de rodillas, entonando el Gloria in excelsis Deo, y le imitaron Pinzón y su gente, así como la tripulación de la Santa María, mientras los marineros de la Niña, subidos al mástil de su buque, repetían que se veía tierra en lontananza.»
El día 12 de octubre
Aquella noche, Colón giraba al suroeste creyendo que la isla estaba a unas veinticinco leguas en esa dirección; pero al amanecer se descubre que desgraciadamente todo había sido vana ilusión de Martín Alonso, que tomó por tierra unos oscuros nubarrones. Nuevo nerviosismo e inquietud entre los marineros que, ante la gran decepción se desesperan. La navegación continúa hacia el oeste. ¿Había sido todo una maniobra de Martín Alonso para apaciguar los ánimos de la tripulación? ¿Podía un marino experimentado como él confundir unas simples nubes con una isla? ¿O acaso era que en aquel lugar de la tierra todo parecía diferente? Al menos, aquella falsa alarma sirvió para que todos durmieran aquella noche ilusionados, y aunque a la mañana siguiente el malestar volvió a los tres barcos, unos pájaros que todos conocían muy bien vinieron a calmar de nuevo los ánimos. Aquellas aves, llamadas rabihorcados o golondrinas de mar, solo vuelan cerca de tierra. Y sin embargo la tierra no la ven por ninguna parte. Solo algas y más algas que frenan la navegación. El propio Colón está muy preocupado viendo cómo sus cálculos habían fallado, pues ya deberían haber llegado a unas islas, que seguramente quedaron atrás sin ser vistas. Era el día 1 de octubre, el piloto de la Santa María le informa de que han recorrido 578 leguas. Colón sabe que en realidad son 707 (3.928 kilómetros), pero se lo calla. Pasan dos días más. Lo único que mantenía a los hombres con algunos ánimos y esperanza de encontrar tierra eran los pájaros. Pero ahora también han desaparecido. ¿Habían pasado cerca de alguna isla sin darse cuenta? En el mar de los Sargazos se encuentran las islas Bermudas. Seguramente las dejaron a su derecha, al norte. Colón miraba al mar. Algas y más algas. No era extraño que los hombres estuvieran horrorizados. Aquello tenía todo el aspecto de ser un mar de otro mundo. Su nombre se lo dieron los portugueses. Las algas tienen como unas vejigas de gas que las hacen flotar, asemejándolas a una variedad de uvas llamadas salgazo. Y con ese nombre quedaron. Existe hasta un pez que se asemeja a estas algas. No sospechaba el almirante que aquel mar se iba a convertir en la pesadilla de muchos navegantes. Las carabelas de Colón tuvieron suerte de no quedar atrapadas, no por el espesor de las algas, sino por la ausencia de vientos, que es lo más característico en esta zona, rodeada de corrientes que hacen que este mar de algas gire lentamente y tenga una temperatura más elevada, lo cual favorece su crecimiento. En el futuro, muchos serían los que se cruzarían con barcos fantasmas, con toda su tripulación muerta o desaparecida. Un mar que se convertiría en maldito hasta nuestros días y que forma parte del misterioso triángulo de las Bermudas, donde barcos y aviones desaparecen sin explicación alguna. Colón, al igual que sus hombres, comienza a preocuparse, pues no sabe realmente dónde se encuentra. Pero el almirante debe mostrarse seguro y niega que ninguna isla haya quedado atrás, hay que seguir adelante.Día 6 de octubre
Aquella noche los hombres se amotinan en la Santa María. Los hermanos Pinzón tienen que intervenir y todo queda en nada. Pero en los días sucesivos la tensión se palpa y son los propios Pinzones quienes hablan con Colón. Llevan ya 1.000 leguas de navegación. Cada día hay alguien que cree ver tierra, pero todo son falsas alarmas, la situación es insostenible. Era el día 10 de octubre, tres días más de navegación hacia el oeste, ese fue el plazo que le dieron. Si no hallaban un simple islote donde posarse, darían media vuelta y volverían a España.
Al día siguiente, los de la Santa María encuentran un junco verde, los de la Pinta una caña y un bastón labrado. Es increíble, ¡un bastón labrado! No solo están cerca de tierra, sino que hay gente. La euforia llega al máximo cuando comienzan a verse enormes bandadas de pájaros, unos pájaros que habían dejado de ver hacía muchos días. Aquel loco extranjero que los había llevado al fin del mundo quizás pudiera estar loco, pero cada vez estaba más cerca de demostrar que llevaba razón cuando decía que Dios estaba con él y encontraría las islas que buscaba. La tarde del día 11 Colón se reúne con la tripulación, y después de rezar, pide que todos hagan guardia. Es evidente que hay tierra cerca y no pueden permitirse un descuido y pasar de largo. Los reyes ya habían prometido una recompensa de 30 escudos para el primero que viera tierra, él, además, añadía un jubón de terciopelo.
Aquella noche sobre las diez, el propio Colón permanece atento al horizonte sobre el castillo de popa, debía ser una noche clara, pero no fue una masa de tierra, sino luces, lo que creyó ver y no queriendo dar crédito a sus ojos, llamó a Pedro Gutiérrez, quien aseguró que también la veía, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, aunque este último no pudo ver nada. No obstante, al Almirante ya no le cabían dudas de que estaba cerca de costas habitadas. Y a las dos de la madrugada:
«¡Tierra!».
Era el vigía de la Pinta, Juan Rodríguez Bermejo, Rodrigo de Triana, quien dio el ansiado grito.
El encuentro
Diario de a bordo: «A las dos horas después de medianoche apareció la tierra, de la cual estarían a dos leguas. Amainaron todas las velas y quedaron con el treo, que es la vela grande, sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní». «Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez, su hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en todos los navíos por seña, con una F (de Fernando) y una Y (de Ysabel): encima de cada letra su corona, una de un cabo de la cruz y otra de otro».Buscando las costas del Japón encontraron una isla paradisiaca: gente desnudas e inofensivas, pintadas de colores, adornadas con oro. ¿Dónde se encontraban? De momento, daba igual, todos estaban rebosantes de júbilo, felices de poner pie en tierra, por fin. En la playa clavaron la bandera blanca con la cruz verde, signo de fidelidad, y las iniciales de los reyes Fernando e Isabel, junto a la propia enseña real. Los escribanos Rodrigo de Escobedo y Rodrigo Sánchez de Segovia levantaron acta del hecho. Colón tomó posesión en nombre de los reyes. Después de esto, los carpinteros cortaran dos troncos de árbol y formaron una gran cruz, y postergándose en tierra todos, pronunció una plegaria, repetida luego en todos los posteriores descubrimientos, por Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, Pizarro, etc.:
«¡Señor! ¡Dios eterno y todopoderoso, que por tu Verbo sagrado creaste el firmamento, la tierra y el mar, bendito y glorificado sea tu nombre por todas partes, sea exaltada tu majestad por haberte dignado permitir que por medio de tu humilde siervo sea conocido e invocado tu santo nombre en esta otra parte de la Tierra!»
Colón se deleita describiendo lo que a él se le figuraba un edén, un paraíso:
«Muchos y grandes árboles de intenso follaje, frutos en las ramas, abundantes cursos de agua… Y sobre todo, gente, mucha gente sonriente y pacífica que se acercaba a los hombres blancos como quien recibe la visita de un familiar.»
Fueron precisamente los nativos que salieron a recibirlos, lo que más impresionados dejó a todos. Ningún europeo había visto nunca gente como aquella.
«Me pareció que era gente muy pobre de todo. Andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras».
Colón estaba convencido de haber llegado a “las Indias” y por eso llamó a aquellas gentes “Indios”.
Los observaba divertido, con sus caras y sus cuerpos pintados de colores, cómo cogían sus canoas y se acercaban hasta los barcos españoles llevando consigo papagayos y otras aves exóticas, y algunos utensilios de madera como presentes a los recién llegados. Regalos que fueron correspondidos por los españoles, que entregaron a cambio cualquiera de las cosas que llevaban con ellos como cascabeles u objetos de vidrio.
«Aquellos nativos no eran blancos ni negros, tampoco asiáticos. Su color se parecía más bien al de los guanches canarios»
Tal fue la teoría propuesta por Colón, a lo cual ayudaba el hecho de encontrarse las islas Canarias en la misma línea que la recién descubierta Guanahaní, que enseguida fue rebautizada como San Salvador. Teoría que más tarde fue desechada. Los nativos pertenecían a unas tribus llamadas lucayas que habían llegado a aquellas islas cien años atrás, y nada tenían que ver con los guanches.
A los españoles, aquella gente les pareció, según palabra de Colon, que vivían en «estado de inocencia». Sin embargo, hubo algo que pronto advirtió el almirante y que lo puso en estado de alerta.
«Yo vi algunos que tenían señales de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí y creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos».
Por lo visto, aquellos nativos amables y pacíficos no estaban solos. Y quienes quiera que fueran o donde quiera que estuvieran, eran bastante menos amables.
-
- 7 años de espera.
- 70 días desde su partida
- 7070 kilómetros desde Palos.
Ahora bien, ¿era ahí donde quiso llegar?
El viaje, en principio, tenía como finalidad descubrir una ruta más corta para llegar desde Europa a Asia, sin tener que dar un gran rodeo por África. Si la tierra era redonda, como él estaba seguro que era, el primer destino era Japón. Es decir, la parte más al este del continente asiático, eso lo tenía bien claro Colón. Pero, ¿era el archipiélago japonés lo que tenía dibujado en su mapa o eran unas islas intermedias en el Atlántico? Lo que está claro es que el Pacífico no sabía que existía. Como tampoco sabía, ni él ni nadie, que en su ruta hasta Asia, de haberla realizado completa, antes que con Japón, se hubiera encontrado nada menos que con dos continentes; el primero de ellos haciendo como barrera, de polo a polo, entre el Atlántico y el Pacífico.
El segundo, Oceanía, antes de entrar al Índico.
Sea como fuere, y sin pretender adelantar acontecimientos de lo que veremos más adelante, lo que está claro es que Colón está convencido de haber completado la primera parte de su viaje: ha llegado a las islas, pero sabe que un poco más allá está el continente, es decir, las Indias, Asia. Y sobre todo, lo que Colón demostró es tener un gran conocimiento de geografía, a pesar de haber errado nada menos que 10.000 kilómetros.
Ya lo hemos contado, las millas marinas que Colón utilizaba le hicieron creer que la tierra medía 30.000 kilómetros. Así y todo, sabía que por esa parte llegaría a Japón. También quedó demostrado que tanto los cosmógrafos y matemáticos portugueses como los españoles tenían razón, Colón nunca hubiera completado el viaje hasta Asia; la inmensidad del Pacífico se lo hubiera impedido. Colón abrió, no obstante, la ruta hacia un nuevo mundo, un continente inmenso, infinidad de islas y finalmente el descubrimiento del océano más grandioso de la tierra. Simplemente fascinante.
Los lucayos
Recién llegados a la isla de Guanahani, rebautizada como San Salvador, en el archipiélago de las Bahamas, Colón nos cuenta cómo nada más desembarcar encuentra gente. Son personas amables que los acogen como si los conocieran desde siempre, no les temen, no huyen, y van desnudos. En un entorno de vegetación y arboleda como no habían visto jamás, aquello se les antoja a los españoles el paraíso. Pero pronto se dan cuenta de un dato alarmante. Muchos de aquellos seres amables y sonrientes tienen marcas y cicatrices en su cuerpo desnudo.Colón les pregunta y por señas le hacen saber que hay otras islas desde las que son atacados por otros seres no tan amables y pacíficos. Si esto es así, ¿cómo es que estos nativos recibieron a los recién llegados con los brazos abiertos?
¿Tan confiados eran los habitantes de Guanahani? Posiblemente Colón nos lo cuenta todo de forma algo acelerada y resumida. Por muy pacíficos que fueran, si eran atacados desde el exterior, lo normal es que desconfiaran. Seguramente los tres barcos ya habían sido avistados. No sabían qué intenciones traían. Venían además en unas naves como no habían visto jamás. Colón cuenta cómo nada más pisar la playa estaban allí, sonrientes.
Pero seguramente hubo un acercamiento y un contacto paulatino hasta que los nativos tuvieron la certeza de que venían en son de paz. De igual forma, no es creíble que los españoles se pusieran a plantar sus banderas, nada más llegar y con los indios mirando tan plácidamente. Seguramente ya habían tenido el contacto suficiente como para confiar en que no eran salvajes que los acribillarían con flechas al menor descuido.
Los lucayos vivían como hacía miles de años atrás en Europa. Iban desnudos, tanto ellos como ellas, salvo las mujeres casadas, que usaban una especie de falda corta, más bien un delantal, a la que llamaban «naguas» (y de ahí nuestras «enaguas»).
Eran agricultores y utilizaban arados, pero éstos apenas eran otra cosa que un palo puntiagudo. Vivían en pequeñas chozas circulares con tejado de hojas de palma. No conocían el metal, por lo tanto no sabían ni lo que era una espada. Sus únicas armas eran unos dardos de madera rematada con un colmillo o diente de pez.
Colón habla con mucha sorpresa sobre el aspecto de las cabezas de los lucayos:
«La frente y cabeza muy ancha más que otra generación que hasta aquí haya visto»
Los lucayos deformaban la cabeza de los recién nacidos con tablas y vendas, una práctica común en muchos pueblos primitivos. (recordemos cómo todos quedaban asombrados al ver las cabezas de los hunos, que también practicaban estos ritos.)
En cuanto a las creencias de los lucayos, estaban basadas en una religión (si es que se podía llamar así) tan primitiva, que los españoles pronto descubrieron que no sería difícil convertirlos al cristianismo. Básicamente, los nativos adoraban la naturaleza: la jungla, el mar, el trueno…
Los lucayos estaban encantados con los trueques que les proponían los españoles. Cualquier chorrada barata la cambiaban por sus adornos, a los cuales no quitaban el ojo de encima, por ser todos de oro. Un metal al que ellos no daban más valor que el ser de un color bonito y llamativo, pero nada más. ¿De dónde sacaba aquella gente tanto oro? Colón debía descubrirlo, pues ese era precisamente el motivo de su viaje, volver con muchas riquezas.
De nada serviría haber descubierto nuevas tierras si volvía contando que en ellas solo había hallado gente primitiva y muy amable. Además, debía compensar el gasto de la empresa.
El almirante decide entonces preguntar de dónde lo obtienen. La respuesta que obtuvo lo dejó perplejo: había una isla cercana donde había oro y piedras preciosas. Pero allí también había otra gente, la misma que venía, los atacaba y se los llevaban como esclavos.
La tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto
Colón pidió a algunos lucayos que subieran a uno de sus barcos y salieron a explorar. Primero lo llevaron a la isla donde, según los guías de Guanahaní, se encontraba el oro. «Aquí nace el oro que traen colgado a la nariz; mas por no perder tiempo quiero ir a ver si puedo topar a la isla de Cipango». (Cipango era como se le llamaba a Japón en aquellos entonces) Luego siguieron navegando y descubrió gran cantidad de islas. Colón estaba seguro que, de seguir navegando llegaría a Japón, que no debía estar muy lejos. No imaginaba que aquel “Japón” tan cercano era un enorme continente y que para llegar al verdadero Japón hubiera debido atravesar el océano más grande de la tierra, de cuya existencia él nada sabía. «Yo miré todo aquel puerto y después me volví a la nao y di a la vela, y vi tantas islas que yo no sabía determinarme a cuál iría primero. Y aquellos hombres que yo tenía tomados me decían por señas que eran tantas y tantas que no había número, y nombraron por su nombre más de ciento. Por ende yo miré por la más grande, y a aquella determiné andar». Los lucayos parecían conocer muy bien aquel laberinto de islas: aquello eran las Bahamas Y finalmente llegaron a Colba (Cuba) y Bohío (La Española), las llamaban. Colón, debido a las grandes dimensiones de aquellas islas pensó que tal vez aquello fuera el continente asiático. Habían estado navegando en todas direcciones para terminar en las dos islas mayores del Caribe, de haber navegado algo más al norte hubieran tocado la tierra del continente: la península de Florida. Hernando, hijo de Colón escribiría sobre esta exploración y de cómo bautizaban las islas principales que iban descubriendo: «El viernes 19 de octubre pasaron a otras islas. A la primera, denominada por los indios Guanahani, la llamó San Salvador, para gloria de Dios que se la había manifestado y lo había salvado de muchos peligros; a la segunda, por la devoción que tenía la concepción de la Virgen, y porque su favor es el principal que tienen los cristianos, la llamó Santa María de la Concepción; a la tercera la bautizó como Fernandina en honor del rey don Fernando; y a la cuarta como Isabela por respeto a su majestad la reina doña Isabel. A la siguiente que encontró, es decir, Cuba, la llamó Juana, en honor del príncipe don Juan, heredero de Castilla…» Hernando Colón, Historia del Almirante Lo que los españoles iban encontrando en todas y cada una de las islas era siempre lo mismo: paisajes de exuberante vegetación poblados por tribus muy primitivas que, en general, los recibían con gran amabilidad y hasta los creían enviados del cielo. «Los unos nos traían agua; otros, otras cosas de comer; otros, cuando veían que íbamosd a tierra, se echaban a la mar nadando y venían, y entendíamos que nos preguntaban si éramos venidos del cielo. Y vino uno viejo en el batel dentro, y otros a voces grandes llamaban todos, hombres y mujeres: “Venid a ver los hombres que vinieron del cielo; traedles de comer y de beber”. Vinieron muchos y muchas mujeres, cada uno con algo, dando gracias a Dios, echándose al suelo, y levantaban las manos al cielo, y después nos llamaban que fuésemos a tierra». Los nativos eran guerreros que luchaban unos contra otros. Sin embargo, ninguno se mostró hostil con ellos. Aquellas islas eran un verdadero paraíso donde el peligro no existía para los recién llegados, teniendo en cuenta sus rudimentarias armas que nada podían contra las espadas de acero. El 28 de octubre entran por el río Bariay: están en la isla de Cuba. Allí pasaron semanas y poco a poco, van siendo conscientes de lo que han descubierto, un Nuevo Mundo. «Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto»Venidos del cielo
Los lucayos que acompañan a Colón comienzan a tener miedo, están demasiado lejos de su isla. Colón toma la decisión abandonar Cuba y navegar hacia el sureste haciéndoles ver que toman el rumbo de vuelta a casa, solo les pide una última parada en la siguiente gran isla de la que ellos mismo le han hablado. La isla del oro. El 5 de diciembre pisaron la isla de Santo Domingo, a la que Colón llamó La Española. Esta isla, llamada por los nativos Bohío o Quisqueya, era la tierra que los lucayos habían señalado: una gran tierra al sureste. Allí estaba el oro. Algunos decían que no estaba enteramente circundada por el mar, por lo que Colón pensó que quizás se tratara de una península y por fin se encontraran en el continente asiático. Había numerosas tribus, todas pacíficas. Sin embargo, había quienes señalaban que también había tribus que atacaban, los capturaban y se los llevaban como esclavos. Y peor todavía, se los comían. Algunos de ellos, para que entendieran lo que les contaba, enseñaban las marcas de los dientes que sus enemigos les habían producido en su propio cuerpo. Los nativos los llamaban «canibas» (caníbales). Colón dedujo de inmediato que se trataban de tribus de Kan, el emperador de los mongoles. «Kan – Kaniba». Estaba convencido de estar en Asia. Los indios se acercan a los españoles. Algunos con cautela, otros con admiración. A veces huyen, para, cuando cogen confianza, dejar que se les acerquen. Colón habla con sus hombres para que nada hagan que los pueda espantar. Solo gestos de amistad. Lograron hacerse con la confianza de una mujer, a la cual vistieron con vistosos y ricos ropajes, le colgaron collares de vidrio y sortijas de latón, para después dejarla marchar. «Alguna de estas mujeres, -cuenta el diario de abordo-, viéndose así tratada, prefería permanecer en los barcos españoles antes que volver a su casa.» Bueno, quizás Colón exageraba, pero queda claro que querían establecer buenas relaciones con los indios, es lo que más les convenía si querían llevar a cabo su plan de conseguir oro en aquel lugar. Pero no bastaba con tratar bien a los habitantes de aquel paraíso, sino que además, había que honrar a sus caciques. Cacique es la forma cómo llaman a sus reyes; cada tribu tiene el suyo. Pronto uno de aquellos reyes iba a verse más que honrado, tras la invitación que le hizo a sentarse a su mesa, nada menos que un enviado del cielo. Colón y sus hombres eran enviados del cielo. La inocencia de los indios era tal, que para ellos, los recién llegados con apariencia de hombres, como ellos, pero con rasgos faciales y color de piel clara, no podían ser simples mortales. Se habían aparecido a ellos con alguna misión celestial; salvarlos de la esclavitud a que los sometían las tribus violentas. Por eso, Colón contaba así en su diario, cómo aquel rey, sentado a su mesa, no creyó en ningún momento verse ante los embajadores de un rey terrenal. «El Almirante le hizo la honra que debía y le contó cómo eran los Reyes de Castilla, los cuales eran los mayores Príncipes del mundo. Mas ni los indios que el Almirante traía, que eran los intérpretes, creían nada, ni el rey tampoco, sino creían que venían del cielo y que los reinos de los reyes de Castilla eran en el cielo y no en este mundo».El naufragio
Los habitantes de La Española eran los Taínos. Procedían de la parte sur del continente, de la desembocadura del Orinoco, y se habían extendido por la Bahamas, las Antillas y Santo Domingo. Esta última isla estaba dividida en cinco áreas llamadas cacicazgos, cada una de ellas gobernada por un jefe o rey llamado cacique. Como ya se ha dicho, era gente pacífica que vivía de la agricultura. Por sus palabras, parece que a Colón le gustaba esta isla. «Estas tierras son en tanta cantidad buenas y fértiles yen especial estas de esta isla Española, que no hay persona que lo sepa decir, y nadie lo puede creer si no lo viese.» Allí se instalaría los españoles y allí permanecerían durante los próximos años, haciendo de la isla su base principal. Llevaban ya más de dos meses de isla en isla. En cuanto a los indios, a los cuales van conociendo poco a poco, todos están asombrados de lo pacíficos que son. Aún no se han topado con los violentos ni con los caníbales de que les habían hablado. «He visto solo tres de estos marineros descender en tierra y haber multitud de estos indios y todos huir, sin que les quisiesen hacer mal. Ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas, que mil no aguardarían tres, y así son buenos para les mandar y les hacer trabajar, sembrar y hacer todo lo otro que fuere menester, y que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres» De estas palabras se deduce que Colón ya piensa en colonizar aquellas tierras. El mes de diciembre va avanzando y llega la noche buena. Aquella noche ocurrió un desastre. La Santa María exploraba las costas de la Española. Juan de la Cosa era el maestre del barco. El mar estaba en calma y decidió retirarse a dormir dejando el timón a un grumete. No había peligro. Sin embargo, la Santa María encalló, su quilla se clavó en el fondo. El grumete dio la voz de alarma. Colón salió en seguida y ordenó tirar el ancla mientras bajaban las barcas para desalojar a la tripulación. Todos se salvaron, pero nadie pudo hacer nada por evitar que la Santa María se hiciera trizas y terminara hundida. Juan de la Cosa se sintió culpable por dejar el barco en manos de un grumete, pero nadie más que él sintió la pérdida de la nave, que era de su propiedad. Años más tarde los reyes Isabel y Fernando lo compensarían por esta pérdida. El naufragio tuvo lugar en la parte noroeste de la isla, frente a las costas del cacicazgo Marién, y en cuanto su jefe, el cacique Guacanagarí tuvo noticia del desastre mandó que los españoles fueran ayudados a recoger todo lo que se pudiera aprovechar de la carga del barco. A Colón, además, se le ocurrió una idea. ¿Por qué no aprovechar las maderas del barco para construir una especie de poblado? Y así nació el primer asentamiento español en tierras americanas, junto a la desembocadura del río Guarico, en lo que hoy es Haití. Era el 25 de diciembre de 1492. El poblado, bautizado como Navidad, por las fechas en que fue construido, era a la vez un fortín que serviría como defensa en caso de ataque de los llamados canibas. Porque aquel fuerte iba a ser el lugar donde quedarían cerca de 40 hombres que ahora no podrían volver a España, al menos de momento. La Pinta y la Niña eran barcos donde solo podían navegar entre 20 y 30 hombres, precisamente, la Santa María, era la mayor de las embarcaciones y era la que habían perdido. La Pinta, por cierto, en aquellos momentos se hallaba explorando otras aguas y otras islas, en realidad, ni Colón sabía por dónde navegaba. ¿Qué estaba pasando? Pues, parece ser que las relaciones entre Martín Alonso Pinzón y Colón no eran demasiado buenas. En realidad, se habían vuelto malísimas. No todas las crónicas aclaran el motivo y el mismo Colón, en su diario, no deja demasiada constancia de ello. Pero según el libro de Pons Fábregues, fue: «Quizá porque el marino andaluz se creía rebajado al ver que un extranjero se atribuía toda la gloria del descubrimiento, y según otros porque Pinzón desaprobó una de las disposiciones del Almirante.» Las disposiciones a las que Fábregues se refiere fue la de volver a España. «Al verse Colón con tan poca gente y tan escasos medios para conquistar países tan vastos como los que se descubrían, resolvió regresar.» La idea de Colón era, en efecto, volver y dar a conocer el gran hallazgo. Una noticia de esta índole no solo le proporcionaría fama, sino los medios necesarios para volver con más barcos y hombres suficientes para llevar a cabo una exploración del calibre que las nuevas tierras exigían. Pero hubo además otros motivos de fuerza mayor que aconsejaban el inmediato regreso a España: Tanto la Niña como la Pinta no se hallaban en buenas condiciones. En el fuerte Navidad quedaron 39 hombres al mando del alguacil Diego de Arana. También quedaban su asistente Pedro Gutiérrez, el escribano Rodrigo Escobedo… El cacique Guacanagarí promete velar por su seguridad y accede a la petición de Colón de llevar a seis de sus hombres a presencia de los reyes de España. Guacanagarí le proporciona a seis parientes suyos, que según ellos, pensaban que viajarían al cielo, junto a aquellos enviados de los dioses. Pero además, el cacique fue muy generoso y obsequió a Colón con «suntuosos regalos, entre ellos oro en coronas, en pepitas, en planchas y en polvo, papagayos y otras aves, así como hierbas aromáticas y medicinales, además de otros objetos.» Colón recomendó a los hombres que allí dejaba, tener buenas relaciones con los nativos y no molestarlos en nada en que pudieran sentirse ofendidos; el 4 de enero de 1493 se despidió de ellos y del cacique Guacanagarí prometiéndoles volver pronto y se embarcó en la Niña para partir bordeando la costa norte de La Española. Antes de poner rumbo a España quería comprobar si efectivamente se encontraba en el continente. Al llegar a una bahía de aguas cristalinas quedó el almirante maravillado ante el paisaje y decidió hacer un alto y explorar la zona. Primero envía a tierra a siete de sus hombres y un indio taíno. No se fía. Los taínos ya le habían avisado de que allí habitaban sus enemigos. Al llegar a la playa no tardaron en darse cuenta de que los observaban entre los árboles. El taíno tenía miedo y quería volver. Pronto se hicieron ver. «Eran cincuenta y cinco hombres desnudos, los rostros tiznados de carbón, con los cabellos muy largos, así como las mujeres los traen en Castilla. Detrás de la cabeza traían penachos de plumas de papagayos y de otras aves, y cada uno traía su arco». Además de los arcos y las flechas, venían armados con macanas, una especie de maza de madera con piedras incrustadas en la cabeza. Hasta ahora, los españoles habían sido recibidos en todas partes con amabilidad, curiosidad, recelo e incluso miedo, pero aquella tribu era diferente, eran guerreros y no tardarían en descubrir que además eran agresivos Guiados por el taíno, desembarcaron con precaución y trataron de comerciar con los nativos. Intentan comprarles los arcos y al final parece que va a poderse negociar con ellos, pero de repente los indios cogen sus arcos y sus macanas y se alejan. El guía taíno avisa a los españoles de que la situación es tensa y no le gusta. Y en efecto, de pronto parecen otros con actitud agresiva, con cuerdas en la mano Quieren apresarlos. A los españoles no les queda otra que hacer uso de la espada. «Dieron a un indio una gran cuchillada en las nalgas y a otro por los pechos hirieron con una saetada», dice el Diario de a bordo. Fue el primer encuentro violento con los nativos, que al ver las heridas que las espadas causaban salieron huyendo despavoridos. Se trataba de los agresivos y peligrosos «caribes», tribus provenientes del norte de las actuales Colombia y Venezuela, las mismas que atacaban y esclavizaban a los taínos e incluso, según ellos, se los comían. En realidad, hoy se cree que pertenecían a otras tribus llamadas ciguayos. De vuelta a la carabela, el almirante es informado de lo sucedido. Colón teme por la vida de los hombres que ha dejado en el fuerte Navidad. Los caribes heridos indicaron a los españoles el lugar donde podían hallar oro. Siguiendo las indicaciones, Colón puso rumbo al este, pero no halló oro. Sí halló lo que allí llamaban ají y que es una variedad de pimienta, una valiosa especia codiciada por todos los mercaderes del mundo. También encontraron grandes campos de algodón. La expedición había valido la pena, pero no podían permanecer allí más tiempo. El calafeteado de los barcos estaba en pésimas condiciones. Tenían que emprender el viaje a España cuanto antes si no querían quedarse en «las Indias» para siempre. La Pinta y la Niña ponen rumbo a Europa. Hay quien cuenta que la Pinta, cuyo capitán había roto su relación con Colón, ya había partido antes. No se sabe con qué diferencia de tiempo partieron los barcos, pero sí que a los dos días se unieron de nuevo. Martín Alonso Pinzón pudo hablar con Colón, y por lo visto, hicieron las paces. Martín Alonso le contó que había partido antes que él, pero lo hizo en contra de su voluntad. No se sabe a qué se refería Pinzón exactamente, pero sí se sabe que estaba enfermo. Quizás por eso tenía prisa por llegar a España. Por aproximadamente un mes navegaron juntas las dos naves, hasta que una fuerte tormenta hizo que los barcos se separaran de nuevo, y por separado llegaron a Europa. Los seis indios que viajaban con ellos, acostumbrados a viajar en canoa bordeando las costas, a una temperatura cálida y casi constante, debían temblar de miedo y también de frio.El recibimiento de los reyes
La Pinta fue a parar hasta las costas de Bayona en Galicia, mientras que las primeras islas que avistaron los de la Niña fueron las Azores. Con muchos problemas en el casco del barco y ansiosos por pisar tierra después de casi dos meses navegando decidieron hacer un alto allí antes de llegar a España. Los portugueses, al verlos quisieron hacerlos prisioneros asegurando seguir órdenes del rey de Portugal, quien no podía perdonar al Almirante el haber favorecido a España con su proyecto. Pero cuando Colón recaló en Lisboa y avisó al rey Juan, éste cambió de opinión y disimulando su envidia le acogió con admiración. Y después de unos días, ya repuestos, se hicieron al mar de nuevo con rumbo a Huelva. Casualmente, la Niña y la Pinta, después de recalar en Bayona, llegaban el mismo día y con pocas horas de diferencia a Palos. Era el 15 de marzo de 1493. Martín Alonso llegaba muy enfermo y fue inmediatamente trasladado a su casa. Sintiéndose morir pidió ser llevado al monasterio de La Rábida, donde expiró apenas dos semanas después, con 52 años de edad. ¿Primera víctima de las enfermedades transmitidas entre los dos continentes? Muchos fueron los que sintieron la muerte de aquel lobo de mar, pero en aquellos momentos, la noticia del hallazgo lo envolvía todo en un extraordinario y sensacional revuelo. En Lisboa, nada más saberse que llegaban los descubridores del nuevo mundo, todos salieron a celebrarlo. El impacto fue tal, que quizás por eso el rey Juan tuvo que tragarse su orgullo y agasajar a Colón, en vez de apresarlo como había previsto. En España, la noticia llegó antes que Colón. Y de España pasó a todas las cortes de Europa, donde la proeza española causó un gran impacto. Colón escribió una carta a Luis de Santángel, quien había financiado el viaje, haciéndole saber el éxito de la expedición. «Porque sé que habréis placer de la grande victoria que Nuestro Señor me ha dado en mi viaje vos escribo esta, por la cual sabréis como en setenta y un días pasé las Indias con la armada que los ilustrísimos Rey y Reina nuestros Señores me dieron, donde yo hallé muy muchas islas pobladas con gente sinnúmero, y dellas todas he tomado posesión por Sus Altezas con pregón y bandera real extendida, y no me fue contradicho». También escribió a los reyes dándoles noticia oficial del éxito del viaje y anunciándoles la intención de acudir a la corte para entrevistarse con ellos. No podemos dar detalles del entusiasmo que la noticia despertó entre los reyes, solo podemos imaginarlo. Una empresa que todos creían imposible, en la que solo la reina depositó desde el principio su confianza, finalmente se convirtió en la gesta más grandiosa jamás llevada a cabo hasta la fecha. Gran júbilo, sin duda, el que debieron sentir, pero nada comparado al emotivo encuentro que se viviría en el encuentro con Colón. En ese momento los reyes se encontraban en Barcelona, y hacia allí se dirigiría Colón en unas semanas. Los reyes, sin perder tiempo, contestaron a la carta de Colón para hacerle saber que esperaban con entusiasmo su visita; no obstante, antes de ponerse en marcha, debía dejarlo todo organizado en Sevilla para su pronto regreso a las tierras recién descubiertas. Y una vez cumplido este trámite, se puso en marcha hacia Barcelona, no en barco, sino por tierra. ¿Ganas de patear tierra después de tantas millas marinas recorridas? Puede ser, pero es más probable que lo que Colón buscara fuera disfrutar de la fama que el descubrimiento le había dado y que se corría como la pólvora por todas partes. Allá por donde pasaban, la gente salía al camino a saludar. El almirante viajaba junto a los indios taínos que despertaban curiosidad y admiración por su piel color bronce y sus cuerpos semidesnudos. También admiraban los papagayos de mil colores, aves nunca vistas en España. Y carros con cofres llenos de oro, a la vista, para que todo el mundo quedara, como de hecho quedó, impresionado. Sobre esta comitiva, fray Bartolomé de las Casas escribió lo siguiente: «Tomó comienzo la fama a volar por Castilla que se habían descubierto tierras que se llamaban las Indias, y gentes tantas y tan diversas, y cosas novísimas, y que por tal camino venía el que las descubrió, y traía consigo de aquella gente; no solamente de los pueblos por donde pasaba salía el mundo a lo ver, sino muchos de los pueblos, del camino por donde venía, remotos, se vaciaban, y se henchían los caminos por irlo a ver, y adelantarse a los pueblos a recibirlo». Acabando el mes de abril llegó Colón a Barcelona, donde los reyes estaban impacientes por recibirle para oír de su propia boca lo que el almirante tenía que contarles, y ver con sus propios ojos lo que éste tenía que mostrarles. Fernando se recuperaba en aquellos días de las heridas recibidas por un perturbado, un tal Cañamares, que había atentado contra su vida. Así que las buenas nuevas que Colón les traía venían muy bien para levantar los ánimos. Toda la corte, encabezada por los reyes y el príncipe heredero, Juan, recibieron a Colón, que después de besarles las manos le hicieron sentarse junto a ellos, honor solo dispensado a los grandes del reino. Los reyes no salían de su asombro al ver a los seis taínos. Colón comenzó entonces a hablar. Ya hemos dicho en otras ocasiones que era un gran comerciante y por tanto tenía labia y don de gentes para ganarse a quienes le escuchaban. En su relato puso todo su empeño en que los reyes y todos cuantos le oían se emocionaran. Y a fe que lo consiguió, pues al acabar, los reyes no pudieron contenerse, y conmovidos, con lágrimas en los ojos, cayeron de rodillas mientras los cantores de la capilla entonaban el tedeum. «Parecía que en aquella hora – cuenta fray Bartolomé de las Casas- se abrían y manifestaban y comunicaban con los celestiales deleites». Teniendo en cuenta que uno de los mayores objetivos de la expedición al nuevo mundo era llevar hasta allí la fe cristiana, nadie podrá sorprenderse del empeño en que los seis indios llevados hasta España fueran bautizados. Mucho se ha hablado sobre este tema, e incluso se ha llegado a contar que la conversión al catolicismo de los indígenas fue forzada y bajo pena de muerte. No hay constancia de ello. Y sí la hay de que las creencias de los indios eran tan frágiles que no les fue difícil aceptar la nueva fe, por llamarlo de alguna manera, pues quizás su concepto de religión era tan arcaico que posiblemente todo cuanto estaban viviendo sobrepasaba lo que sus mentes podían asimilar. Ellos eran de un remoto mundo, al cual habían llegado unos seres supuestamente superiores. Esos seres les habían concedido el enorme privilegio de llevarlos con ellos a visitar otro mundo, posiblemente el cielo, donde habitaban los reyes del universo, a los cuales tenían allí delante, haciéndoles el honor de actuar de padrinos en su bautismo. Porque Isabel y Fernando y el príncipe heredero Juan fueron los padrinos de los seis indios. Lo más probable es que ni siquiera comprendieran a qué se debía aquella ceremonia de echarles agua por encima. El pariente más cercano al cacique Guacanagarí se le bautizó como don Bernardo de Aragón. Otro de ellos como don Juan de Castilla y fue acogido en la casa del príncipe, donde vivió desde entonces bajo la orden de ser tratado como si fuera hijo de caballero principal. Las piezas de oro traídas fueron donadas por Colón a la catedral de Barcelona (eso cuenta la tradición). Con ellas, o parte de ellas, fue fabricado un cáliz que desapareció en el siglo XIX, cuando la catedral fue saqueada por los soldados de Napoleón, quienes seguramente lo robaron. Don Juan II, rey de Portugal, estaba que se lo llevaban los demonios, con las tripas revueltas y carcomidas por la envidia. Él, que había tenido la oportunidad delante de sus narices, que le habían propuesto el descabellado proyecto, y por descabellado lo había dejado escapar. Y sin embargo, aquello había supuesto la gloria de sus rivales más directos, Aragón y Castilla. Pero todavía no estaba todo perdido, había un tratado; sí, el Tratado de Alcobendas, que debía darle la razón. Según ese tratado firmado entre Portugal y España, se marcaba una línea imaginaria horizontal en los mares, a la altura de las Canarias, donde se otorgaba todo lo que hubiera al norte de ella a España y todo lo que hubiera al sur para Portugal. Lo descubierto por Colón quedaba al sur, por lo tanto, Portugal lo reclamaba reclamaría como suyo. Los Reyes Católicos no podían creer la pantomima montada por don Juan. En fin, que le enviaron al embajador Lope de Herrera a ver si le hacía entrar en razón, explicándole, que el citado tratado no habla de que esa línea sea infinita hasta dar la vuelta al mundo, sino que se refiera concretamente a las aguas africanas. Pero el portugués seguía en sus trece: las tierras recién descubiertas, según él, eran suyas. Ante la cabezonería del rey portugués, Isabel y Fernando tuvieron que mostrarse firmes y advertirle que se abstuviera de hacer cualquier incursión marítima por aquellos mares. El asunto comenzó a tensarse, pero finalmente se resolvió por vía pontificia; esto es, que el papa Alejandro VI hizo de árbitro dando la razón a España. En realidad, lo que hizo el papa fue dictar una bula en la que repartía el mundo marcando una nueva línea imaginaria de polo a polo, situándola a cien leguas de la Azores y Cabo Verde. El rey de Portugal no quedó muy conforme, pero tratándose de una bula papal, tuvo que aguantarse.Abandonados en un mundo desconocido
Mientras Colón y todos los hombres que habían regresado a España, incluidos los indígenas, gozaban de la mayor gloria que nunca hubieran imaginado, al otro lado del océano, treinta y nueve españoles habían quedado como los primeros colonizadores europeos del nuevo mundo. Si a día de hoy, una exploración espacial llegara a Marte y regresara a la Tierra dejando parte de su tripulación en aquel planeta, las consecuencias podrían ser inimaginables. Posiblemente la locura acabaría con ellos en poco tiempo. En 1493 treinta y nueve tripulantes quedaron en un mundo desconocido para ellos, muy lejos del que habían conocido hasta ahora. Quizás nunca más regresarían a su tierra, ni verían a sus familias. Llegar hasta allí había sido puro milagro que probablemente no se volvería a repetir. Quién sabe si hasta los que habían regresado jamás llegarían de nuevo a España. Probablemente, lo mejor sería resignarse y aceptar que habían quedado allí, abandonados, en un mundo desconocido.Estaban los nativos, que sí, eran hombres como ellos, pero nada había que los uniera, ni las creencias, ni la cultura, ni la fe. El cacique Guacanagarí era amable con ellos, pero aquel no era su mundo. Era como estar solos en un lugar bello e inhóspito a la vez, ni siquiera tenían a sus mujeres. ¿Mujeres? ¿Acaso las taínas no son mujeres? Guacanagarí había pensado en ese detalle. Muchos pueblos tienen por costumbre entregar a sus mujeres como ofrenda o regalo. Los españoles estaban de suerte, los taínos practicaban esa costumbre. Pero bien fuera porque no hubo mujeres para todos o por el desenfreno y el abuso de los españoles, la cosa acabó mal. Los taínos solo entregaban a las solteras. Las casadas debían ser respetadas y con ese fin iban vestidas con las «naguas». Pero hubo algunos que pasaron ese detalle por alto y forzaron a las mujeres casadas. Los pacíficos taínos dejaron de serlo para mostrar su parte menos amable. Solamente la intervención del cacique pudo evitar que los españoles no sufrieran su furia. Pero la cosa fue a más. Olvidadas quedaron las palabras de Colón, aconsejando las buenas relaciones con aquel pacífico pueblo, donde no debían hacer nada que los molestara ni les pareciera ofensivo. Tampoco sirvió de nada dejar al mando a hombres tan responsables como Diego de Arana, Pedro Gutiérrez o Rodrigo de Escobedo. Ellos solo eran tres, contra 36 energúmenos de variadas calañas. Gente que, al fin y al cabo, habían sido reclutados con prisa y en los peores suburbios de los puertos de Huelva. Allí, alejados de la civilización, creyéndose olvidados por el mundo cristiano, habían perdido el sentido de la humanidad. Su mente se había perturbado de tal manera que solo veían oro y mujeres. Cuando los taínos se dieron cuenta que el oro les desaparecía, montaron de nuevo en cólera. No importa el valor que ellos le dieran. Eran adornos de su propiedad y no estaban dispuestos a dejar que aquellos supuestos seres celestiales se los robaran. Porque los taínos empezaban a dudar de su supuesta divinidad. ¿Eran acaso demonios y no seres divinos? Quizás eran demonios y los enviados habían venido a dejarlos allí por haber sido expulsados del cielo.El máximo responsable, Diego de Arana trataba como buenamente podía de contener al cacique, que a su vez tampoco podía hacer mucho más para contener a los suyos. Entonces hubo quien tomó la decisión de abandonar el fuerte. Si los taínos no les facilitaban ni el oro ni las mujeres que querían, irían a buscarlo a la parte de la isla donde los caribes tenían las minas. Hubo división de opiniones. Las órdenes del almirante Colón eran proteger el fuerte como parte de la corona española, no salir de él y exponerse a los peligros de los belicosos caribes. Finalmente quedaron solo diez hombres en el fuerte, los demás salieron a buscar oro y mujeres. Colón jamás volvería a pedirles cuentas, posiblemente yacía ahogado en el fondo del mar de los Sargazos, aquel horrible mar que tan malos recuerdos traía a todos.Pero Colón no yacía ahogado, sino que vivía momentos de euforia por la gran flota de 17 barcos que se disponía a partir de nuevo hacia el nuevo mundo, ajeno a las correrías de aquellos enajenados que se habían internado en el peligroso territorio de los terribles caribes, o para ser más precisos, de la tribu de los ciguayos. Entre los que habían abandonado el fuerte se encontraban dos de los jefes, Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo. Estaban en territorio del cacique ciguayo Caonabo. Se habían encontrado con un indígena al que dieron muerte. Seguramente no estaba solo, pues Caonabo los tuvo localizados enseguida. Aquella isla podía ser un paraíso, pero la selva podía convertirse en un mundo inhóspito o en el mismísimo infierno y allí el rey era el diablo Caonabo. Los españoles estaban a punto de caer en una trampa mortal.En el verano de 1493 Colón volvía de nuevo a Sevilla. Y lo hacía con sus cargos confirmados, almirante, virrey y gobernador de las tierras descubiertas. Todo lo que se había previsto en las capitulaciones. Además, era el capitán general de la nueva expedición. Tal y como le habían pedido los reyes, antes de viajar a Barcelona había hecho las gestiones necesarias para que lo prepararan todo para un segundo viaje. Juan Rodríguez de Fontseca, clérigo, zamorano de Toro, fue quien lo organizó todo creando en Sevilla el Consejo de Indias. Una vez más, como no podía ser de otra manera, la iglesia era la impulsora para que la aventura continuara. Sin embargo, Fontseca no fue elegido por el rey Fernando solo para que organizara el siguiente viaje, sino para marcar de cerca a Colón. Tal como ya hiciera en el primer viaje, que envió a Juan de la Cosa, ahora la tarea de vigilar a Colón en la puesta en marcha del viaje le correspondía al clérigo. Pero Fontseca no era el único encargado de vigilarlo; los reyes, en especial Fernando, no quería que a Colón se le subieran demasiado los humos. Así lo cuenta J. J. Esparza en su Cruzada del océano:«Fernando conocía bien la condición humana y temía que la sed de gloria pudiera llevar a Colón a actuar al margen de la corona. Por eso resolvió llenar esta segunda expedición de hombres cuya lealtad a los reyes estaba fuera de toda duda.»He aquí una lista de los hombres de confianza de los reyes que tomaron parte en la segunda expedición al nuevo mundo:- Bernardo de Boil, franciscano catalán
- Ramón Pané, asistente del primero
- Pedro de Margarit, jefe militar de la armada
- Alonso de Ojeda, hombre de confianza de Fonseca
- Juan Ponce de León, hidalgo vallisoletano
- Diego Alvar Chanca, médico de la corte
- Y nuevamente Juan de la Cosa, espía de Isabel
- Su hermano Diego
- Su hermano Bartolomé
- Miguel de Cuneo
- El mercader catalán Miguel Ballester (primero en fabricar azúcar de caña)
- El piloto marino Antonio Torres
- El comerciante Pedro de las Casas (Padre de fray Bartolomé de las Casas)
Qué ocurrió en el fuerte Navidad
Colón, temiéndose lo peor envía una barca a tierra. Cuando los marinos llegaron encontraron el fuerte quemado y destruido, luego un cadáver, cuyo estado de putrefacción no permitía distinguir la raza, atado a dos troncos de árbol. Luego encontraron otro y otro; eran españoles. «Sepulcral silencio reinaba en torno de aquellos cadáveres» -nos cuenta Pons Fábregues. El almirante quedó aterrado, cuando al regresar la barca le contaban lo que habían encontrado. «Incendiado el fuerte y muertos sus moradores.» Bien sea por señas, bien por las pocas palabras que entre españoles e indios ya comprendían, los taínos pudieron explicar lo ocurrido. «Las gentes que dejara allí Colón, habían irritado con su tiranía y sus desórdenes a los pacíficos súbditos de Guacanagari, despreciando las órdenes y desconociendo la autoridad de Diego de Arana, a quien Colón nombrara su lugarteniente.»Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo, después de matar a un indígena, pasaron a territorio del cacique Caonabo, donde se hallaban las minas de oro. Caonabo fue avisado de la presencia de los extranjeros y mandó que los capturaran. Una vez en su presencia los condenó a muerte y todos terminaron muertos.
«Y temeroso por sus riquezas, resolvió exterminar a todos los extranjeros.»
Caonabo reunió a sus hombres se presentó ante el mismo fuerte donde habían quedado el resto de españoles, Diego de Arana y no más de diez que estaban de su parte, es decir, los que no habían querido seguir a los demás en su locura de conseguir oro y mujeres. Poco pudieron resistir ante el ataque de los caribes.
«Caonabo y los suyos dieron el asalto, despedazando horriblemente a los defensores del fortín e incendiándolo después.»
El fuerte pronto prendió en llamas. Los taínos, con el cacique Guacanagarí al frente se presentaron a prestarles ayuda. Muchos de ellos murieron en su enfrentamiento con los caribes y el propio cacique Guacanagarí resultó herido en una pierna. De los españoles no quedó ninguno.
Colón dudaba. Quizás no habían entendido todo lo que los taínos le habían contado. Algunos ya le aconsejaban que prendiera y castigara a aquellos indios. No, no lo haría. En vez de eso, iría personalmente a ver a Guacanagarí. Desde el principio se había mostrado un buen hombre, no había motivo para dudar de él. Cuando Colón se presentó en su poblado, fue recibido con amabilidad, acompañándolo hasta el mismo cacique que ya sabía que estaban de vuelta. Efectivamente, Guacanagarí estaba en cama y herido en la pierna y lloró al ver al almirante. Todo cuanto le habían contado se lo confirmó de nuevo el cacique. Pero el padre Boil no se fiaba e intentó poner a Colón en contra de los taínos culpando a Guacanagarí, si no de todo, de buena parte del desastre, pensando que no les contaban toda la verdad.
Colón no actuaría en contra de los taínos, no había pruebas de que ellos fueran los culpables de la matanza; el cacique parecía realmente apesadumbrado y siempre había recibido de él muestras de amistad. Dejaría las cosas como estaban y seguirían teniéndolos como amigos. Allí, en aquellas tierras alejadas de España, era lo que necesitaban. Así pensaba Colón y así ordenó que se hiciera.
Colón se lamenta en el fuerte Navidad
Aun con su pierna herida Guacanagarí accedió a acompañar a Colón hasta su barco. No se sabe para qué fue invitado hasta allí; quizás como muestra de amistad, para que el cacique supiera que Colón todavía creía en él, o quizás para que todos escucharan el relato del desastre de sus propios labios, y de sus propias señas. Y estando a bordo, pudo contemplar toda la flota fondeando en la costa. También pudo ver las mujeres indias que llevaban a bordo; las que habían rescatado en las islas de los caníbales. ¿Qué pasaría por la mente del cacique en aquellos momentos? No es difícil de adivinar, en vista de lo que acontecería al día siguiente. A Guacanagarí debieron pasarle por la cabeza muchas cosas. Aquellos seres supuestamente celestiales habían vuelto en cantidad muy numerosa. Podían ser del cielo o de cualquier otro lugar, pero habían demostrado que eran capaces de actuar como el más vil de sus enemigos. Y sobre todo, habían demostrado que tenían las mismas necesidades carnales que ellos. ¿Por qué si no llevaban a aquellas mujeres indias a bordo? ¿Las habían capturado y llevado hasta allí a la fuerza? Él creía en la amistad de Colón igual que Colón creía en la suya, pero aquel espectáculo, con la costa llena de barcos y tanta gente por todas partes, si el cacique tenía algún concepto de lo que era una invasión, aquello lo era, no tenía ninguna duda. No auguraba nada bueno para su pueblo. Algo tenía que hacer
Al día siguiente, las mujeres habían desaparecido del barco. Durante la noche se habían lanzado al agua llegando a nado a la costa. Cuando salieron en su busca no encontraron a nadie en el poblado taíno. Todos habían desaparecido. En algún momento en que nadie pudo advertir, el cacique, mientras estaba en el barco, hizo indicaciones hizo señas a las mujeres para que escaparan durante la noche. Luego, para evitar represalias, huyo con su pueblo hacia cualquier otro lugar de la isla. Para aquellos que ya habían advertido a Colón estaba claro: los taínos eran los culpables de lo que había ocurrido con el fuerte. Sin embargo, el almirante hizo oídos sordos y no salió en busca de los taínos, no habría represalias.
A pesar de todo lo ocurrido, aquella isla era un buen lugar para levantar un asentamiento permanente. No allí, en aquel lugar que ya siempre traería malos recuerdos y que además estaba demasiado cerca del que ahora era su enemigo, Caonabo. Había que buscar el lugar idóneo, así que se pusieron a bordear la costa, hasta que una tormenta les hizo refugiarse en un pequeño recodo, que era como un puerto natural. Cuando la tormenta pasó y bajaron a tierra se dieron cuenta de que aquel era el lugar que estaban buscando. El puerto natural parecía hecho a propósito, una llanura de tierras fértiles, ríos donde abastecerse de agua; y no estaban demasiado lejos de las minas de oro de Cibao, el territorio de Caonabo. Sin duda, era un buen lugar.
En apenas un mes ya había casi todo un pueblo construido con sus calles trazadas, sus plazas, su hospital, su iglesia y unas doscientas casas. Todo ello construido en piedra, tapias de barro y cantos, aunque también se utilizó la madera y la paja. También se distribuyeron las tierras que cada cual se disponía a cultivar, y ya solo faltaba ponerle nombre a la primera ciudad construida en el nuevo mundo. Toda aquella aventura, aquel descubrimiento, aquel encuentro con una nueva civilización se lo debían, más que a nadie, a una mujer: Isabel. La nueva ciudad se llamaría, La Isabela.
Faltaban aún algunos detalles. Había que prevenir otra catástrofe como la ocurrida en el fuerte Navidad. Por tanto, el pueblo debería estar bien protegido de los ataques indígenas al tiempo que había que controlar a los propios habitantes españoles. El marino amigo de Colón Antonio Torres fue nombrado alcalde; como asistente, su hermano Diego Colón; y como autoridad suprema, cuya palabra tuviera valor de ley, Fray Bernardo Boil. Por supuesto.
La vida fuera de sus lugares de origen iba a dar lugar a enfermedades contagiosas. Colón mismo iba a sufrir unas severas fiebres que lo tendrían en cama algunas semanas. El ambiente en la colonia comenzaba a ser preocupante y el almirante pensó que lo mejor sería enviar algunos barcos en busca de médicos, medicinas y provisiones. Pero, ¿cómo enviar los barcos vacíos? ¿Qué iban a pensar lo reyes y el pueblo? Lo mejor sería enviar a Ojeda y Gorbalán a explorar la comarca de Cibao, la tierra del terrible Caonabo, donde están las minas de oro. Si por lo menos pudieran enviar algo de oro a España, la cosa sería muy distinta. Hallaron cabañas desiertas, indios que los recibieron con amabilidad, pero desconfiados; pasaron por desfiladeros y rocas resplandecientes de oro. Al regresar a la Isabela traían algunas piedras veteadas y oro en polvo, regalo de algunos indios; también traían trozos de oro hallados en los cauces y lechos de los torrentes, alguno bastante grandes. Aquellas tierras eran sin duda ricas en ese metal. Los colonos recobraron el ánimo y el almirante estaba satisfecho, ya que al menos, podía enviar a España nuevas muestras de sus prometidas riquezas.
Partieron para España nueve de los buques, al mando de Antonio de Torres, el alcalde de la Isabela, al cual entregó una carta que debía de entregar en propias manos de los Reyes. Con ellos partían también las mujeres y niños que había encontrado en algunas islas, prisioneros de aquellos indios que practicaban canibalismos, que los retenían como esclavos, ya que no todas las mujeres escaparon con los taínos. Colón los enviaba a España para que los instruyesen en la religión cristiana y, para que quizás más tarde, pudiesen regresar y servir de intérpretes y misioneros en su propio país. La flota partió el 2 de Febrero de 1494.
No se sabe con exactitud adónde fueron a parar el cacique Guacanagarí y demás taínos, pero sí se sabe que Colón siguió en contacto con ellos. Quizás volvieron a su poblado o quizás los encontraron allá donde finalmente se instalaron. Fray Bernardo Boil y su ayudante fray Ramón Pané se dedicaron a estudiarlos y a intentar predicarles; el problema era que no se entendían con ellos. Boil se desesperaba, por eso decidió que debía aprender su idioma. Y algo llegarían a aprender cuando Ramón Pané pudo hacer una descripción de los taínos, sus costumbres y creencias.
«Cada uno, al adorar los ídolos que tienen en casa y les llaman cemíes, guarda un modo particular y superstición. Creen que hay en el Cielo un ser inmortal, que nadie puede verlo y que tiene madre, mas no tiene principio; a este llaman Yocahu Vagua Maorocoti, y a su madre llaman Atabex, Iermaoguacar, Apito y Zuimaco, que son cinco nombres. Estos de los que escribo son de la isla Española. También saben de qué parte vinieron, y de dónde tuvieron su origen el sol y la luna y cómo se hizo el mar y dónde van los muertos. Creen que los muertos se aparecen por los caminos cuando alguno va solo, porque cuando van muchos juntos, no se les presentan. Todo esto les han hecho creer sus antepasados, porque ellos no saben leer, ni contar hasta más de diez».
Mientras tanto, los que fueron enviados a territorio Cibao en busca de oro construyen allí un fuerte como lugar donde protegerse en futuras expediciones y al que bautizaron como Santo Tomás. El cacique Caonabo se pone en pie de guerra. Pero la principal preocupación del almirante Colón se centra ahora en el mismo pueblo de la Isabela. Muchos colonos están enfermos y la mayoría de ellos no están cualificados para trabajar la tierra, eran simples aventureros que habían declarado estar capacitados para algo que en realidad desconocían. Y lo peor de todo, muchos de ellos son auténticos bandidos y comienzan a comportarse como tal. Colón, todavía enfermo, decide que hay que poner mano dura y ordena que el jefe militar ponga orden aunque haya que tener mano dura.
De momento, la cosa está calmada. Su hermano Diego queda ahora como responsable de la Isabela y en cuanto regresen los barcos de España con medicinas y otro tipo de necesidades que encargó, todo volvería a la normalidad. Mientras tanto era necesario seguir explorando. Todavía no se encontraba recuperado del todo, pero no había tiempo que perder. Colón creía tenerlo todo controlado, no sabía que lo peor estaba por llegar. Semanas más tarde Guacanagarí fue a visitarlo y encontró al almirante recién llegado de su última expedición; y no le traía buenas noticias, precisamente.
Colón vuelve al cabo de unas semanas, después de haber descubierto tierras nuevas, todo islas, aunque él sigue creyendo que más al este hallará, tarde o temprano, el continente asiático. Llega enfermo, nuevamente sufre ataques de fiebre, y está deseoso de descansar. Y aún así, su hermano Diego tiene que ponerlo al corriente de todo. Las cosas marchan de mal en peor en La Isabela.
«Aquellos hombres, -cuenta Fábregues– ávidos de oro y de placeres, disgustaban a los naturales y acusaban al Almirante de los males que padecían y de los que causaban, a lo cual instigábalos el padre Boil, que se volvió más adelante a España con los descontentos, levantando calumnias contra el Almirante.»
Se repetían los mismos males que habían llevado al desastre a los que quedaron en el fuerte Navidad. Esta vez era mucho peor, pues eran muchos más los hombre que habían venido. Y para colmo, el fraile culpaba de todo a Colón, que era el máximo responsable de la expedición.
Es aquí donde se produce uno de los episodios más oscuros de este segundo viaje, pues son muchos los que culpan a Colón de codicioso, de pensar en enriquecerse y de haber ordenado ejecutar a algunos hombres. Aunque no está claro cómo ocurrió o si el que ordenó las ejecuciones fue el responsable militar de la expedición. Lo único que está claro es que Colón pidió poner orden, antes de caer desfallecido en la cama.
«Entretanto los infelices isleños exacerbábanse cada día más contra los que en un principio habían creído bajados del cielo, y aliándose todos bajo las órdenes de Caonabo, el más poderoso entre los caciques de la isla, opusiéronse con todas sus fuerzas a las tropelías y ultrajes de los españoles.»
Únicamente Guacanagarí no quiso aliarse con Caonabo, a pesar de que su pueblo también sufría las tropelías de aquellos desalmados. Pero el cacique seguía fiel a su amistad con Colón y sabía que él no era partidario de las fechorías de sus hombres. Habían pasado semanas desde su vuelta, el almirante estaba algo mejor de sus fiebres. Le anunciaron que Guacanagarí quería verle y le hizo pasar. Las noticias que le traía no eran agradables, nada había sido agradable desde su vuelta, a excepción de la satisfacción de comprobar que el cacique seguía siendo su amigo. El cacique contó a Colón todo lo acontecido. Los españoles se habían descontrolado estaban causando mucho mal a los indios. Caonabo les había declarado la guerra y ya se habían producido verdaderas matanzas. Y no solo estaba en pie de guerra con los españoles, sino contra los taínos del territorio de Marien, donde gobernaba Guacanagarí. Él mismo había sufrido las consecuencias de haberse mantenido fiel a su amigo Colón, pues Caonabo secuestró y asesinó a su esposa. Y ahora, los amenazados eran los habitantes de La Isabela, donde Caonabo pensaba atacar. Colón escuchó horrorizado cuanto le contó el cacique y le agradeció su visita y su advertencia.
En el otoño de 1494 Antonio Torres vuelve de España con víveres y armas para defenderse de lo que era ya una guerra contra los aliados de Caonabo. Pero Torres también trae un mensaje de los reyes: Colón debe volver a España, los reyes lo necesitan.
La guerra contra Caonabo
En noviembre de 1494 Antonio Torres, alcalde de La Isabela, regresó a La Española con cuatro carabelas llenas de armas y víveres. Aquella ayuda venía a paliar en parte el hambre que se padecía en la colonia, pero seguiría muriendo gente a causa de las enfermedades tropicales desconocidas. Las armas garantizarían un mejor control ante la creciente hostilidad de los indios. Falta les iba a hacer y algo más tranquilo se marcharía Colón, pues Torres traía además una carta de los reyes en la que pedían al almirante su regreso a España para ayudarles en la negociación con Portugal. ¿Qué estaba ocurriendo? Que Portugal, nada más tener conocimiento de que España había tomado posesión de las Indias, había impugnado el acto aludiendo a que aquellos territorios estaban bajo su jurisdicción. En un conflicto anterior entre Castilla y Portugal, el reino vecino había conseguido los derechos de explotación de las aguas e islas del Atlántico, excepto las Canarias. Isabel y Fernando, dándose cuenta de que el tema era delicado, acudieron rápidamente al papa Alejandro VI pidiéndoles una bula que reconociera la soberanía española sobre el Nuevo Mundo. Finalmente, en el llamado Tratado de Tordesillas se trazaron unas líneas que delimitaban qué aguas y qué territorios le correspondían a cada reino. A Colón lo reclamaban los reyes para que les asesorara, aunque cuando llegó ya estaban los tratados redactados y firmados. Aquella llamada era todo un contratiempo para el almirante, que por una parte estaba obligado a acudir, sus propios títulos de virrey estaban en juego. Si Portugal conseguía su propósito, volvería a ser un simple marinero; por otra parte, ¿cómo regresar a España en un momento como aquel? La colonia era un caos y estaban en guerra abierta contra los nativos. Eran las únicas noticias que podía llevar a los reyes. Y aparte de eso, no estaba para embarcarse y cruzar el Atlántico, estando enfermo como estaba. Por no hablar de Margarit y Bernardo de Boil, que ya habrían llegado a la corte y se habrían despachado a gusto ante los reyes despotricando contra él. Sin duda era un mal momento para el viaje. Cuando volviera debía llevar con él una buena baza, un buen argumento que desmintiera cualquier acusación contra su persona. Su regreso a España debía esperar unos cuantos meses. Colón estaba muy débil, pero la colonia debía apaciguarse y debía poner en marcha un plan urgentemente. Sabía que podía depositar su confianza en su hermano Bartolomé y lo puso al frente de una operación de castigo contra los indios de Guatiguaná, los que habían atacado y matado a los españoles de Magdalena. Durante los meses de diciembre y enero, Colón y su hermano se dedicaron de lleno a luchar contra los indios rebeldes. Era febrero de 1495 cuando los españoles se enfrentaron contra los indios de Caonabo. No eran solo españoles, a ellos se habían unido varios centenares de nativos del cacique Guacanagarí, que odiaban a los de Caonabo. Guacanagarí veía una buena oportunidad de vengar el rapto y asesinato de sus esposas. Bartolomé ordenó varios ataques contra Caonabo y todos se saldaron con éxito. Pero la isla es muy grande y el enemigo se dispersa. Colón recibe la visita de Alonso de Ojeda y pone al almirante al corriente de la situación del fuerte de Santo Tomás, donde medio centenar de hombres resisten las embestidas de Caonabo. Ahora, Colón no solo sabía que Caonabo estaba asediando el fuerte de Santo Tomás, sino el territorio por donde se movía. Alonso de Ojeda cabalga hacia el interior con nueve jinetes. Entre Colón y él han trazado un plan para capturar a Caonabo. Cuando Caonabo se entera de que Ojeda se acerca ordena que le dejen pasar, pues es evidente que con nueve jinetes solo puede venir en son de paz. Ojeda se acerca y comprueba que Caonabo no tiene palacios, ni trono, ni ninguna clase de lujos. Caonabo lo mira. Aquel hombre, Ojeda, es el valiente soldado que tan difícil se lo ha puesto para conquistar el fuerte de Santo Tomás. Digno de respeto es, y por tanto, merece la pena negociar con él. Bien, ¿Qué desea este valiente español? El almirante Colón desea que Caonabo visite La Isabela porque desea firmar la paz con él. Eso fue lo que le contó Ojeda. Como prueba de buena voluntad, le será entregada como regalo la campana de la colonia. Caonabo abrió los ojos entusiasmado como un niño, pues la campana era algo, cuyo sonido fascinaba, a la vez que acobardaba los indios. El cacique acepta. Pero no irá solo, sino que se hará escoltar por varios cientos de sus fieros soldados. Ojeda se vio contrariado, porque la exigencia de Caonabo de llevar con él un ejército venía a desbaratar sus planes. Pero no le quedaba otra que aceptar, si no quería que el cacique sospechara que le estaban tratando de tender una trampa. Estaban a varios días de camino, Caonabo, el ejército y los diez jinetes se pusieron en marcha. Y tras varios días, Ojeda decide que va a poner en marcha un nuevo y arriesgado plan para secuestrar al cacique, cualquier cosa antes que presentarse en La Isabela con un ejército de indígenas enemigos. Caonabo marcha tranquilo, pues diez jinetes poco o nada pueden contra cientos de sus hombres que velan por su seguridad. Pero el cacique no tiene en cuenta un detalle: los españoles van a caballo, sus hombres no. Ojeda aprovecha un alto en el camino para descansar y les comunica que están muy cerca de La Isabela. Luego se acerca a Caonabo y le dice que sería una buena idea si se presentara ante el almirante luciendo el regalo que éste le había enviado. Entonces Ojeda saca unas pulseras de metal pulido y se las muestra. Son semejantes a las pulseras que portan los reyes en España cuando van engalanados -le cuenta Ojeda-. Caonabo acepta el regalo y Ojeda se las coloca en ambas muñecas. Ahora –le dice-, lo ideal sería que también se presentara como los reyes de Europa, cabalgando a caballo. Y tras una extraña e inventada ceremonia, le ofrece su montura y le ayuda a subir. Cuando Caonabo ya está encima, Ojeda no pierde ni un instante, da un salto y se sube detrás, el caballo se encabrita y los diez jinetes a la vez salen de allí a toda velocidad, internándose en el bosque. Cuando los indios se dan cuenta de la treta ya nada pueden hacer por más que corren a salvar a su rey, al que han engañado poniéndole unos grilletes (algo que ellos jamás habían visto) para secuestrarlo después.La batalla de Vega Real
Colón no podía creer lo que veía: Caonabo con unos grilletes, prisionero. Nadie más que a un intrépido soldado como Ojeda hubiera podido tener semejante ocurrencia. Caonabo sería llevado a España como muestra de que los cabecillas estaban siendo apresados. Pero a Colón no se le acababan los problemas con la captura del cacique Caonabo. Había muchos más caciques, que al enterarse de lo sucedido, se pusieron en pie de guerra. El 27 de marzo de 1495 se reunieron a unos cien kilómetros de La Isabela, en un lugar al pie de las montañas llamado Vega Real, decenas de tribus furiosas por el secuestro de Caonabo. Cuenta fray Bartolomé de las Casas que hacían un total de 10.000. Es una cifra exagerada y con seguridad el fraile se equivoca. Pero de todas formas eran muchos. Los españoles no eran más de 300, aunque contaban con la inestimable ayuda de los indios aliados de Guacanaganí, no sabemos cuántos, pero debían ser muchos también. En cualquier caso estaban en inferioridad numérica, pero los españoles contaban con la ventaja de un mejor armamento y experiencia en unas tácticas militares que los indios desconocían. A pesar del gran número de enemigos concentrados en Vega Real, la buena noticia era que estaban todos concentrados en un solo punto dispuestos a presentar batalla. Era la mejor manera de combatirlos, en vez de enfrentarse en su propio terreno al amparo de la selva donde se dispersaban fácilmente. Los indios rebeldes contaban con superioridad numérica, eran conocedores del terreno y manejaban a la perfección sus flechas envenenadas. Los españoles tenían ballestas, arcabuces, algo de caballería y sus terribles perros alanos. Pero la mejor ayuda, sin duda, era la de los indios aliados, que hartos de vivir bajo el yugo de Caonabo y demás tribus amigas de este cacique, veían la oportunidad de vengarse. Con Colón enfermo todavía, fueron su hermano Bartolomé y el intrépido Ojeda quienes se pusieron al mando de la coalición entre españoles e indios. La táctica empleada era bien sencilla y elemental. El ejército se dividiría en tres columnas, dos de ellas atacarían por los flancos mientras la tercera, con la caballería al frente, atacaría por el centro. De esta manera daban al enemigo la impresión de que eran muchos más. Los rebeldes apenas aguantaron la embestida de las bien organizadas tropas dirigidas por Bartolomé y Ojeda, que arrasó con sus caballos el centro, mientras por los flancos los castigaban con ballestas y fuego de arcabuz los españoles, y con flechas y lanzas los indios de Guacanaganí. Cuando la situación estuvo controlada, soltaron los perros alanos, provocando una desorganizada retirada que fue letal. Miles de indios murieron y otros muchos fueron hechos presos. La mayoría de caciques se rindió y se entregó a los españoles, otros huyeron y se refugiaron en las montañas. Colón vio la una oportunidad propicia para doblegar a los rebeldes y sacar provecho. Los caciques que se habían entregado eran perdonados, pero a partir de aquel momento tendrían que pagar impuestos en oro y algodón. La colonia estaba por fin pacificada, aunque los problemas estaban lejos de acabar. Acababa la primavera de 1495, Caonabo fue enviado a España, pero murió por el camino. Colón había pacificado la colonia y casi veía el momento propicio para viajar a España, ya que los informes que llevaría a los reyes podían ser positivos, si bien es cierto que todavía quedaban algunas tribus indígenas que no paraban de crear problemas. En cualquier caso, el viaje no podía demorarse por más tiempo, y mucho menos después de que se le presentase por sorpresa un enviado del obispo Fonseca, que quería estar al tanto de todo cuanto ocurría en La Española. Fonseca era el obispo que había organizado el segundo viaje, y había enviado a un ojeador, a Juan Aguado, porque para eso le habían encargado los reyes que vigilara a Colón. ¿Y qué encontró Aguado? Un pueblo donde se habían ahorcado a algunos españoles para dar un escarmiento y poder así tener pacificada la colonia, hombres hambrientos, decepcionados y enfermos, y nativos que pagaban impuestos, mientras otros aguardaban entre los bosques para asesinarlos.Isabel y Fernando[/caption]
A finales del siglo XV nadie había oído hablar de los virus, no sabían qué era, mucho menos cómo podían curarse. La gente enfermaba, padecían fiebres y vómitos, y a la supuesta enfermedad le llamaban simplemente “peste”. Los españoles llevaron virus y enfermedades al Nuevo Mundo cuyos habitantes nunca habían padecido, y por tanto sus cuerpos no estaban mínimamente inmunizados contra ellos. Y a la vez, los españoles se encontraron con enfermedades tropicales a las que sus cuerpos nunca se habían enfrentado. Unos y otros, y en mayor medida los indígenas, sufrieron unas consecuencias espantosas.
No se sabe con exactitud qué impresiones se llevó el enviado de Fonseca, ni qué informes elaboró, tras su visita a la colonia. El trabajo de Colón no podía calificarse de malo, pues la geografía descubierta por el almirante era cuando menos para felicitarlo. No obstante, las condiciones que encontró en La Isabela no eran las más idóneas. De nada serviría explicarle a Aguado las tremendas adversidades a las que allí debían enfrentarse. Colón estaba seguro de que sus informes no serían nada favorables. A los chismes que Margarit y fray Bernardo habrían contado a los reyes ahora se sumarían los malos informes de Aguado, que Fonseca se encargaría de hacerles llegar. Lo mejor era aprovechar la vuelta de Aguado a España y hacer frente a los hechos, dando la cara ante los reyes, que era la mejor manera de defenderse.
Oro, pájaros exóticos, cautivos indígenas… con todo eso partía Colón el 11 de marzo de 1496 de La Española y se presentaría ante Isabel y Fernando para impresionarlos y tratar de dar una imagen completamente distinta a la que habría descrito sus detractores. Zarparon dos carabelas, la India, armada allí mismo, en La Española, y la Niña, muy veterana ya, pero en perfectas condiciones después de haber sido convenientemente reparada. Con Colón volvían a España 220 colonos frustrados, que habían visto en aquella aventura la gran oportunidad de sus vidas, y que sin embargo se habían encontrado arruinados en unas tierras hostiles, donde el oro y la plata no era fácil de encontrar, las tierras no daban para comer y las fiebres se cebaban con ellos sin piedad.
En La Española quedaba Bartolomé con el encargo de Cristóbal de fundar otra ciudad: la Nueva Isabela, junto a la desembocadura del río Ozama, que hoy se conoce como Santo Domingo. Todavía hoy, a uno de sus afluentes que rodea el norte de la ciudad se le conoce como río Isabela. Después de tres meses de travesía, llegaba Colón a Cádiz el 11 de junio de 1496. ¿Por qué tanto tiempo? Por lo visto Colón había querido evitar tempestades y eligió otra ruta, una más, por el sur. Una vez en España, pidió audiencia para ser recibido por los reyes y le fue concedida para el próximo otoño. Por lo visto tenían la agenda bien apretada. Y no era ninguna excusa, pues para ese año andaban ya envueltos en las llamadas guerras italianas, donde el Gran Capitán daba hostias a diestro y siniestro a los franceses que pretendían invadir Nápoles. Pero no solo Italia copaba la atención de Isabel y Fernando; en el norte de África había que tener a raya a los moros, una vez expulsados definitivamente de Granada. Vamos, que tenían fregados por todas partes.
Y a todo esto, los reyes ya habían resuelto el problema con Portugal marcando unas líneas y repartiéndose el mundo a medias; una solución momentánea pero que daría más de un quebradero de cabeza durante toda la llamada “era de los descubrimientos”. Colón llegaba con dos años de retraso desde que le pidieron volver para que los asesorara. Mucho se temía que no estaría de muy buen humor cuando llegara el momento de recibirlo y tendría que echar mano a su mejor palabrería para convencerlos de que su presencia había sido necesaria en el Nuevo Mundo y de que ahora allí las cosas marchaban como la seda.
Solo piedras
Llegado el día, Colón se presentó ante Isabel y Fernando, que lo esperaban en Burgos. Había tenido más de dos meses para preparar su puesta en escena. El almirante se presentó envuelto en un hábito franciscano, como el más humilde de los penitentes. ¿Por qué este cambio? Porque Colón al no poder presentarse con un gran cargamento de oro, ni traer una ruta que los llevara hasta las costas asiáticas, sabía que la única alternativa que le quedaba para seguir con la exploración del nuevo mundo era la religiosa. El Nuevo Mundo estaba abierto a la evangelización, y por ahí quería tocar la fibra sensible de los reyes, especialmente de la reina. Era lo único que Colón podía ofrecer, el poco oro y los animales exóticos que traía eran solo regalos sin importancia. Tres años atrás se presentaba eufórico por una hazaña sin precedentes, haber descubierto un nuevo mundo, ahora se presentaba humilde, pues su descubrimiento no daba los frutos previstos, solo animales exóticos, nativos de piel tostada y poco más; los viajes y la colonización estaban costando una fortuna para nada. Podemos encontrar aquí una similitud con la aventura de los viajes a la luna, cuando se alzaron voces en contra de continuar enviando hombres allá arriba; total, solo traían piedras. El caso es que Colón siempre se las apañaba para, de un modo u otro, impresionar a los reyes. La reina, tal como él esperaba, se vio muy interesada en no dejar pasar la oportunidad de prestar un servicio único a la cristiandad. Sí, habría más viajes y el proyecto seguiría adelante, pero el almirante tendría que armarse de paciencia y esperar a que llegaran los fondos necesarios y se limpiaran las telarañas que en aquel momento inundaban las arcas reales. A los pocos meses, en enero de 1497 Colón pudo enviar a La Española la Niña y la India comandadas por Pedro Hernández Coronel. En la expedición iban noventa agricultores y víveres de primera necesidad. Algunos colonos llevaban a sus esposas, pero no todo eran mujeres casadas. Por primera vez al Nuevo Mundo viajaban mujeres solteras. Mientras Colón esperaba los fondos necesarios para acometer la expedición definitiva anduvo de un lado a otro tratando de buscar financiación privada, pero ya era de dominio público que el Nuevo Mundo no era rentable y nadie estaba dispuesto a invertir en una empresa tan poco segura. Tampoco los marineros estaban muy deseosos de enrolarse en aquellos viajes donde perecía un alto porcentaje de los que se atrevían a emprender tan loca aventura, por lo que, Colón tuvo que echar mano a reclutar a presidiarios condenados por delitos menores. Durante estos días tuvo el almirante un encuentro casual con un cartógrafo italiano, con el que mantuvo una interesante charla. Américo Vespucio se llamaba, y era armador.El tercer viaje
Iban a pasar casi dos años de incertidumbre para Colón, pues no sería hasta mayo de 1498 cuando podría disponer de seis barcos y unos trescientos hombres, que zarparon desde Sanlúcar de Barrameda el 30 de mayo. Por el camino, Colón iba pensando en que debía darse prisa por encontrar Cipango (Japon) y Catay (La India), si no quería que Vasco de Gama se le adelantara por la ruta del este, bordeando la costa africana. Los portugueses sabían que aquella ruta era más larga, pero el litigio con España no les dejaba otra alternativa. Colón nunca llegaría a saber que para llegar al mismo sitio que Gama buscaba por el oeste debía cruzar el océano más grande del mundo. Además, sospechaba que el obispo Fonseca estaba planeando enviar otras expediciones y él Colón, perdería la exclusiva. Necesitaba urgentemente realizar algún nuevo descubrimiento, algún hallazgo que le devolviera la plena confianza de los reyes.Tsunami en la Boca de Sierpe
Colón dividió su flota en dos. Tres barcos cargados de víveres y herramientas viajaron directamente a La Española. Los otros tres barcos buscarían nuevas rutas: la Santa María de Guía, la Vaqueños y el Correo pusieron rumbo sur. Con esta nueva estrategia Colón intentaba encontrar el mítico paso a Asia, y cuando no, siempre podría encontrar nuevas tierras. Tras una parada en Cabo Verde se dirigieron al suroeste con buen viento. Y sorprendentemente, el 13 de julio el viento dejó de soplar. Habían entrado en la región de calmas que tanto temían los marineros, y allí permanecieron por ocho interminables días. Y al noveno día aparecieron los vientos alisios que para el día 31 los llevó finalmente hasta las costas de dos islas que bautizaron como Santísima Trinidad y Bella Forma (Trinidad y Tobago). Allí se abastecieron de agua y víveres y pudieron comprobar quiénes eran sus habitantes: los temibles indios caribes. Continuando con el viaje bordearon otras tierras igualmente bellas que ellos creyeron islas, aunque realmente estaban ante la parte sur del continente, siendo los primeros europeos que veían el delta del Orinoco. Este gran delta forma buena parte de la costa noreste de la actual Venezuela, y enfrente está la isla Trinidad, separada del continente por el canal que lleva el nombre de Colón. Subiendo hacia el norte el canal se estrecha antes de llegar al golfo de Paria. Y fue aquí, en este estrecho que llamaron Boca de Sierpe donde los tres barcos se vieron envueltos por una gigantesca ola; así, de repente, sin que nadie supiera de dónde había salido. Hoy se cree que la ola fue provocada por una erupción volcánica submarina, pero en aquellos entonces nadie sabía qué era lo que provocaban los tsunamis y no supieron a qué achacar aquella demostración de fuerza del océano. Uno más, de los tantos misterios que ofrecía el mar, y que les dio un buen susto. Sobrepasada la Boca de Serpiente y superado el contratiempo se adentraron en el golfo de Paria. A su derecha la isla Trinidad, a su izquierda la parte norte del delta del Orinoco, al norte la península de Paria en Venezuela y la península de Guacharamas en Trinidad. Entre ambas penínsulas hay varias islas dejando estrechos pasos que llaman Bocas de Dragón. El almirante decide desembarcar allí mismo, en las costas de la actual Venezuela donde quedó sorprendido por la belleza de la zona a la que llamó Tierra de Gracia. Sin embargo fue la península de Paria, donde sus habitantes eran pacíficos e iban desnudos con los cuerpos adornados con perlas, lo que más impresionó a Colón, hasta el punto que creyó estar en el paraíso, y así lo expresó en la carta que más tarde le haría llegar a los reyes: “Torno a mi propósito referente a la Tierra de Gracia, al río y lago que allí hallé, tan grande que más se le puede llamar mar que lago, porque lago es lugar de agua, y en siendo grande se le llama mar […]. Y digo que si este río no procede del Paraíso Terrenal, viene y procede de tierra infinita, del Continente Austral, del cual hasta ahora no se ha tenido noticia; mas yo muy asentado tengo en mi ánima que allí donde dije, en Tierra de Gracia, se halla el Paraíso Terrenal.” Era la primera vez que ponían los pies en el continente, aunque ellos no lo sabían. No pudieron explorar mucho más pues el almirante volvía a estar enfermo, volvían las fiebres, perdía la visión y se desmayaba con frecuencia. Ante tal situación pusieron rumbo a La Española, que se encuentra al norte y no tardaron muchos días en divisar. Para el 31 de agosto ya fondeaban en la desembocadura del río Ozama, donde su hermano Bartolomé había fundado la nueva Isabela. El almirante pisaba por fin tierra conocida donde esperaba descansar y recuperarse de su enfermedad.Rebelión en La Isabela
Dos largos años sin noticias de España hacían pensar a los colonos de La Isabela lo peor. Margarit y fray Bernardo habían regresado echando pestes de Colón, luego llegó Aguado y el informe que entregó a los reyes, seguramente no era demasiado favorable. Lo más seguro es que a la llegada a España, Colón hubiera sido encarcelado por su rotundo fracaso y su pésima manera de gobernar las tierras descubiertas. Luego, el proyecto habría sido abandonado, como abandonados fueron los que quedaron en aquellas remotas islas. Así debían pensar muchos de los colonos, que faltos de recursos, en unas tierras donde llegaron con la ilusión de enriquecerse, veían que el sueño se había convertido en pesadilla. Probablemente, uno de los que así pensaba era Francisco Roldán, el nuevo alcalde de La Isabela. Roldán había llegado en el segundo viaje y era uno de los hombres de confianza de Colón. No era un mal hombre, pero aquella situación lo hizo flaquear hasta el punto de sublevarse y buscar apoyos para volver a España en uno de los barcos. Diego, el menor de los hermanos Colón, se opuso al plan y Bartolomé, el mayor, llamó al orden al alcalde y le instó a acatar las leyes. Roldán le contestó que no estaba en contra de las leyes de Castilla, sino de los malos gobernantes como los hermanos Colón. El ambiente se volvió entonces muy tenso. Por la nueva ciudad de Santo Domingo las cosas discurrían con más calma, pero Roldán se dedica a buscar apoyos entre los indios. Algunos le prestan ayuda a cambio de que los liberen de pagar tributos. Pero de pronto, los dos barcos que habían tomado una ruta diferente a los que llegaron a Trinidad y Tobago, llegan a Santo Domingo. Al enterarse de que Colón no solo no ha sido arrestado, sino que ha vuelto con más gente, incluso con mujeres, muchos de los rebeldes cambian de parecer, sin embargo, Roldán sigue adelante con su actitud rebelde. Cuando llega Colón, enfermo y cansado, le cuentan que las cosas andan otra vez revueltas por La Isabela. Pide entrevistarse con Roldan, y éste le exige que los hombres que cultivan la tierra sean asistidos por indios. Solo así las tierras podrán ser productivas. Solo así podrán sobrevivir en aquel mundo. Colón acepta, después de todo, Roldán llevaba razón. El problema, para los indios, era que ese era el comienzo de la esclavitud para ellos, si nadie lo remediaba. Pero… solucionado un problema, se presenta otro. Esta vez es Alonso de Ojeda, el defensor de la fortaleza de Santo Tomas, el que engañó y capturó a Caonabo. ¿Qué le pasa ahora a Ojeda? Que lleva ya muchos años fuera de España y cualquier chominá lo pone de mala leche. A Ojeda ya nada le parece bien, Colón y sus hermanos son unos inútiles incompetentes que no solo no saben organizar la colonia, sino que, cualquier chichiribaila se sale con la suya, como la reciente rebelión de Roldán, que no ha sido castigada, y encima ha conseguido lo que quería, tierras y esclavos para cultivarla. Ojeda es incapaz de entender que no solo con mano dura y ahorcando hombres se puede pacificar la colonia, sino siendo condescendiente. Además, Colón está enfermo y no está para muchas discusiones. Así que Ojeda salió de La Española echando leches rumbo e España. Cuando llegó a Sevilla buscó al obispo Fonseca y entre los dos pusieron a Colón como una ruilla vieja. Lo que Ojeda buscaba era ganarse el favor del obispo y le propusiera para hacer nuevos viajes y explorar por su cuenta aquellas nuevas tierras que Colón había visto más al sur. Aquí el que no corre vuela. A mediados de mayo de 1499 salía del Puerto de Santa María una nueva expedición. ¿Quién iba al mando? Don Alonso de Ojeda. No se había quedado corto a la hora de contratar personajes que le acompañaran. Navegantes de la talla de Juan de la Cosa, el propietario de la Santa María en el primer viaje, o Américo Vespucio iban con él. Y Atención a este Américo, que solo sabía del Nuevo Mundo por lo que le habían contado, y sin embargo daría nombre al continente.El viaje de Ojeda
Amerigo Vespucci, más conocido como Américo Vespucio era un comerciante italiano de Florencia que había llegado a Sevilla y allí se estableció. La intensa actividad comercial de Sevilla le llevó a montar un negocio de avíos navales. Tenía unos 45 años y había hablado en alguna ocasión con Colón. De hecho, cuando el almirante le habló de sus hallazgos, ni siquiera se sintió interesado en el asunto. Sin embargo, para sus adentros, Amerigo sí estaba muy interesado, tan interesado que no paró de buscar la oportunidad para embarcarse e ir a visitar las nuevas tierras. Se habla de que ya en 1497 estuvo allí, pero no hay pruebas de que ese viaje se llevara a cabo. Ojeda se dirigió con sus barcos a las Canarias para acto seguido poner rumbo al Nuevo Mundo. Cruzaron el océano en apenas tres semanas hasta llegar a las costas de Brasil, aunque no saben que se trata de un nuevo continente. Buscan, como ya lo intentó Colón antes de abandonar por enfermedad, un paso hasta Asia, pues creen que todo lo que tienen delante son islas. Parece ser que Ojeda anduvo más o menos por los mismos lugares entre la isla Trinidad y el delta del Orinoco, el cual exploró. También llegó a la paradisiaca península de Paria, donde los indios se adornaban el cuerpo con perlas. Cruzaron la boca de Dragón y continuaron explorando la costa hasta toparse con la isla Margarita. Luego siguieron por una costa que parecía no tener fin, creyendo que bordeaban una enorme isla, hasta que, después de pasar la isla Curaszo, se adentraron en un profundo golfo que bien pudiera ser el paso que iban buscando. Viendo que el Golfo se estrechaba pensaron que por fin, después de pasar aquel estrecho entrarían en un nuevo océano que los conduciría hasta Asia, pero aquel mar nuevo no era más que la prolongación del golfo que hoy llaman lago de Maracaibo. En aquellas costas hallaron pueblos de costumbres sorprendentes. A Américo Vespucio le llamó mucho la atención que construyeran sus casas sobre postes de madera clavados en el agua. Le comentó a Ojeda que aquello le recordaba Venecia. Fue entonces cuando a Ojeda se le ocurrió llamar a la zona Venezziola, pequeña Venecia. Desde aquel momento el golfo fue conocido como de Venezuela, que más tarde daría nombre a todo el país. Llegaron luego a la isla de Curazao donde decidieron desembarcar y no se le ocurrió a Ojeda otra cosa que intentar raptar a una muchacha indígena para levarla a España. Mal le salió el intento, que puso de muy mala hostia a los indios y casi los matan. Juan de la Cosa, el piloto y cartógrafo, fue herido por una flecha y lo pasó muy mal. Más les tenía que haber dao. A ver a qué coño tienen que raptar a la chiquilla. Y después del susto, tuvieron suerte de descubrir que por allí las perlas abundaban y se dedicaron a coger todas las que pudieron, pues en Europa eran escasas y tenían mucho valor. No dejaron pasar la oportunidad tampoco de llevarse algunas muestras de palo de brasil, árbol que terminaría dando nombre a todo el país. Siguieron bordeando la costa de la actual Colombia, mientras Vespucio tomaba nota de todo cuanto veía, como si de un Pigafetta adelantado a su tiempo se tratara, y Juan de la Cosa, escalabrao como estaba, dibujaba el contorno de las tierras por donde pasaban, obteniedo así unos valiosos mapas. Con la tripulación ya algo cansada, Ojeda pone rumbo a La Española, donde llegó el 5 de septiembre de 1499. Al llegar la Nueva Isabela le sale al paso Roldan, que había sido nombrado nada menos que alcalde, y le pregunta si tiene permiso para explorar aquellas aguas. La cosa se pone tensa, pero Ojeda lleva un permiso expedido por el mismo Fonseca, que había pensado en todo, a pesar de que el rey había dejado claro que las nuevas expediciones debían dejar a un lado todo lo descubierto por Colón. En cualquier caso, con permiso o sin él, los recién llegados no eran bienEl enviado
Ojeda y los suyos tuvieron que salir de La Española después de tener alguna refriega con quienes lo consideraban un traidor y un descarado. El mes de junio de 1500 llegaron a Cádiz llevando algunas perlas y… atención, esclavos. Esclavos en España y procedentes de las recién descubiertas “indias”. Ya veremos en qué acaba todo esto. La expedición de Ojeda aportó más valor cartográfico y astronómico que económico. Américo Vespucio, que volvió enfermo de malaria, creía haber estado en Asia, todos ellos lo creían. Al volver escribió una carta a su amigo Lorenzo di Pierfrancesco, donde le detallaba todo el viaje, describiendo la flora y la fauna y todos los datos geográficos y astronómicos recopilados. Estas crónicas acabarían en manos de los monjes Vosgos, que impresionados, acabarían por bautizar aquellas tierras como América. No sería la de Ojeda la única expedición al margen de los viajes de Colón. Otros de los participantes en los primeros viajes pusieron en marcha las suyas propias. Fueron Vicente Yañez Pinzón y Juan Niño. El obispo Fonseca, desde Sevilla, tenía potestad para dar los permisos. Muchos historiadores han visto en Fonseca un enemigo de Colón, de hecho, el obispo no lo tenía en demasiada estima, pero lo cierto es que fueron los reyes quienes tuvieron el acierto de “quitarle la exclusiva” a Colón. Las primeras expediciones habían sido un éxito en cuanto a descubrimientos, pero el intento de colonizar las tierras estaba siendo un fracaso y los beneficios nulos. Había que probar nuevas vías, nuevos navegantes. A pesar de todo, los reyes, sobre todo Isabel, seguían creyendo en Colón. Y por lo visto entendían el gran problema que éste tenían a la hora de barajar tanto cafre al otro lado del océano. Fue por eso que, a pesar de quitarle la exclusiva, ordenaron que nadie pudiera explorar a menos de 50 leguas de los territorios ya descubiertos por él, de los que era virrey, gobernador y no sé cuántas cosas más. Pero volviendo a La Española, donde las cosas no acababan de estar tranquilas, Colón había enviado cartas, en alguno de los barcos que habían ido y venido anteriormente, pidiendo a alguien que le ayudara a impartir justicia. Los reyes, hartos de escuchar por boca de unos y otros que Colón era un completo incompetente, decidieron entonces atender la petición del almirante y ya de paso enterarse por boca de alguien de su confianza, si Colón era la persona cualificada en la que ellos creían o por el contrario los que le criticaban llevaban razón. Además, querían averiguar qué tal se trataba a los indígenas. Los reyes habían ordenado que se les tratara bien, pero la llegada a España de indios para venderlos como esclavos los había puesto en alerta. ¿Quién había mandado aquellos esclavos? ¿Había sido el propio Colón? La persona elegida para la misión fue Francisco de Bobadilla, un caballero aragonés de la orden de Calatrava con fama de religioso honrado, persona sencilla y humilde donde los haya. Nada codicioso y lleno de virtudes. La mejor persona que nadie pudiera elegir para poner orden e impartir justicia en La Española. Una joya. Por eso Isabel y Fernando le nombraron Juez de las Indias Antes de partir, los reyes le dieron una carta que debía entregar a Colón, donde decía lo siguiente: «Nos habemos mandado al comendador Francisco de Bobadilla, llevador desta, que vos hable de nuestra parte algunas cosas quél dirá. Rogamos vos que le deis fe e creencia y aquello pongáis en obra.»Encadenados
Con dos carabelas, la Gorda y la Antigua, Bobadilla llegó a La Española el 23 de agosto de 1500. Cincuenta hombres en cada barco, varios religiosos y 19 de los indios que Colón había enviado a España. Cuando desembarcaron en Santo Domingo, el panorama era desolador. Cristóbal y Bartolomé Colón se encontraban en el interior de la isla sofocando revueltas. En Santo Domingo solo estaba Diego. Bobadilla le preguntó por siete cadáveres ahorcados que había visto al llegar. Eran rebeldes. En las mazmorras aguardaban cinco más que sufrirían el mismo castigo. ¿Qué estaba pasando allí? Lo que estaba ocurriendo es lo que ya se ha explicado antes. La vida en aquella remota tierra no era fácil para los recién llegados. Llegar y adaptarse para vivir como un indio era impensable para los que llegaban pensando en hacerse ricos de forma rápida. Los cultivos fracasaban porque las semillas llevadas desde Europa no germinaban. Los indios que ayudaban no sabían cultivar, al menos a la manera europea. Por consiguiente, la comida escaseaba y lo que llegaba desde España había que racionarlo. Bartolomé de las Casas escribía que el almirante guardaba las vituallas en los almacenes y las distribuía con severidad: «Una escudilla de trigo y una tajada de tocino rancioso o de queso podrido y no sé cuántas habas o garbanzos.» De los 1.200 hombres llegados en el segundo viaje habían muerto por enfermedades o por enfrentamiento con los indios unos 800 y a su vez muchos indios morían por enfermedades transmitidas por españoles. A todo esto había que añadir la última remesa de colonos, casi todos presidiarios. Una mezcla explosiva que estaba convirtiendo las colonias en un verdadero infierno. ¿Quién podía poner orden en semejante casa de locos? Aquello no podía consentirse. ¿Quiénes eran los hermanos Colón para impartir justicia y condenar a muerte a aquellos hombres? Y he aquí el primer error del caballero Bobadilla, religioso honrado, sencillo, humilde y lleno de virtudes; porque Cristóbal… Don Cristóbal Colón era nada menos que Gobernador y Virrey de aquellas tierras, y por consiguiente podía condenar a muerte a cualquier malhechor. Hoy en día suena mal, pero la pena de muerte existía y se aplicaba por cosa que hoy nos escandalizan. Sin embargo, la primera medida que tomó Bobadilla fue detener y encerrar a Diego Colón. Más tarde visitó a los presos que esperaban para ser ejecutados y los puso en libertad. Bobadilla era ahora el gobernador y máximo responsable de Santo Domingo, allí tomo posesión después de encerrar a Diego Colón y allí esperaría la llegada de los otros dos hermanos. Cuando Cristóbal y Bartolomé llegaron, Bobadilla se fue hacia el almirante y le mostró la carta de los reyes. Colón quedó perplejo, pues era cierto que él había reclamado a los reyes que le enviasen a un juez que impartiera justicia, pero no entendía el proceder de aquel sujeto que se había presentado y había encerrado a su hermano nada más pisar La Española. Y menos que lo iba a entender todavía, cuando Bobadilla dio orden de que apresaran y cargaran de cadenas tanto a él como a su hermano Bartolomé. Aquel sujeto, caballeroso y lleno de virtudes, no era más que un tontorrón que se había ganado el favor de los reyes a base de peloteo en la Corte, un lameculos que había caído en gracia. En realidad, era un envidioso que había visto llegar la oportunidad de su vida. Colón estaba mal visto, todo el mundo hablaba mal de él, llevarlo a España cargado de cadenas lo llenaría de gloria y él quedaría como gobernador del nuevo mundo. Bartolomé estaba dispuesto a luchar contra Bobadilla y los suyos para liberar a sus hermanos, pero Cristóbal pidió enviar gente para que negociaran con él y darle instrucciones de su parte. Colón le hizo recapacitar para que no atacara, no quería alzarse en armas contra un enviado de los reyes; eso sí que podía perjudicarlos. Por lo tanto, Bartolomé terminó entregándose. Todos los hermanos Colón estaban ya presos. Ahora, Bobadilla iría a por Roldán, el alcalde de La Isabela que se había rebelado contra los Colón. Todavía quedaban más por encarcelar. Había un cacique llamado Guarionex que en alguna ocasión había pactado con aquellos de los rebeldes que más le convenía, ayudando a unos y a otros según soplaba el viento, buscando sus interese, por supuesto, para eso estaba en su tierra. Pues bien, ese cacique, del que había oído hablar, también lo quería preso. En realidad, Bobadilla estaba haciendo limpieza, quitando de en medio a todos los partidarios de Colón. Más tarde, según cuenta Pons Fábregues: «Bobadilla formó un registro de cuantas injurias y cuantas calumnias quisieron formularle los enemigos del ilustre preso y sin oír los descargos de éste dispuso enviarle a España encadenado y custodiado por una guardia, en unión de sus hermanos, embarcándolos a bordo de la carabela La Gorda, custodiados por el oficial Alonso de Vallejo.» Los hermanos Colón fueron enviados a España en la carabela La Gorda, dicen que encadenados. Sin embargo, otras fuentes cuentan que iban libres de cadenas. Sobre este asunto Pons Fábregues cuenta que Vallejo, que había tenido que disimular su cólera ante el ultraje y la infamia cometidas con el célebre navegante, comunicó sus impresiones al capitán del buque, el viejo marino Andrés Martín, quien también se hallaba indignado al ver preso y con grillos «al vencedor del mar de las Tinieblas», y ambos, llenos de respeto, se presentaron a Colón proponiéndole librarle de sus cadenas. «No, contestó el Almirante con dignidad, agradezco vuestra buena intención, pero mis soberanos me han escrito que me sometiese a todo lo que Bobadilla me ordenase en su nombre; y pues él me ha cargado con estos hierros, yo los llevaré hasta que ellos ordenen que me sean quitados, y los conservaré siempre como un monumento de la recompensa dada a mis servicios.» Sea como fuere, los Colón fueron humillados por Bobadilla, que quedó en La Española a sus anchas. Los hermanos Colón llegaron cautivos al puerto de Cádiz el 20 de noviembre de 1500. Cuentan que, a pesar de que Colón había perdido el favor popular, al verle en aquel estado, sufrió una de esas reacciones tan frecuentes cuando se extrema la persecución contra un personaje que ha prestado eminentes servicios, máxime cuando se trasluce la venganza y el odio personal. Fábregues lo cuenta así: «El interés y la compasión que por todas partes excitaba el ilustre preso, aumentaban la indignación hacia el hombre que con tal inhumanidad había tratado al ilustre navegante que acababa de dar a España un vasto imperio colonial, y los mismos que antes declamaran contra el Almirante eran ahora los primeros en alzar el grito contra su odioso perseguidor.» El almirante había preparado una carta para enviar inmediatamente a Juana de la Torre, muy próxima a la reina Isabel, expresando la amargura de verse cautivo. Colón sabía que esa carta llegaría a la reina y haría su efecto. También envió un mensaje dirigido a Isabel y Fernando, que en ese momento se encontraban en Granada. Cuando éstos supieron que los Colón habían llegado cautivos, dieron orden inmediata de que fueran puestos en libertad. Y no solo eso, sino que tuvieron en cuenta las necesidades que los hermanos pudieran tener hasta ser debidamente atendidos, y les enviaron 2.000 ducados para sus gastos personales. Visto lo visto, podemos hacernos una idea sobre la estima y confianza que los reyes tenían en Colón. También podemos hacernos una idea de la intención con la que enviaron a Bobadilla. ¿Lo enviaron para relevar a Colón en todas sus funciones? ¿Lo enviaron para que lo encarcelara si lo creía necesario? Más bien fue enviado precisamente para lo que el propio Colón había solicitado, para ayudarle a impartir justicia. Pero está visto que Bobadilla se extralimitó en sus funciones nada más llegar, y eso de que hiciera prisionero al protegido de la reina y se lo enviara a España como un delincuente no hizo ninguna gracia a los reyes, sobre todo a Isabel. Pero… que los reyes creyeran en él no quería decir que Colón no tuviera que presentarse ante ellos a dar explicaciones. El 17 de diciembre fue recibido por los monarcas en la Alhambra. Era hora de aclararlo todo.Encuentro con los reyes y cuarto viaje
Haciendo uso de su labia y palabrería de buen comerciante, que tan buenos resultados le había dado siempre ante los reyes, Colón contó su versión de los hechos. Esta vez, el discurso del almirante también le dio el resultado esperado y los reyes se mostraron compresivos y benévolos. Solo unos meses antes, la propia Isabel estaba muy cabreada de solo pensar que Colón pudiera estar implicado en el caso del tráfico de esclavos. «Quienquiera haya recibido esclavos del Almirante devuélvalos inmediatamente, bajo pena de la vida, para que sean restituidos a las Indias.» -había declarado Isabel. Pero ahora, todo aclarado, Colón quedaba eximido de toda culpa. Además, no perdería ninguno de sus derechos ni sus bienes adquiridos con el descubrimiento. Porque como cuenta Fábregues: «Los monarcas no ocultaron su amargo disgusto por los insultos que le infligiera su indigno enviado.» Sin embargo, todo quedó en eso. Y aquí podemos seguir esclareciendo el propósito de los reyes cuando enviaron a Bobadilla. Los monarcas no querían de ningún modo humillar al almirante. Gracias a él se había hecho un gran descubrimiento y eso había que agradecérselo hasta las últimas consecuencias. Pero que fuera un gran marino y hubiera añadido infinidad de tierras a la corona no significaba que fuera un buen gobernante. Había que facilitarle, por supuesto, nuevos viajes y en ningún modo se le iba a quitar su dignidad, pero ya no volvería a ser gobernador ni virrey de las indias. Otras fuentes opinan que, el no enviarle de nuevo como gobernador y virrey fue solo por protegerle, ya que hubiera sido imprudente mandarlo de vuelta donde tántos enemigos tenía. Quizás esta última reflexión no sea desacertada, pues un nuevo cara a cara de los hermanos Colón con Bobadilla y sus hombres hubiera supuesto una guerra entre ellos. A Francisco Bobadilla, en todo caso, le iba a caer una buena. Por habérsele subido los humos, su carrera como gobernador americano le duró un suspiro. Los reyes enviaron rápidamente su relevo. El nuevo elegido fue otro caballero de la Orden de Calatrava, Nicolás de Ovando. Con él viajó Bartolomé de las Casas, que todavía no era sacerdote, y un hombre de confianza de Colón, para velar por sus intereses, que no eran pocos. Atrás quedó Colón, que no había perdido el tiempo con la cordobesa cada vez que viajaba a España, pues eran dos los hijos que le dio, y con los que ahora se reencontraba, criados en la Corte y nombrados pajes de los reyes. Todo un privilegio. Nicolás de Ovando partió para las indias nada menos que con 32 naves y 2.500 personas, sin contar la tripulación, dispuestos a llevar a cabo una verdadera colonización. Al llegar a La Española, depende de la fuente consultada nos dirán que Bobadilla había organizado el gobierno de la isla de manera que casi suponía una insubordinación contra los reyes de España. Bobadilla habría hecho y deshecho a su antojo todo cuanto le permitiera ganarse el favor de los indios, pero también de los maleantes y delincuentes que habían llegado de España para terminar esclavizando a los nativos obligándolos a trabajar buscando oro. Todo esto provocó que la actitud mostrada con los hermanos Colón a su llegada, fuera la misma que tuvieran contra él a la llegada de Ovando. Otras fuentes cuentan que Bobadilla había hecho un buen trabajo pacificando la isla. La llegada de Ovando habría supuesto un relevo del todo normal, pues su trabajo como juez había terminado allí. Ahora era el turno de Ovando, encargado de llevar a cabo una colonización bien controlada. Bobadilla incluso estaba ansioso por volver a España, donde los reyes, agradecidos, le recompensarían acorde a sus servicios. Pero sea como fuere, Bobadilla fue relevado del puesto, aunque no regresó de inmediato a España. donde Colón preparaba su cuarto viaje. Los reyes le dieron el permiso y le facilitaron las cuatro carabelas necesarias: la Capitana, la Santiago de Palos, la Gallego y la Vizcaíno. Solo le pusieron una condición: no acercarse a La Española. Las razones eran muy sencillas: nadie debía interferir en la forma que se había programado para llevar a cabo este intento de hacer bien las cosas, los reyes confiaban en Ovando igual que confiaban en él para lo demás, para descubrir por fin en paso hacia Japón y Asia. Colón aceptó. El 3 de abril de 1502 sale de Sevilla, hace escala en Cádiz y Gran Canaria, y en junio llega a las Bahamas. El 29 de ese mes pasaban cerca de La Española, donde le habían prohibido desembarcar. Sin embargo, Colón, gran conocedor del tiempo meteorológico, preveía que se acercaba una gran tormenta, así que se acercó a las costas de Santo Domingo y pidió que les dejaran refugiarse en su puerto. Ovando le recibió de mala uva y le negó el refugio ordenando que se alejaran inmediatamente. Pero antes de marcharse, Colón observó que preparaban los barcos para partir hacia España, donde viajarían Bobadilla, el alcalde rebelde Roldán y hasta el cacique Guarionex. Colón preguntó cuándo pensaban zarpar, a lo que le contestaron que la partida era inmediata, en cuanto todo estuviera listo. El almirante les advirtió del huracán que se acercaba y les aconsejó que dejaran el viaje hasta después de la tormenta. Su consejo fue desoído. Incluso fue objeto de burlas, ya que él no era nadie para dar órdenes, ni siquiera para dar consejos. Colón salió de allí a toda prisa, buscando un refugio en algún lugar de aquellas costas.Huracán
Cuando comenzara la tormenta nadie podría salir a expulsarlos de allí. Y la tormenta comenzó el 1 de julio. Los 31 barcos ya habían partido hacia España. Colón ya había encontrado un lugar donde echar el ancla a la espera de que el huracán pasara. Un huracán, que según cuentan, jamás habían visto aquellos experimentados marinos. No encontraron ya donde echar el ancla los que marchaban con destino a España. El viento y el gran oleaje destrozaba sin piedad los barcos. Solo 11 de los 31 que zarparon se salvaron, los otros 20 acabaron en el fondo del océano y con ellos, personajes como Bobadilla, Antonio Torres, Pedro Alonso Niño, el rebelde Francisco Roldan, el cacique Guarionex, y hasta un total de 500 muertos. En Santo Domingo, los más supersticiosos contaban que todo se había debido a una maldición de Colón, por haberle sido arrebatado el mando de aquella isla que él había agregado a la corona y de la que era su legítimo gobernador. Pero supersticiones aparte, Colón llevaba razón, y de habérsele hecho caso, se hubiera evitado aquella gran tragedia. Los barcos de la flota de Colón salieron, anclada frente a Santo Domingo, pudo mantenerse a flote, aunque sufrió algunos daños menores. Rotas las amarras fueron arrastrados por las olas y tardaron algunos días en reunirse de nuevo. Y una vez reunidos continuaron su rumbo. Al almirante todavía le quedaba aún mucho por descubrir.La exploración de Centroamérica
El 24 de julio de 1502 estaban frente a Cayo Largo al sur de Cuba. Luego pusieron rumbo suroeste y llegaron a Honduras. Habían llegado al continente, al centro del mismo, a la barrera más delgada de tierra que le impedía llegar a Asia. Quién sabe si los hermanos Colón se hubieran atrevido a adentrarse en el Pacífico, un enorme océano aún desconocido por los europeos, ya que ellos pensaban que al otro lado se encontrarían con el Índico. Recorrieron las costas rumbo sur, navegando frente a las actuales Nicaragua, Costa Rica y Panamá, pero ni rastro de un paso que los dejara seguir navegando a poniente. En sus internadas por aquellas tierras, no estando seguros de si se trataba de una gran isla, conocieron tribus que les hablaban de tierras doradas al otro lado de las montañas. De haber subido hasta ellas hubieran sido los primeros en ver el gran océano que 11 años más tarde descubriría Vasco Núñez. Llegaron a una bahía conocida hoy como Limón y allí pasarían varios meses, pues llegó el mal tiempo y les era imposible navegar. Aquí murió otro de los protagonistas de esta historia, Francisco Martín Pinzón, no hay demasiados detalles de las circunstancias, solo se sabe que murió ahogado. Para no perder el tiempo, Colón decidió que se dedicarían a buscar oro. No debieron encontrar gran cosa, pero su estancia por aquellas tierras fue muy penosa. Mal tiempo, calor asfixiante, hambre. ¿No bastaba la caza y la pesca? Parece que no, y dependían mucho de los víveres que llevaban a bordo, pero estos víveres comenzaban a echarse a perder y debían racionarlos. A esto se sumó la preocupación de ver cómo los barcos se deterioraban a un ritmo alarmante debido al clima y a unas aguas muy diferentes a las que había navegado hasta ahora, eso pensaban ellos, aunque la verdadera causa no la conocían todavía. A principios de enero de 1503 se marcharon de allí, un lugar donde hoy se alza la ciudad de Colón. Guiados por las indicaciones que los indios les habían dado llegaron a un lugar que llamaban Veragua, al norte de Panamá. Allí, según les habían contado, había yacimientos de oro. El 6 de enero llegaron a la desembocadura de un río al que llamaron Belén. El lugar era idóneo para construir un asentamiento y se pusieron manos a la obra. Al lugar lo bautizaron como Santa María de Belén. En efecto, había oro muy cerca, pero pronto se dieron cuenta de que por allí era muy difícil encontrar alimentos. El clima seguía siendo horroroso y para colmo de males, no encontraron buenos vecinos. Los indios que merodeaban cerca de ellos a menudo eran hostiles, y pronto tuvieron con ellos las primeras refriegas. Después de tres meses de constantes conflictos y tras causarles los indios la pérdida de una docena de hombres, el almirante pensó que lo mejor era marcharse de allí.Náufragos en la isla de Jamaica
La nave Gallego estaba inutilizada por culpa de las bromas, y no es broma, es que unos moluscos conocidos como gusanos de la madera, teredos o bromas habían deteriorado de tal manera el barco que no estaba en condiciones de navegar y tuvo que ser abandonado allí mismo en el río Belén. Las tres naves volvieron a pasar por la bahía Limón, donde habían pasado la estación lluviosa, hasta llegar Portobelo. Seguían buscando el paso que nunca nadie encontró, porque no existe hasta las inmediaciones del polo sur, hasta donde tuvo que bajar Magallanes 16 años más tarde. Irónicamente, Colón había pasado aquellos meses justamente en el punto más estrecho que separa el Caribe del Pacífico; y justamente ahí en la bahía Limón, en la ciudad que lleva su nombre, se construyó el canal que finalmente permitiría cruzar de un lado a otro sin tener que bajar tan al sur. En Portobelo, tuvieron que abandonar también la Vizcaíno, que no estaba en mejores condiciones que la Gallego. Las otras dos naves continuaron bordeando la costa. Llegaron hasta las inmediaciones de Colombia, único territorio aparte de la ciudad panameña haría honor a su descubridor y allí renunciaron a seguir buscando el paso, si no querían quedarse en aquellas tierras sin barcos con los que navegar, pues todos estaban afectados por la broma. No les quedaba más remedio que regresar a La Española a repararlos y cargar víveres, aunque fueran mal recibidos. No conseguirían llegar. Era el mes de julio de 1503 cuando navegaban el sur de Cuba y vieron que era imposible mantenerse a flote por más tiempo; las maderas de los barcos habían sido devoradas por los gusanos de la broma, así que decidieron desembarcar en las playas de Jamaica, concretamente en las de Santa Gloria, y allí quedaron varadas ambas naves, mientras los gusanos bromistas se las acababan de merendar, ya más tranquilamente. No estaban demasiado lejos de La Española, apenas 200 kilómetros, pero estaban en una isla desconocida sin medios para salir de allí. ¿O sí los había? Los nativos tenían canoas, así que negociaron con ellos para conseguir una, que bien adaptada con quilla y velas podría hacer la travesía. El capitán de la Vizcaíno Bartolomé Fieschi y Diego Méndez fueron los valientes que se atrevieron a intentar llegar a La Española a pedir socorro. Solo con un milagro conseguirían su propósito y acabar arrastrados por las corrientes o en el fondo del mar por un fuerte oleaje. Y mientras tanto, a Colón y el centenar de marineros que habían quedado en Jamaica no les quedaba otra que esperar. Solo había un problema que resolver, el de la comida. Colón se encargó personalmente del tema negociando con los nativos, para estos casos siempre iban provistos de pulseras, cascabeles y demás baratijas de metal, que tanto gustaban a los indios tanto americanos como asiáticos, como se demostraría años más tarde. Pues bien, con esta bisutería, Colón consiguió que los abastecieran de comida cada día. Y una vez conseguido esto, se aseguró de que los marineros no anduvieran por ahí haciendo el gamberro y no molestaran a los indios, sobre todo a las indias. Sus casas ahora serían los dos barcos que permanecían varados en la playa y de allí no saldrían sin permiso de Colón bajo ninguna excusa. Vivir hacinados en un barco no debe ser fácil. No sabemos cada cuanto tiempo podían bajar a tierra, dar paseos por la playa o adentrarse isla adentro, pero sabemos que pronto comenzaron a sufrir enfermedades y desnutrición. Los meses pasaban y nadie venía a socorrerlos, nadie sabía hasta cuando estarían allí, presos en dos barcos fantasmas. Llegó el mes de diciembre y los marineros no podían aguantar más. Los hermanos Diego y Francisco de Porras sublevaron a los demás y estalló un motín. Muchos se echaron a la mar en canoas para llegar a La Española, pero les fue imposible y pronto regresaron a Jamaica, aunque no volvieron a los barcos e instalaron su propio campamento lejos de Colón. Sin medios para construir una embarcación de tamaño considerable para escapar de allí, a Colón y sus hombres no les quedaba más remedio que seguir esperando un milagro que se resistía a llegar. Pero lo que llegó fue la negativa de los nativos a seguir proporcionándoles alimentos a cambio de unas baratijas que ya nadie entre ellos apreciaba. Estaban hartos de cascabelitos y trozos de vidrio que no servían para nada. ¿Qué pretendían los extranjeros, vivir a sus expensas? Tal vez la pregunta que nos venga a la mente sea, ¿por qué después de tantos meses, sin saber si alguna vez saldrían de allí, no intentaron integrarse en alguna tribu, cooperar en las labores de cultivo o algo así? Nunca sabremos la respuesta, pero quizás la integración entre ellos y sobre todo la comunicación, no fuera tarea fácil. Sobre todo, no era tarea fácil controlar a los marineros, que tarde o temprano la hubieran liado parda violando a alguna muchacha, estando todos más quemaos que el palo un churrero. Y Colón eso lo sabía.Eclipse
Era el 26 de febrero de 1504 cuando los indígenas se negaron a darles alimentos, que por cierto debían ser escasos cuando la mayoría estaban desnutridos. Si no buscaban una solución urgente morirían todos sin remedio. Colón no tardó en encontrarla. Siendo como eran los marineros de la época, supersticiosos y muy devotos, el almirante debió pensar que el cielo le echó un cable, y lo cierto es que se lo echó. En uno de los libros de a bordo había leído que el día 29 de ese mes habría un eclipse de luna que se vería perfectamente desde aquellas islas. También tuvo suerte de que los nativos le anunciaran el corte de suministros tres días antes del evento. El caso es que Colón se fue hacia los caciques y les hizo la siguiente advertencia: si seguían negándose a facilitarles alimentos, rogaría a Dios para que los castigara haciendo desaparecer la luna. La noche del 29 de febrero los indígenas acudieron a la playa donde estaban los extranjeros. Colón les pidió que estuvieran atentos a cuanto ocurría y cuando vio llegado el momento se puso a rezar y a improvisar ceremonias extrañas. Poco a poco, ante el asombro de los indios, la luna comenzó a oscurecerse. El terror se apoderó de ellos y suplicaron que la luna volviera. El almirante rezó de nuevo y la luna volvió a aparecer. La comida ya no sería un problema. En cualquier caso, seguían sin poder marcharse, con la incertidumbre de no saber cuánto duraría su cautiverio en aquella isla. De momento ya duraba ocho meses. Las enfermedades seguían acosándolos y el propio Colón era presa de las fiebres. Construir balsas era una locura, no sobrevivirían en medio del mar o muy pocos conseguirían llegar a su destino. Los hombres estaban desesperados y comenzaban a amotinarse, cuando de pronto vieron lo que tanto habían estado esperando: un barco en el horizonte. Fieschi y Méndez habían conseguido llegar a La Española a pedir socorro. Pero Colón no solo les había enviado a pedir que los rescataran. No confiaba en que Ovando les enviara un barco que viniera a rescatarlos (y no se equivocaba), por eso les confió una carta que debían hacer llegar como fuera a los reyes. En ella Colón denunciaba y se lamentaba por haber sido despojado de lo que consideraba legítimamente suyo, pues así se hacía constar en las capitulaciones de Santa Fe “Yo vine a servir de 28 años, y ahora no tengo cabello en mi persona que no sea cano, y el cuerpo enfermo, y gastado cuanto me quedó de aquéllos, y me fue tomado y vendido, y a mis hermanos hasta el sayo, sin ser oído ni visto, con gran deshonor mío”. Isabel y Fernando (más Fernando que Isabel), como ya hemos visto, habían decidido que la colonización tomara otro rumbo y habían apartado a Colón de sus planes. El almirante, sin embargo, gasta mucho cuidado de no culpar a los reyes directamente, sino que acusa al nuevo gobernador de haberse extralimitado y les dice confiar en que se hará justicia. “Es de creer que esto no se hizo por su Real mandado. La restitución de mi honra y daños, y el castigo en quien lo hizo, hará sonar su Real nobleza; y otro tanto en quien me robó las perlas, y de quien ha hecho daño en ese almirantado. Grandísima virtud, fama con ejemplo será si hacen de vuestras Altezas agradecidos y justos Príncipes. La intención tan sana que yo siempre tuve al servicio de vuestras Altezas, y la afrenta tan desigual, no da lugar al ánima que calle, bien que yo quiera: suplico a vuestras Altezas me perdonen.” Por último, suplica que vengan a rescatarlos, tan poca es su esperanza en que los rescate Ovando, a la vez que informa de la oportunidad de aprovechar la ocasión para evangelizar a aquellos “salvajes llenos de crueldad.” “Yo estoy tan perdido como dije: yo he llorado hasta aquí a otros: haya misericordia ahora el cielo y llore por mí la tierra. En lo temporal, no tengo ni una blanca para ofrecerla; en lo espiritual, he parado aquí en las Indias de la forma que está dicho: aislado en esta pena, enfermo, aguardando cada día por la muerte, y cercado de un cuento de salvajes y llenos de crueldad y enemigos nuestros, y tan apartado de los Santos Sacramentos de la Santa Iglesia, que se olvidará desta ánima si se aparta acá del cuerpo. Llore por mí quien tiene caridad, verdad y justicia. Yo no vine este viaje a navegar por ganar honra ni hacienda: esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta. Yo vine a V. A. con sana intención y buen celo, y no miento. Suplico humildemente a V. A. que, si a Dios place de sacarme de aquí, que haya por bien mi ida a Roma y otras romerías. Cuya vida y alto estado la Santa Trinidad guarde y acreciente.” La carta fue enviada por Fieschi y Méndez apenas llegaron a La Española y encontraron un barco que partía para España. No obstante, debían intentar volver a Jamaica a rescatar a los hombres que habían quedado allí. Fueron a comunicárselo al gobernador Ovando, pero éste hizo oídos sordos, no le impresionaba lo más mínimo si Colón y sus hombres estaban en problemas. Ovando no estaba dispuesto a traer a La Española a Colón, lo quería lejos de allí. Le era indiferente que su vida y la de un centenar de hombres más, estuviera en peligro. Solo al cabo de varios meses accedió a enviar un barco a Jamaica, no para traerlos de vuelta, sino solamente para observar qué estaba ocurriendo, Ese era el barco que vieron acercarse lentamente a Jamaica.Rescatados
Los hermanos Porras, junto con una parte de la tripulación que se habían unido a ellos, vagaban amotinados por la selva. Los fieles a Colón estaban al borde de amotinamiento también. Pero entonces llegó el barco y todos se calmaron. Todos se creyeron de repente a salvo. Pero cuando bajó a tierra el capitán del supuesto barco salvador, se limitó a entregar a Colón una carta de Méndez, comunicándole que su carta había sido enviada a España y que no tardaría en llegar otro barco que los salvaría. Tal como había supuesto Colón, el miserable de Ovando no movería un dedo por rescatarlos. Había que armarse de paciencia y esperar. Tenía plena confianza en que los reyes no los abandonaría, había que dar ánimos a sus hombres y enviar un mensaje a los amotinados de Porras: la salvación era cuestión de poco tiempo y si volvían no habría consecuencias. Pero Porras no confiaba en Colón y creía que nada más llegar a La Española lo entregaría a la justicia. Querían que el almirante se comprometiera a darles privilegios y tierras en los territorios recién descubiertos y no permanecer bajo su mando. Pero escarmentado como estaba por haber mostrado debilidad con Roldan, pensó que si Porras no se venía a razones, lo mejor era mostrarse inflexible y no ceder. Pidió a su hermano Bartolomé que cogiera cincuenta hombres y marchara a “negociar” con Porras. Varios rebeldes murieron al presentar resistencia, Porras fue capturado y regresó cargado de cadenas, los demás huyeron, se dispersaron por la selva y no volvieron a verlos más. Terminando el mes de junio de 1504 llegó por fin el barco de Méndez con víveres y todo lo necesario para atender a los enfermos y llevárselos de aquellas playas donde habían permanecido nada menos que un año. El almirante y sus hombres eran trasladados a La Española donde permanecerían unos meses antes de poner rumbo a España. No hay información que nos diga si hubo algún contacto entre Colón y Ovando durante este tiempo; el gobernador no quería tenerlo cerca y el almirante seguramente no quería verle la cara a quien no hizo nada por socorrerle. El 12 de septiembre Colón partía definitivamente para España. Doce años atrás había llegado hasta allí después de una formidable aventura que lo convirtió en héroe. Ahora volvía del paraíso descubierto como un fracasado. Par colmo, su último viaje había acabado de forma catastrófica. Sus cuatro barcos perdidos. Náufrago en una playa por un año entero. Su salud más deteriorada que nunca. Había descubierto nuevas tierras, eso sí, y un yacimiento de oro. Era todo lo que podía ofrecer a los reyes a su vuelta. Pero había perdido su condición de virrey, sus territorios… aunque no se rendiría y defendería sus derechos hasta el fin de sus días. A su llegada a España Colón se iba a encontrar con algunas cosas nuevas. El cardenal Cisneros se hacía cargo de la evangelización de las Indias, y en Sevilla, la ciudad mejor comunicada y con el puerto mejor protegido de cuantos daban a aguas del Atlántico, se había creado en 1503 la Casa de la Contratación. Con esta creación se aseguraba el control de la corona sobre el tráfico con el Nuevo Mundo. El obispo Fonseca ya había venido controlando este tráfico por encargo de los reyes, pero a partir de ahora todo quedaba centralizado en este órgano de gobierno. Estaba claro que Colón había perdido definitivamente la exclusividad sobre el Nuevo Mundo, algo que, por otra parte, era de esperar y completamente lógico. Sin embargo, el almirante se sentía despojado de algo que sentía suyo, pues así se lo habían prometido y escrito en las capitulaciones de Santa Fe donde se le nombraba «virrey y gobernador en todo lo que él descubra o gane» con carácter vitalicio y hereditario.Frey Diego de Ovando
A efectos prácticos, Diego de Ovando hizo un trabajo impecable en La Española. En lo personal fue un auténtico cabrón sin escrúpulos. Y no ya solo por haber tenido el cuajo de no salir en ayuda de unos marineros que se encontraban en serios apuros. No está claro si ya en aquella época existía algún código de conducta que obligara a acudir en ayuda de quienes sufrían una desgracia en la mar. O aunque solo fuera por simple humanidad. Sin embargo, el abandono de Colón y sus hombres fue lo más suave que llevó a cabo, Ovando fue un matarife que no dudó en perpetrar auténticas carnicerías con tal de conseguir su objetivo. No estaba dispuesto a fallar precisamente donde falló Colón, en mantener a raya a los indígenas. Su trabajo fue premiado por el rey Fernando, que solo tuvo en cuenta el resultado y no las consecuencias. Sin embargo, su conducta hizo que se alzaran algunas voces entre los clérigos, que querían cumplir con el mandato de la reina de evangelizar a los indios, pero no estaban dispuestos a consentir que llegaran más locos dispuestos a exterminarlos con tal de conseguir sus ambiciosos objetivos. Diego de Ovando tenía el título religioso militar de Frey, (otras órdenes utilizan Fray) y era un hombre que se había ganado la confianza del rey Fernando. En él confiaba para poner orden en la colonia donde Colón no paraba de tener un problema tras otro. Aunque quizás el almirante ya le había hecho a Ovando la primera parte del duro trabajo de conquistar toda una isla a los nativos. Hay que recordar que había quitado de en medio a su principal enemigo Caonabo. Sin embargo, Caonabo todavía iba a traer mucha cola, sobre todo su viuda, la cacica Anacaona. Los caciques que se levantaron contra los españoles en la batalla de Vega Real fueron derrotados, pero muchos de ellos se refugiaron en las montañas para reorganizarse y continuar con la rebelión. Ovando llevó a cabo una campaña tras campaña a cuál más sangrienta para hacer frente a la rebelión y apaciguar la isla, hasta el punto de condenar a muerte a Anacaona, la viuda de Caonabo. Anacaona, según cuentan los que la conocieron, era una mujer excepcionalmente bella, y a la vez con mucho carácter. Sin embargo, estos indios no eran tan intratables como podemos pensar, o eso es lo que se desprende cuando un español pudo casarse nada menos que con la hija de Anacaona, Higüemota, igualmente bella. Fue Hernando de Guevara, compañero de Ojeda, quien le echó el ojo y quedó prendado de ella. Higüemota se hizo cristiana y se bautizó como Ana. Y de aquel amor nació una niña, Mencía. Pero Hernando cayó en desgracia al ser acusado de conspirar contra Ovando, fue apresado y enviado a España para ser juzgado, de donde nunca más volvió. Ana y su hija quedaron al cuidado de Anacaona. La cacica fue ganando popularidad entre los indios hasta el punto de que unos 80 caciques se sometieron a ella y fue nombrada reina de Jaraguá, la región del suroeste donde habitaba Anacaona. Cuenta una crónica que un tal Sebastián de Vitoria, en vista de que Guevara tuvo éxito con la hija, quiso intentarlo con la madre y ya de paso hacerse rey de Jaragua. Pero Anacaona le dio calabazas y Sebastián salió de allí despechado y jurando vengarse. Mientras tanto Ovando iba masacrando a los indios taínos hasta que Anacaona se dio cuenta de que no tenían nada que hacer ante aquel despiadado invasor, salvo y tratar de llegar a un acuerdo de paz. La cacica organizó un encuentro con los españoles donde estarían presentes la mayoría de caciques de Jaraguá. La reunión tendría lugar en un caney, construcción de madera y paja grande que servía para las asambleas de los caciques. Nicolás de Ovando acudió con sus hombres a la reunión, y estando ya en el poblado y con todos los caciques dentro del caney recibió un aviso del despechado Sebastián de Vitoria. Anacaona le había preparado una trampa para asesinarlos. Ovando entonces ordena incendiar el caney. Fue un horror. La mayoría de caciques murieron abrasados y Anacaona fue hecha prisionera. A su hija y nieta se las respetó y permitió mantener sus posesiones, pero la cacica fue llevada a Santo Domingo para ser juzgada por traición y condenada a la horca. No sería la última matanza llevada a cabo por Ovando, todavía hubo que aplastar algún foco de resistencia más, hasta que la rebelión fue totalmente erradicada. Diego de Ovando hizo un trabajo impecable, con unos resultados excelentes. Había que apaciguar La Española y eso era lo que había hecho, aunque en España no a todos les gustó el método empleado. Sobre todo a la reina Isabel, que montó en cólera y prometió castigar duramente a Ovando. Por fortuna para Ovando, la reina Isabel caía enferma, y Fernando, sobre aquella empresa, pensaba de forma más... “práctica”, de manera que pasó por alto aquellos hechos tan graves y no solo los dejó sin castigo, sino que los premió. Al rey lo único que le importaba era la consolidación de un proyecto en el que ya se habían invertido muchos recursos. En cuanto a Isabel, estaba muy enferma y gastó sus últimas fuerzas en redactar su testamento, en el cual hacía especial hincapié en la defensa de los indios.Isabel
Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando. Era el supuesto lema de los Reyes Católicos, que por cierto, aquel mismo año recibieron del papa Alejandro VI el título oficial de Católicos. Y aunque lo cierto es que en el escudo solo reza “tanto monta” y tiene su origen en la admiración de Fernando por Alejandro Magno, no lo es menos que Isabel “montaba tanto” como el rey. En la unión de ambos reinos (que no la unión de ambas coronas, eso vendría más tarde), Isabel ya mostró su carácter y dejó bien claro algunas cosas. Su matrimonio con Fernando de Aragón la convertiría en reina consorte de Aragón, pero en Castilla la reina era ella. Fueron dos coronas aliadas, juntas, pero no revueltas, donde Fernando era rey de su reino e Isabel del suyo, lo cual no significaba que no hubiera toma de decisiones y políticas comunes, pues ambas coronas estaban destinados a unirse con el paso del tiempo. Isabel era profundamente religiosa y ya desde el primer momento en que Colón trajo indígenas a la corte sintió que aquella misión era cosa de Dios, y se propuso llevar su fe al Nuevo Mundo, objetivo que consiguió con éxito. Pero no fue solo fe lo que Isabel hizo llegar a los indios, sino que se preocupó porque no recibieran maltrato. Debido a esto, la conquista de América no sería una conquista al uso. En alguna ocasión ya se ha hablado del sistema español a la hora de “colonizar”. Por cierto, colonizar no viene de Colón, ya que esta palabra viene del latín ya existía mucho antes de que el almirante naciera. La semejanza es pura coincidencia. Pues bien, el sistema de colonización llevado a cabo en América fue ni más ni menos que el heredado de Roma: añadir provincias al reino y formar un imperio; con un añadido: por mandato de la reina no se permitía hacer esclavos entre los nativos. Las cosas hubieran rodado mejor para los colonos españoles si se hubiera hecho al estilo portugués en Asia: llegaban, se establecían en las tierras ricas en especias, y esclavizaban a los nativos, que eran los que trabajaban y recogían las cosechas. En América para colmo no había especias. Tampoco abundaba el oro, aunque había mucha tierra por cultivar y empezar de nuevo, eso sí, pero al primer intento de esclavizar nativos se encontraron con la negativa de la reina, que además envió frailes, no solo para evangelizar, sino para que vigilaran que a los indios no se les maltrataba. El propio Colón recibió una reprimenda en su intento de traficar con esclavos nativos y le dejó bien claro que tal barbaridad no entraba en sus planes. Por supuesto que, a tanta distancia, el mandato de la reina se diluía, escapando a todo control, por muchos religiosos que enviara a vigilar. Hubo esclavos, si no nativos, traídos de África, y abusos de todo tipo. Y hubo denuncias por parte de los frailes donde destacó fray Bartolomé de las Casas, gran defensor de los indios, aunque ella insistía en que el abuso no era el objetivo de aquella misión. No todo fueron abusos, ni hubo genocidios, ni nada parecido, como ahora les ha dado a algunos por difundir; hubo también liberación de pueblos oprimidos que vieron su salvación en los españoles. Hubo integración, españoles que se casaron con indias e indios con españolas, tal como ya la misma Isabel había aconsejado que se hiciera; un mestizaje que no practicaron otros países tras sus conquistas. Para ser justos con el rey Fernando, hay que decir que también apoyaba el afán de su esposa por la protección de los indios, aunque hayamos visto cómo en el caso de Ovando hiciera la vista gorda tras el resultado obtenido. Isabel enfermó estando en Medina del Campo y falleció el 26 de noviembre de 1504 debido a un cáncer de útero. Tenía 53 años. Se llevó a la tumba el disgusto de ver cómo a pesar de sus esfuerzos por proteger a los indios, en La Española se había llevado a cabo una auténtica masacre. No obstante, iba a dejarnos un testamento que cambiaría algunas cosas en la historia del mundo. Dejó lo que podríamos considerar las primeras declaraciones de Derechos Humanos: “Por ende, suplico al rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido, que así lo hagan y cumplan.[…] No consientan ni den lugar a que los indios. […] reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, sino que manden que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido, lo remedien...”Los pleitos de Colón
- El oficio de almirante de la Mar Océana, vitalicio y hereditario, en todo lo que descubra o gane, y según el modelo del almirante mayor de Castilla.
- Los oficios de virrey y gobernador en todo lo que él descubra o gane.
- La décima parte de todas las ganancias que se obtengan en su almirantazgo.
- Que todos los pleitos relacionados con las nuevas tierras los pueda resolver él o sus justicias.
- El derecho a participar con la octava parte de los gastos de cualquier armada, recibiendo a cambio la octava parte de los beneficios.»
- Se confirma el cargo de almirante de las Indias a perpetuidad para los Colón.
- No se conceden los cargos de virrey y gobernador general de las Indias
- Se constituye y concede un señorío compuesto por toda la isla de Jamaica, con el título de marquesado de Jamaica y un territorio de 25 leguas cuadradas en Veragua, con el título de ducado de Veragua.
- Se confirma y concede a los Colón la posesión de sus tierras en la isla la Española y a perpetuidad los cargos de alguacil mayor de Santo Domingo y de la Audiencia de la isla.
- Se otorgan rentas de 10.000 ducados anuales a los Colón así como 500.000 maravedíes por año a cada una de las hermanas de Luis Colón.
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