Carlos, rey del mundo

Juana fue avisada de que tenía visita y salió de sus aposentos. Una pareja de jóvenes le esperaban. Uno de ellos, el varón, se acercó a ella, le cogió la mano y se dispuso a besársela en señal de respeto. Juana retiró la mano y no se lo permitió. En lugar de eso, se abrazó a él. Luego se abrazó a la chica. «¿De verdad sois mis hijos? ¡Carlos, Leonor, habéis crecido tanto! 


Una visita inesperada

Tordesillas, 4 de noviembre de 1517
¡Alabado sea Dios! Ciertamente, niños, ha debido costaros un gran esfuerzo y dificultad llegar tan lejos, no me extraña que estéis agotados y cansados, y puesto que ya es muy tarde lo mejor sería que os retiraseis a descansar hasta mañana.» Así contaba un cronista flamenco que viajaba con Carlos, el encuentro entre Juana y sus dos hijos mayores.  

Habían partido el 8 de septiembre desde los Países Bajos en una flota de 40 barcos, nada menos que 4.000 personas. Cuentan que cada vela del barco donde viajaba Carlos lucía, una la imagen de Cristo, otra la de la Virgen y otra la de un santo patrón de no sé dónde. El cronista flamenco Laurent Vital contaba admirado que: «En verdad resultaba algo espléndido ver en la alta mar de España la flota armada de este gran y poderoso príncipe, con cuarenta grandes y poderosos navíos, los mejores que pudieran encontrarse en parte alguna, todos bien equipados, surtidos y preparados con todo lo necesario para viajar, y con muchos soldados, artillería y pólvora y otras municiones de guerra, y una gran abundancia de suministros de comida; todos con las velas desplegadas, que pareciesen desde lejos castillos flotando en la mar».  

Doce días más tarde, el 19 de septiembre de 1517 llegaban a Asturias y desembarcaron en Villaviciosa. Fue todo un contratiempo que no habían previsto: 4.000 personas de pronto, en un pequeño pueblo, en pleno invierno. Los habitantes de Villaviciosa hicieron cuanto pudieron por atenderlos. «Durmiendo sobre paja o madera. El rey y los señores hicieron de la necesidad virtud, cada uno de ellos poniéndose manos a la obra.» En varios días, durmiendo cada noche en un pueblo distinto, recorrieron más de 100 kilómetros. La gente de los pueblos les llevaba vino, carne y pan; y según sigue contando el cronista los caballeros y damas tenían que ayudar con la tarea de prepararlo todo.  

Llegados a San Vicente de la Barquera el 29 de septiembre, Carlos cayó enfermo. El príncipe, no es que no estuviera acostumbrado a los climas húmedos, pues peores deben ser los días de invierno en Flandes, pero quizás los pasaba plácidamente al calor de la lumbre, y aquellas jornadas de fina lluvia y frio viajando por Asturias y Cantabria le pillaron desprevenido. Todo quedó en un simple resfriado, y después de unos días de descanso emprendieron de nuevo la marcha.  

Al día siguiente de visitar a su madre y a su hermana pequeña Catalina, debían continuar hasta Valladolid. Pero antes, Carlos quería hablar con Catalina. Tenía 10 años y nunca antes la había visto, la conoció la noche anterior. Se había mostrado tímida, retraída y callada. Le había dado muchas vueltas al asunto aquella noche antes de quedarse dormido. Catalina estaba sufriendo un encierro injusto. Era más que evidente que aquella niña no estaba teniendo una infancia normal, sin otros niños de su edad a su lado. Ni siquiera su habitación era normal, oscura y sin ventanas. Carlos decidió proponerle que se fuera a vivir a la corte, a lo que Catalina contestó ilusionada que sí.  

Solo puso una condición que dejó a Carlos admirado, pues ponía de manifiesto la bondad y madurez de una niña de tan corta edad: si su madre la necesitaba, debían dejarla volver de inmediato. También le advirtió que en cuanto su madre se enterara de lo que pretendían no la dejaría marchar. Carlos aceptó la condición y propuso sacarla de allí a escondidas. Cuando Juana se dio cuenta de que Catalina había desaparecido gimió y dio alaridos de dolor, como un animal desesperado.  

Cuando Carlos fue informado del drama, habló con Catalina para que volviera junto a ella. Sin embargo, se ocuparía de que las cosas cambiaran en la casa donde vivían. El dormitorio de su hermana fue reconstruido y se le añadieron ventanas (por lo visto querían evitar que Juana huyera por ellas), su guardarropa renovado con ropajes más alegres para su edad, y se le concedió permiso para asistir a misa, ya que Juana evitaba todo contacto con la religión. Desde ese momento, en la casa no debía faltar la asidua presencia de jóvenes nobles de ambos sexos. Se dispuso tuviera unos buenos educadores y en definitiva, se procuró que su vida fuera la de una niña normal, buscando un equilibrio para no separarla de su madre sin que tuviera que estar recluida.  

 

Aquí yace la esperanza de España

Nadie puede saber lo que nos depara el destino. El de España no fue el que debió ser, aunque tampoco sabremos si, de haber sido otro, hubiera sido mejor, o tal vez peor, el caso es que, fue el que fue. Sin pretender convertir el párrafo en un trabalenguas, lo cierto es que se podría afirmar, sin temor a equivocarnos, que el rumbo que iba a tomar España tras la muerte de Fernando el Católico no fue, ni de lejos, el que habían imaginado él y la reina Isabel. Y esto es fácil de deducir viendo cómo Fernando estuvo dispuesto a echar por tierra los planes de unificar España, de haber tenido descendencia con Germana de Foix, a la vista de que todo lo proyectado junto a Isabel iba a quedar en manos de una demente (su hija Juana) y de un ambicioso traidor (su yerno Felipe).  

La desaparición de la dinastía Trastámara, desde luego, no debía estar en el pensamiento de los reyes, mientras criaban a sus cinco hijos, hacían prosperar dos reinos peninsulares destinados a unirse, conquistaban un tercero (Granada) y plantaban sus estandartes al otro lado del Atlántico. No obstante, eran muy conscientes de lo que hacían al colocar a sus hijas en las principales cortes europeas, cometiendo el gran error de pactar no uno, sino dos matrimonios con un imperio que más que imperio era un galimatías de difícil calificación. Del pacto matrimonial del heredero Juan con Margarita de Austria poco se puede objetar, la chica fue una nuera que incluso cayó bien en la corte castellana. Pero ¿qué necesidad hubo de emparejar a Juana con un niñato malcriado como Felipe? En aquel momento ninguna, aunque el tiempo se encargaría de demostrar su utilidad, aunque fuera a un alto precio.  

Francia era una piedra en la bota de Fernando. Aragón se expandía por el Mediterráneo, Portugal exploraba las costas africanas llegando cada vez más abajo, Francia ambicionaba quedarse con Italia, pero allí estaba Fernando de Aragón, impidiéndole atravesar los estados pontificios, para que no se hicieran con Nápoles. Una vigilancia y un guerrear constantes que conllevaban grandes gastos. La doble alianza con Austria fue, desde un punto estratégico, una buena jugada para dejar a Francia aislada y sin apoyos, pero a la larga, no fue para nada beneficiosa. Quizás un buen trato con el país vecino, meditado a conciencia, un intercambio, o venderles Nápoles, si tanto la anhelaban, hubieran traído mejores beneficios al proyecto unificador español.  

En Juan estaban depositadas todas las esperanzas, hubiera sido el rey que la España unida necesitaba. Lo habían educado desde su nacimiento para ser rey, todos coincidían en que estaba bien preparado, pero su débil salud no le permitió cumplir el sueño de sus padres y ni siquiera dejó descendencia. Con él, escribía Pedro Mártir de Anglería, yacía la esperanza de España. Su hermana Isabel también moría, y tras ella su único hijo Miguel. Parecía como si la dinastía Trastámara estuviera maldita y condenada a desaparecer. Y así fue. Y no es que desapareciera la familia, pues María, reina consorte de Portugal, tuvo diez hijos y algunos de ellos llegaron a ser reyes; o Juana, que tuvo seis, siendo Carlos el heredero; lo que ocurre es que las dinastías las transmitían los varones, aun siendo ellas, como en el caso de Juana, las que transmitían la corona. Por eso cuando se habla de la desaparición de la dinastía Trastámara, que aportó a España, quizás los reyes más mediáticos de todos los tiempos, se suele tomar el asunto con cierto dramatismo, pero en realidad no es más que lo mismo que ocurre cuando en una familia solo nacen mujeres, el apellido acaba perdiéndose, aunque la sangre permanece.  

Puede incluso que el tema nos preocupe ahora a nosotros más de lo que en su día preocupó a sus reyes. No creo que a Fernando e Isabel les preocupara el apellido de sus nietos, sino la actitud de sus padres, y está claro que ni Isabel se fue tranquila a la tumba con un yerno como Felipe ni Fernando sufrió una crisis nerviosa al ser informado de que su hija quedaba viuda. Tampoco nos equivocaremos demasiado al pensar que Fernando no se fue demasiado contento al otro barrio sabiendo que todo su proyecto quedaba en manos de un desconocido nieto que encima era extranjero. Mucho, mucho más tranquilo se hubiera ido de haber dejado España en manos de su otro nieto Fernando, que más tarde demostraría ser un buen elemento al lado de su hermano Carlos. Pero lo peor de todo este tema no era quién venía a gobernar, sino, en qué se convertía España a partir de ese momento. Hispania, España, acabada la reconquista, casi unida por completo, y habiendo abierto rutas de ultramar, a punto de convertirse en un imperio, dejaba de serlo para formar parte de otra cosa que ni los propios historiadores se ponen de acuerdo qué era. Una vez más, España formaba parte de un imperio, pero no era el imperio, aunque el emperador llevara sangre española. Una vez ya fue parte de Roma, pero no fue Roma, ni siquiera cuando algunos de sus emperadores llegaron a ser hispanos.  

 

El Imperio Carolingio y el Sacro Imperio Romano Germánico

Europa y Asia eran, desde el punto de vista de sus habitantes, la misma cosa, una extensión de tierra infinita. Y realmente lo es, de ahí que se le llamara y aún hoy se le llame Eurasia. Desde Asia menor (Turquía) Europa es la tierra donde se pone el sol, que vendría a ser el significado de su nombre: puesta de sol, de la raíz de las lenguas semíticas “ereb”. El término Europa será adoptado por los griegos, y por supuesto, pasaría a formar parte de su mitología como una bella dama, que sería seducida por el pervertido Zeus, usando una de sus usuales triquiñuelas.  

Los llamados bárbaros o tribus más allá del Rin pronto comenzaron a poner sus ojos en Roma. Muchos eran los que querían cruzar e integrarse, otros preferían hacerles frente, y finalmente, las tribus germánicas acabaron pactando con Roma como estados federados que defendían las fronteras del imperio. Hasta que desde Asia llegaron otras tribus más “bárbaras” aún todavía, que empujaron a los germánicos hacia el sur, buscando el amparo de Roma.  

El imperio se dividía en dos. La parte oriental perdía su identidad latina y la occidental agonizaba lentamente hasta colapsar por completo. Los godos quedaban diseminados por las provincias hispanas y galas. Hasta la península itálica quedaba en manos bárbaras. La roma bizantina hacía sus últimos intentos por recuperar los territorios occidentales, pero finalmente Hispania y las provincias galas se convierten en reinos godos independientes. Entre Hispania y la Galia nacería el reino de Tolosa, pero perdidos parte de los territorios al otro lado de los Pirineos se convertiría en el reino de Toledo, donde implantarían su capital. 300 años aproximados perduraría el reino visigodo, durante los cuales hubo más borrascas que calma, aunque sirvieron para consolidar a Hispania (España) como unidad política, religiosa y cultural, dando buena cuenta de ello en sus escritos personajes tan sobresalientes como Isidoro de Sevilla.  

Y para acabar de arreglar estas borrascas llegan los musulmanes allá por el año 711. Un tal Carlos Martel (Martillo) se emplea a fondo y no les deja invadir Francia. Los francos eran tribus germánicas, y al igual que había ocurrido en la península Ibérica, habían ido conquistando terreno a Roma hasta formar su propio reino. A la muerte del rey franco Pipino el Breve, el 24 de septiembre del año 768, el reino se divide entre sus dos hijos. Ya hemos visto que esta manera de repartir las herencias era muy habitual en España; y en todas partes las normas eran muy parecidas. En la práctica, y muy a pesar de que la intención del difunto fuera la de contentar a todos los hijos, la división de los reinos no hacía más que debilitarlos, a la vez que provocaban rencillas y conflictos entre hermanos. Aquí los herederos eran dos: Carlomagno y Carlomán. Además, venía a ser un impedimento en el proyecto de los francos de unificar Europa bajo una misma fe: la católica.  

Reunidos en asamblea general, los francos proponen proclamar rey a ambos hermanos con la condición de repartirse equitativamente el gobierno, de esta forma se evitaba la división del reino. La proposición es aceptada por uno y otro, aunque los partidarios de Carlomán solo fingen estar de acuerdo y sus intenciones son romper el pacto más adelante. Durante tres años en que los dos reinaron hubo algunos conflictos, pero en diciembre del año 771 muere Carlomán y todas las disputas quedan zanjadas, dejando a Carlomagno como único rey.  

Carlomagno nació entre el 742 y el 748, nadie está seguro del año de su nacimiento. Era nieto de Carlos Martel y de él heredó su nombre. Lo de Magno le vino luego, pues fue conocido como Carlos el Grande, aunque se habrá notado que lo de Carlo y magno ya forman un nombre compuesto. En fin, que hubo muchos grandes y muchos magnos que quisieron pasar a la historia con el sobrenombre de Alejandro, que fue grande de verdad.  

 

Carlomagno, en definitiva, se propuso conquistar de nuevo todo el territorio del Imperio Romano de Occidente. Comenzó conquistando Lombardía y más tarde se enfrentó con los ejércitos del Imperio Bizantino, donde no había emperador, sino una emperatriz, Irene de Atenas. ¿Recuerdan ustedes a Gala Placidia, reina de los godos y emperatriz regente de Roma? Pues esta fue emperatriz de verdad, la única que existió en el Imperio Romano de Oriente. Quizás un día hablemos de ella a fondo, de momento, solo diremos que a la muerte de su esposo el emperador León IV, al ser su hijo Constantino VI menor de edad, se la nombró regente del imperio. El caso es que, al cumplir Constantino la mayoría de edad, ella no quiso soltar el poder y llegó a ordenar que dejaran ciego a su hijo para que no le disputara el trono. Así se las gastaba esta mujer, que por cierto, era de origen humilde y solo destacó por su gran belleza, que fue por lo que León IV la hizo su esposa.  

Al proclamarse Carlomagno protector del estado pontificio de Roma, Irene lanzó sus ejércitos contra los galos, a los cuales consideraba unos intrusos (y lo eran), pero los bizantinos fueron vencidos y ahora toda Italia estaba bajo el dominio de los francos. El 1 de diciembre del año 800, Carlos fue coronado emperador por el papa León III y fue en aquel momento cuando fue conocido con el sobrenombre de el Grande. Aquella coronación fue como reconocer que el Imperio Romano de Occidente se había reconstruido, y él, Carlomagno era su heredero.  

El nuevo emperador llegó a conquistar casi toda Europa central y tuvo un intento de introducirse en España, aunque sus ejércitos fueron vencidos por los vascones. Tras la derrota pensó que era mejor centrarse en sus conquistas europeas y dejar que los cristianos españoles combatieran a los musulmanes. Únicamente se adueñó de una franja a este lado de los Pirineos donde fundó unos condados que harían de área defensiva para que los musulmanes no llegaran a Francia. Fue la conocida como Marca Hispánica, cuyos condados se irían integrando entre los reinos hispanos tras la muerte de Carlomagno. Cuentan que en los condados catalanes se construyeron tantos castillos para defender la marca hispánica, que de ahí le viene el nombre de Cataluña. Castlá significaría castillo y castlans sería tierra de castillos. De ser cierta esta teoría, Cataluña y Castilla compartirían nombre.  

Pero no nos apartemos del tema, el caso es que Carlomagno era muy vivo y aprovechando el desconcierto provocado por los musulmanes nos quitaron un buen cacho de terreno que al final volvería de nuevo a manos hispanas, pero mientras tanto aquí se luchaba contra el moro, él se forjaba un formidable imperio, el Imperio Carolingio, nombrado oficialmente por el papa como continuación del Imperio Romano de Occidente, aunque ya nada sería lo mismo, por mucho que se quieran imitar las cosas. Carlomagno moría el 28 de enero de 814 y su imperio quedaba en manos de su único hijo superviviente, Ludovico Pío, también conocido como Luis el Piadoso.  

 

Según la tradición germánica, la herencia debía repartirse entre los hijos. Al ser Ludovico el único hijo superviviente, no hubo problema y el imperio permaneció intacto, lo cual vino a contentar a los partidarios de conservar el imperio y no crear divisiones. Sin embargo, a su muerte, todo lo conquistado por Carlomagno quedaría dividido en tres franjas, una para cada uno de sus nietos. La parte oeste sería para Carlos el Calvo, el centro para Lotario y el este para Luis el Germánico. Dos de estas franjas formarían la Francia actual, y la tercera, más occidental, insistiría en el empeño de darle continuidad al antiguo Imperio Romano.  

Los descendientes de Luis el Germánico reinarían hasta la muerte de Luis IV en 911. Murió con solo 12 años. Los líderes alemanes eligieron como sucesor a Conrado I, y muerto éste le sucedió Enrique, llamado el pajarero, y al pajarero su hijo Otón I en el año 936. Otón consiguió un gran prestigio al derrotar a los húngaros en la batalla de Lechfeld, Hungría dejó de ser un peligro para el reino germánico, emprendieron relaciones diplomáticas y a cristianizarse. Todo ello le valió a Otón la bendición papal y la coronación como emperador en 962. El reino germánico se convertía así en Imperio y se expandiría hasta ocupar todo el centro de Europa, sobreviviendo hasta el siglo XIX. Podemos ya intuir por qué Francia quedó encajonada entre dos imperios, hasta que el enano chiflado Napoleón decidió apoderarse de ambos y convertirse él mismo en emperador.  

El Sacro Imperio coloreado en rojo superpuesto sobre el mapa actual de Europa
 

Lo llamarían Sacro Imperio Romano Germánico y no pretendía convertirse en una gran nación, más bien se buscaba una unidad cristiana. Cada reino o condado mantendría su soberanía, pero sus duques, condes o reyes debían obediencia al emperador. El Imperio fue algo así como una gran confederación de naciones y tiene cierta semejanza con la actual Unión Europea. Visto así, suena bastante bien y parece una forma de gobierno bastante avanzada para su tiempo. En la práctica, el Sacro Imperio era bastante complejo y los conflictos y guerras se sucedían una tras otra. Esto fue lo que heredó nuestro Carlos, el hijo de Juana la loca, que además se encontró el añadido de los reinos que sus abuelos españoles se habían afanado en unir, y un “plus ultra” de un Nuevo Mundo que se había descubierto más allá de las Columnas de Hércules.  

Flandes, Borgoña y el Toisón de Oro

Hemos estado viendo durante el relato de la historia de Isabel y Fernando, cómo Felipe, llamado el hermoso, fue archiduque de Flandes y duque de Borgoña. Flandes, o lo que hoy se conoce como Holanda o Países Bajos, son heredados por Carlos I de España y V del Sacro Imperio. Mucha sangre se dejaron los soldados españoles en aquellas tierras, y al hablar de Flandes siempre nos viene a la mente aquel célebre cuadro de Velázquez: La rendición de Breda, también conocido como Las Lanzas. Por eso, hora es ya de saber cómo y por qué vino a parar a manos de nuestros reyes, y por qué se luchó tanto por un país con el que poco o nada nos une.  

Con la región de Borgoña, situada al este de Francia, sí que nos unen algunas cosas, porque Constanza, la esposa de Alfonso VI, por ejemplo, era borgoñesa, y su hija Urraca fue reina de León, y los sobrinos de Constanza fueron nombrados por su marido condes de Galicia y Portugal. Borgoña fue un estado independiente entre el año 880 y 1482, aunque nominalmente eran un ducado vasallo de Francia. Mas o menos lo que ocurría con el condado de Castilla, formado a partir de la expansión del reino de Asturias hacia el este y que terminaría tomando forma de estado autónomo y reino.  

En Francia, tal como pasaba en España, los condados y los reinos iban cambiando sus fronteras, uniéndose o particionándose, según pactos y convenios de sus gobernantes. En 1363 Juan II le dio el título de duque de Borgoña a su hijo pequeño Felipe, que se casaría con Margarita III de Flandes. En ese momento, Borgoña y Flandes quedan unidas.  

María de Valois, la esposa de Maximiliano I de Austria, fue la última duquesa de Borgoña como estado independiente. Luis XI, apodado el prudente, pero también el Araña, aprovechó la muerte del padre de María para anexionarse el ducado, por lo que, Francia y Austria entran en guerra. María muere al caer de un caballo y Maximiliano firma la paz con Luis. Borgoña se incorpora a Francia y Flandes a la casa de Austria. No obstante, los Habsburgo seguirían reclamando el ducado, aunque Francia nunca cedería. Felipe el hermoso, hijo de Maximiliano, heredaría Flandes, pero de Borgoña solo heredó el título de duque, y como tal, se declaró vasallo del rey de Francia, y de ahí, aquellos chanchullos y tejemanejes que Felipe se traía con los franceses y que tanto incomodaban a su suegro Fernando.  

Al título de duque de Borgoña ni siquiera su hijo Carlos renunció, ya que este título tenía y sigue teniendo en la actualidad demasiado prestigio, al dar acceso a ser maestre de la Orden del Toisón de Oro, algo así como la Orden de Santiago en España. La Orden del Toisón de Oro nació tras la fusión de Borgoña y Flandes, aunque hubo más territorios que se unieron a estos dos, como Artois, Brabante, Luxemburgo, Limburgo, Henao, Zelanda y Holanda. Fue al duque Felipe, llamado el bueno, a quien se le ocurrió crear aquella institución que garantizara la fidelidad de los principales magnates de todos aquellos condados y feudos. A cambio, todos podrían participar en la vida política de lo que prometía ser un país independiente.  

La orden está inspirada en la Jarretera, la orden de caballería más antigua de Inglaterra. Felipe el bueno había sido invitado por los ingleses a formar parte de ella, pero él prefirió crear la suya propia en 1429. Llegó a tener tanto prestigio que ha llegado hasta nuestros días, siendo el actual Maestre Felipe VI en España y Carlos de Habsburgo-Lorena en Austria.  

De esta manera, los Países Bajos, pasaron a manos de Carlos de Habsburgo, hijo de Felipe el hermoso y Juana de Castilla, apodada la loca, territorio que ya formaba parte de un vasto imperio, del que ni siquiera Carlos imaginaba sus dimensiones.  

Carlos apenas conoció a su padre. De su madre no guardaba ningún recuerdo cuando la vio en Tordesillas; y con algunos de sus hermanos tuvo su primer contacto al llegar a España. El 11 de noviembre, después de visitar a su madre, Carlos y Leonor se dirigieron a Mojados donde se encontrarían con su hermano Fernando, que tenía 14 años. Había venido a recibir a sus hermanos haciendo todo un despliegue de jinetes, obispos y parte de la nobleza, con un colorido ondeo de banderas. Hay quien cuenta que Carlos no hablaba y apenas entendía español, sin embargo, otros aseguran que su abuelo Fernando se encargó de enviarle a algunos maestros para que le enseñasen el idioma del reino que un día le tocaría heredar. Y en efecto, puede que no lo supiera a la perfección, pero no le costó demasiado entenderse con su hermano pequeño Fernando.  

No solo se entendieron con el idioma, sino que nació entre ellos una gran amistad que perduraría toda su vida. Tan entusiasmado estaba Carlos con el encuentro de su familia que impuso a su hermano la Orden del Toisón de Oro. Mientras tanto, su consejero Chièvres, conocido en español como Guillermo de Croy, se afanaba en preparar su entrada en Valladolid. Según el cronista flamenco Vital: «había tanta gente en los campos y a lo largo de las carreteras que apenas se podía pasar».  

«La entrada en Valladolid se realizó con más de seis mil hombres a caballo, entre los cuales había más de trescientos vestidos de oro, y otros muchos con ropas de seda, habiendo grandes señores y caballeros luciendo enormes cadenas de oro. Resulta difícil poder describir y dar a entender tanto la riqueza del atuendo real como la magnificencia de su entrada en la ciudad de Valladolid, pues nunca en Castilla hizo su entrada un rey tan noble y excelso como este, como muchos viejos burgueses y mercaderes de Valladolid confesaron. El joven príncipe iba ataviado con coraza, pero sin casco, pues su cabeza estaba cubierta por un gorro de terciopelo negro con una pluma blanca de avestruz que se mecía con elegancia, y sobre el gorro un gran penacho de cuyo extremo colgaba una enorme perla oriental con forma de pera.»  

Durante una semana estuvieron acudiendo los nobles con sus familias a saludar al nuevo rey. El 27 de noviembre, Carlos y Fernando cabalgaron para recibir a Germana, la reina viuda de su abuelo Fernando, que venía a presentar sus respetos. Cuentan las malas lenguas, que nada más verla, Carlitos le echó el ojo, y como solo era 10 años menor que ella, (Carlos tenía 17 y Germana 27) nació entre ellos una intensa aventura amorosa.  

A finales de enero, Carlos volvió a Tordesillas, donde pasó una semana con su madre y la puso al corriente de todo cuanto pretendía hacer. En principio había convocado las Cortes de Castilla en Valladolid en nombre de ella, la reina Juana. Su madre acudió a la convocatoria que se celebró el 4 de febrero. Se la veía bastante cuerda, hasta orgullosa de estar al lado de su hijo, y no dudó en reconocerlo como rey. Ambos fueron proclamados gobernantes conjuntos el 7 de febrero, en una ceremonia celebrada en la iglesia de San Pablo. En la práctica, Juana nunca tomaría parte activa en el gobierno y terminada la ceremonia volvió a su casa.  

Volviendo al tema del idioma, lo que está claro es que le costaba hablarlo y entenderlo, aunque hay que decir que Carlos llegó a ser un verdadero políglota. Pues además del flamenco y el español que acabaría aprendiéndolo a la perfección, hablaba francés, alemán e italiano. El historiador Menéndez Pidal cuenta una anécdota que dice que Carlos hablaba español a Dios, italiano a las mujeres, francés a los hombres y alemán a los caballos. Seguramente se trata de una broma, pero pone de manifiesto que Carlos no tuvo nunca problemas a la hora de comunicarse en ningún rincón de su vasto imperio. Pero a sus 17 años, recién llegado a España, todavía le costaba mantener una conversación, hablando siempre por él su consejero Guillermo de Croy. Esto no contribuyó precisamente a su popularidad, pues comenzaban a verlo como un mero instrumento en manos de su consejero. Sin embargo, aquella mala impresión comenzó a cambiar con la presencia de su hermano Fernando, siempre a su lado y apoyándolo en todo, a pesar de su juventud.  

Tú a Flandes, yo a Valladolid

Carlos ya había sido confirmado rey de Castilla junto a su madre, ahora le tocaba una dura prueba, ser confirmado rey de Aragón. A mediados de abril llegaron a Aranda de Duero donde pasaron dos semanas. Allí cada uno de los hermanos cogería un camino distinto; Fernando era enviado lejos de España, a los países bajos. A Carlos le habían aconsejado que lo hiciera. Era un trámite necesario. El día 20 de abril de 1518 se despidieron. «Cuando el rey estuvo listo ambos hermanos montaron a caballo y saliendo de Aranda, más de media legua, en donde el camino presenta una encrucijada, allí ambos hermanos se despidieron. Don Fernando quiso apearse, pero el rey no lo consintió, y a caballo y descubiertos se abrazaron estrechamente, casi sin hablar... con los ojos llenos de lágrimas».  

Era bien sabido que Fernando gozaba de un amplio apoyo popular. Muchos eran quienes pensaban que era él el que debía heredar las coronas de Castilla y Aragón. Por eso, para evitar conflictos, Fernando debía ser alejado de España. Si lo que cuenta el cronista es cierto, Carlos debió pasar un mal trago al tener que desterrar a su hermano nada más conocerlo. Es difícil saber qué pasaba por la cabeza de un niño de 14 años al ser obligado a abandonar la tierra donde nació y creció. Pero Fernando ya estaba al corriente de lo que iba a suceder antes de conocer a su hermano.  

Al morir su abuelo había quedado como regente el arzobispo Cisneros, que recibió instrucciones para hacer los preparativos necesarios, junto a una carta dirigida a su hermano comunicándole que a su llegada debía partir para Flandes. No era un exilio, solo un alejamiento para prevenir conflictos. La carta, decía así: «he sido informado que algunas personas de vuestra casa hablaban mal en desacatamiento y perjuicio de mi persona y hacían otras cosas dignas de castigo, y algunas dellas se ha desmandado a hablar y escribir a algunos grandes, y a ciudades desos reinos, cosas escandalosas y bulliciosas».  

Todo venía a raíz de los comentarios de algunos nobles, que decían que el rey había dejado a su nieto Fernando como heredero del trono de Aragón. Cierto es que lo hizo, pero fue en un primer testamento que luego fue modificado: el definitivo dejaba bien claro que el heredero sería Carlos. El joven Fernando se limitó a obedecer; el destino le compensaría con creces su fidelidad.  

El día 9 de mayo llegaban a Zaragoza, después de hacar paradas de cortesía en cuantos pueblos iban cruzando. Las Cortes de Aragón fueron convocadas en el palacio de la Aljafería, donde después de largos debates fue reconocido rey juntamente con su madre Juana el día 29 de julio de 1518. Por aquellos días, una epidemia de tifus golpeó la corte acabando con la vida de uno de sus consejeros, el canciller Jean le Sauvage. Mientras tanto, a su hermana Leonor ya se le había preparado una boda: Manuel de Portugal buscaba esposa de nuevo en España, después de quedar viudo, primero de Isabel y luego de María, dos de las hijas de los Reyes Católicos. Manuel tenía ya 50 años y Leonor 21.  

El 24 de enero de 1519 abandonaban Zaragoza para dirigirse a Lérida con la intención de ser reconocido por los catalanes. Luego deberían marchar a Valencia, a Andalucía, y así, reino tras reino y condado tras condado. Tengamos en cuenta que España llevaba camino de convertirse en un solo reino, pero cada antiguo reino conservaba sus fueros y sus leyes, algo así como las autonomías actuales, y cada una de ellas debía reconocer formalmente a los nuevos monarcas. Valencia era el siguiente reino por visitar, pero la peste retrasó la visita y entre tanto surgieron otros imprevistos. Carlos envió una embajada para que le reconocieran por escrito, pero los valencianos se negaron y exigieron que el rey estuviera presente. No pudo ser, por el momento, pues estando en Cataluña recibió la noticia de que su abuelo Maximiliano había muerto y se le reclamaba para ser nombrado esperador del Sacro Imperio.  

Antes de morir Maximiliano, quiso dejarlo todo atado y bien atado promocionando a su nieto Carlos para que fuera elegido Rey de Romanos, título indispensable para poder ser elegido luego Emperador. Los emperadores alemanes no heredaban el trono de sus antecesores, sino que eran elegidos por siete príncipes del imperio. Cualquiera podía ser elegido, incluidos los reyes de otros países. Para suceder a Maximiliano eran candidatos los reyes de Inglaterra y Francia. Pero el viejo emperador austriaco tenía demasiada influencia y también demasiado dinero, aunque no fue él quien llevó a cabo los sobornos, sino su hija Margarita, que supo maniobrar enviando grandes regalos a los príncipes electores para que su sobrino fuera el elegido. En septiembre de 1518 Margarita recibía desde Alemania la gran noticia: «El pasado viernes, los electores decidieron por cinco votos de siete, que elegirían como Rey de Romanos a vuestro sobrino Carlos.» En cualquier caso, era solo una promesa, había que esperar a que la votación fuera oficial. Para entonces, la salud de Maximiliano flaqueaba cada día más y decidió marcharse a las montañas del Tirol con la intención de recuperarse, pero en vez de eso murió a principios de enero de 1519.  

La noticia de la muerte de su abuelo le llegó estando en Barcelona. Fueron días de incertidumbre que Carlos pasó en Montserrat, a la espera de noticias. Si los electores cumplían su promesa y era elegido, debía marchar a Alemania. Finalmente, el 28 de junio de 1519 los príncipes alemanes votaron unánimemente: «Proclamando como Rey de Romanos y emperador electo a Carlos, archiduque de Austria, duque de Borgoña y rey de España». Margarita no cabía en sí misma del gozo y escribió a todo el mundo difundiendo la noticia: «los electores del Sacro Imperio han elegido unánimemente, por la inspiración del Espíritu Santo, a mi señor y sobrino Rey de Romanos». El 6 de julio Carlos fue informado oficialmente; la noticia le llegó a media noche, por lo que, tuvieron que despertarlo para informarle. Inmediatamente ordenó que se dictaran cartas para informar a todas las ciudades de España. A la mañana siguiente se celebró una solemne misa y se cantó un tedeum en la catedral de Barcelona.  

Las calles de Barcelona se abarrotaron de gente que festejaba el acontecimiento. En agosto se presentaba una delegación presidida por el duque de Baviera que venía a entregarle los documentos que debía firmar para dar su consentimiento al título otorgado en Fráncfort. A partir de ahora, iban a cambiar algunas cosas en los protocolos de la corte que irritarían a muchos. Por ejemplo, Carlos era el primer rey con ese nombre en España, por lo tanto, se le conocería como Carlos I. Pero era el quinto emperador del Imperio que se llamaba Carlos, por lo tanto, se le conocería como Carlos V. No solo eso. El título acuñado especialmente para él era el de: «Don Carlos, Rey de Romanos, emperador electo, semper augustus , y doña Juana, su madre, rey y reina de Castilla y Aragón.» Sobre todo, eso de rey de romanos, chocaba a todo el mundo. Seguimos con más cambios. A partir de ahora, a Carlos no debían dirigirse como Alteza, que era lo común en España, sino como Majestad. Por último, en la correspondencia se cambiaba lo de «muy poderoso señor» por «S.C.C.R.M.» que quiere decir Sacra Católica Cesárea Real Majestad.  

Las sorpresas y buenas noticias, tal como suele ocurrir con las malas, casi nunca vienen solas. Estando todavía en Barcelona recibió una carta de Hernán cortés: adentrándose en las espesas selvas del Nuevo Mundo, había descubierto una civilización, un auténtico imperio, al cual había vencido. La carta venía acompañada por un presente, pero éste se encontraba en Valladolid, donde creían que se encontraba Carlos, por eso solo le llegó la carta. Se trataba nada menos que de un cargamento de regalos para el nuevo rey: Telas delicadas, oro, plata y diamantes; un fabuloso tesoro. Después de casi 30 años desde el primer viaje de Colón, por fin llegaban las riquezas del Nuevo Mundo. Este niño nació con el pan bajo el brazo.  

No hubo demasiado tiempo para más. Debía dejar Barcelona, pero antes de partir, aún recibió a un curioso personaje. Un italiano aventurero que pedía su aprobación para embarcarse en un viaje que se estaba preparando en Sevilla. Carlos no tuvo impedimento alguno en entregarle una carta de recomendación a don Antonio de Pigafetta para que embarcara con Fernando de Magallanes, que se disponía a buscar un paso para llegar a Asia por occidente.  

¿Qué quién es Antonio Pigafetta? Un pájaro de mucho cuidado. Leed La Gran Aventura de la Vuelta al Mundo.  

El 23 de enero de 1520, Carlos y su séquito abandonaban Barcelona. Mientras regresaban a Valladolid iba siendo consciente del descontento entre la población por tan breve visita a España, dejando la sensación de que había venido a gobernarlos un rey extranjero que ni siquiera vivía aquí. Tras pasar una semana en Burgos, entró en Valladolid el 1 de marzo, encontrándose con la sorpresa de que el pueblo estaba revuelto con la noticia de que el rey abandonaba España. Todavía pasaría tres días en Tordesillas visitando a su madre y poniéndola al corriente de todo lo acontecido en los últimos meses. Para el 26 de marzo ya se encontraba en Santiago, desde donde partiría el 20 de mayo tras una estancia de casi dos meses, pues además de celebrar Cortes hubo algunos retrasos en los preparativos de la flota que lo llevaría a los Países Bajos. Unos cien barcos, la mayoría enviados por su tía Margarita, (hay que ver esta Margarita qué apañá era) se encargarían de trasportar el ejército que le acompañaba, además de toda su corte. También le acompañaría un buen número de españoles que querían estar presente en la coronación, incluidos personajes como el duque de Alba o la reina Germana, que se había vuelto a casar con un margrave alemán.  

La partida de Carlos fue el detonante. En Castilla estalla la conocida como revolución de las Comunidades. En realidad, estas revueltas ya habían comenzado nada más morir Fernando el Católico durante la breve regencia del cardenal Cisneros, que también había muerto poco antes de la llegada de Carlos. Parte de la nobleza, como siempre dividida, esperaba ansiosa la llegada del nuevo gobernante con la intención de congraciarse con él. Pero otros muchos apoyaban los derechos de Juana y preferían a Fernando como sucesor. Solo que ahora ya no estaba Fernando. No se habían equivocado los que aconsejaron a Carlos enviar a su hermano lejos de España; que por cierto, ¡qué tal le iría por Flandes?  

Fernando llegó a Gante el 19 de junio de 1518 con 15 años y allí permaneció tres años como invitado de su tía Margarita. Se le concedió residencia propia y guardia personal, además de una corte que incluía a flamencos y españoles. No le vino mal al muchacho conocer a su familia flamenca y austriaca. Pudo conocer nuevos países y aprender otros idiomas, como el francés y el flamenco. Durante esos años, Fernando y Carlos mantuvieron correspondencia y algunas de esas cartas pone de manifiesto que entre ambos no había rencillas. No tenía por qué haberlas, a pesar de que ciertos historiadores califican el viaje de Fernando como un “destierro”. Sirva como ejemplo parte de una de esas cartas escritas por el joven Fernando: «pongo todo mi porvenir en vuestras manos, como si fueseis mi padre, por quien os tengo y os tendré durante toda mi vida». Los dos hermanos pudieron por fin reencontrase tras la vuelta de Carlos a los Países Bajos, y en abril de 1521 Fernando le acompaño a Alemania, donde sería coronado emperador.  

Mientras tanto en España, la revuelta de los comuneros sigue adelante y el gobierno en Castilla quedará paralizado durante más de un año. Habían sido dos años frenéticos en los que Carlos tuvo que atender demasiados asuntos y no había parado de viajar. A su llegada a España no había defraudado, y tras el desastroso y brevísimo reinado de su padre, algunos, sobre todo los anti fernandinos, tenían sus esperanzas puestas en él. Pero esas esperanzas se fueron desvaneciendo poco a poco para acabar desapareciendo con su marcha.  

Se palpaba la sensación de ser un país conquistado, sobre todo al ver cómo los flamencos recibían y distribuían honores entre ellos. Era como revivir el reinado de Felipe, su padre, cuando los flamencos se repartían los puestos de mayor importancia. Carlos había prometido no repartir cargos entre extranjeros, ni en el gobierno ni en la Iglesia. Sin embargo, burló a todo el mundo concediendo cartas de naturalización, o lo que es lo mismo, la nacionalidad española, a todos aquellos flamencos o alemanes que debían ocupar algún cargo. Y es aquí donde puede observarse que, Carlos, con solo 17 años, por muy bien preparado que estuviera (que lo estaba), era todavía un niño fácilmente manipulable, como cualquier otro de su corta edad. Pero Carlos no tardaría en madurar, no le quedaba otro remedio, pues estaba a punto de convertirse en rey del mundo.  

 

Los Comuneros

No está claro quiénes estaban detrás, ni por qué se levantaron, ni qué querían exactamente los llamados comuneros. Las principales ciudades en protagonizar el levantamiento fueron Toledo y Valladolid. Casi todos eran de la clase media, lo que suele llamarse burguesía, y contaban con el apoyo de los campesinos. La nobleza se desmarcó de la revuelta y no quisieron apoyarla. Y aunque el nuevo rey fuera el detonante, lo cierto es que el pueblo andaba revuelto desde mucho antes. Parece ser que no iban contra Carlos, sino que se le hacía una serie de peticiones para aceptarlo como rey.  

Años atrás, Castilla había sufrido epidemias y sequías que habían acabado con sus cosechas. Había también conflictos con los monopolios de la lana. Mientras tanto, el fisco apretaba. La muerte de Isabel, la llegada de Felipe el hermoso, la muerte de Fernando y ahora la llegada del nieto extranjero que ni siquiera se quedaba a vivir en España caldeó el ambiente; los nombramientos de extranjeros en los principales puestos de responsabilidad fue la puntilla y el detonante. Guillermo de Croy y sus amigos se estaban lucrando descaradamente. Un sobrino suyo con solo 17 años fue designado para la archidiócesis de Toledo, la más rica de España y que Cisneros había dejado vacante con su muerte. A Laurent de Gorrevos, un saboyano, le fue concedida la primera licencia para el comercio de esclavos negros en América. Otros como su médico personal recibieron obispados y en los puestos más lucrativos solo había flamencos. Todo esto y mucho más, hizo que los castellanos se sintieran ultrajados.  

Sus peticiones eran que Carlos volviera a España, algo completamente imposible de cumplir. El rey, en su discurso de despedida hecho en las cortes celebradas en La Coruña ya se disculpó por su partida, ya que debía hacer uso de sus derechos y acudir a ser coronado emperador, y prometió no estar más de tres años fuera. También pedían que aprendiera español, que los extranjeros fueran excluidos de su entorno, que contrajera matrimonio lo antes posible, que se le otorgara a las Cortes un papel más relevante en el gobierno, bajada de impuestos, un control en la exportación de lana, etc. Peticiones del todo razonables y dentro del estilo de gobierno que se había dado bajo el reinado de Isabel y Fernando. Llegaron a ir en busca de Juana a Tordesillas, pero la reina, aunque escuchó sus peticiones, se negó involucrarse ni a firmar ningún documento.  

En vista de estas peticiones, que no parecen en absoluto revolucionarias ni iban encaminadas a rechazar al nuevo rey, no se acaba de entender por qué siguió adelante el levantamiento, ya que el rey no estaba ni estaría presente durante algunos años. Parece ser que algunos sectores se radicalizaron, y al final acabó en una guerra civil que los enfrentó contra la alta nobleza que defendían al rey. Todavía hoy, la guerra de las comunidades es objeto de estudio. Alrededor de los comuneros se ha creado cierta ideología y romanticismo y pintores como Antonio Gisbert se encargaron de plasmar en sus obras algunos episodios de la contienda. Pero todavía no ha salido a la luz una idea clara de qué era exactamente lo que querían llevar a cabo sus protagonistas.  

La Coronación

De camino a Alemania, la flota hizo un alto en el camino; Carlos se llegó a visitar al rey Enrique XVIII, a la reina, su tía Catalina de Aragón y a la pequeña María de 4 años, futura reina de Inglaterra, que también se convertiría en su futura nuera. Carlos fue muy bien recibido y tuvo la oportunidad de pasear a caballo con los nobles ingleses y se entendió muy bien con Enrique durante los cuatro días que fue su huésped. Tras despedirse, la flota imperial reanudó su viaje.  

De regreso a Brujas, fue recibido por su tía Margarita y allí estuvo hasta el 22 de octubre, cuando entró con su enorme escolta de tres mil soldados en Aquisgrán, ciudad donde Carlomagno había tenido su residencia favorita y lugar tradicionalmente designado para coronar a los emperadores. A la entrada le había sido entregada la llave de la ciudad, y dirigiéndose a caballo a la catedral, desmontó y entró en ella mientras cantaban un tedeum. Al día siguiente, a primeras horas de la mañana, ataviado con una túnica dorada, los príncipes electores lo condujeron de nuevo a la catedral, donde tendría lugar la ceremonia principal. Tras oír misa se arrodilló ante el altar y pronunció una serie de juramentos en latín. Luego, el arzobispo elector de Colonia le sentó en el sillón de Carlomagno, lo ungió con los santos óleos y lo saludó como Rey de Romanos.  

Los demás electores pasaron uno tras otro entregándole objetos simbólicos, incluyendo el anillo y el cetro. Finalmente, el arzobispo le colocó la corona imperial en la cabeza. Carlos ya era Rey de Romanos, emperador electo del Sacro Imperio Romano, un vasto territorio compuesto por más de doscientos estados, muchos de ellos obispados y ciudades estado, que sin perder su soberanía estaban unidos políticamente. Una unión inestable donde el emperador no disponía de los medios suficientes para imponer su voluntad. Una semana más tarde Carlos estaba en la ciudad alemana de Worms, donde convocó una Dieta (reunión imperial). El tema a tratar era: Martín Lutero (Martin Luther, en alemán).  

 

Martín Lutero

En 1517 un monje agustino en Wittenberg, impulsó la reforma religiosa en Alemania, exhortando a la iglesia a regresar a las enseñanzas originales de la Biblia. En él se inspirarían las doctrinas protestantes denominadas luteranas. Sus opiniones sobre el tema fueron condenadas por el papa, consideradas como un ataque contra la Iglesia Católica. Informado Carlos sobre el tema y sobre los problemas que podía acarrear, ordenó que Lutero se presentara ante la Dieta para explicar sus ideas. El 18 de abril de 1521 Iba a tener lugar una reunión histórica: Martín Lutero ante el emperador Carlos V. Tres días duraron las reuniones, donde Lutero asumió responsabilidades y se confirmó en sus opiniones y sus escritos: «Esa es mi postura. No puedo hacer nada más. Que Dios me ampare — Gott hilft mir —. Amén».  

[caption id="attachment_5109" align="alignnone" width="979"] Dieta de Worms, Lutero ante Carlos V[/caption]  

Al día siguiente Carlos dio una respuesta y encargó a su secretario que escribiera lo siguiente: «Tras la insolente réplica que Lutero dio ayer en presencia de todos nosotros, yo declaro que lamento haber demorado tanto tiempo el proceso contra el antes mencionado Lutero y su falsa doctrina. Por la presente he resuelto nunca más, bajo ninguna circunstancia, escucharle. Deberá ser escoltado de inmediato a su casa.» La cabeza de Lutero no rodó, como podríamos pensar, sino que todo quedó en una declaración del emperador: las ideas de Lutero eran calificadas como heréticas; aunque lo cierto que es que Carlos quedó impresionado con la firmeza y convicción de aquel hombre; en una ocasión llegó a decir: «Uno de estos días, Martín Lutero se convertirá en un hombre de valía». Muchos no lo sabían, pero había comenzado una reforma que alteraría la religión y la política del Imperio.  

Regreso a España

Fernando había acompañado a su hermano Carlos en todo momento. En mayo de 1521, con 18 años, se casó con la princesa Ana de Hungría; Carlos le asignó la regencia de los cinco ducados de los Habsburgo: Austria, Carintia, Carniola, Estiria y Tirol. Ahora que estaba a punto de abandonar Alemania lo nombraba regente de todo el imperio durante su ausencia. Francisco I, rey de Francia, no había encajado bien la derrota en las “urnas”, ya hemos contado que tanto él como el rey de Inglaterra eran candidatos a ocupar el puesto de emperador. Nada más ser coronado Carlos, Francisco lio la tangana en la frontera con los Países Bajos. Carlos dio las órdenes precisas a sus generales para que solventaran el problema; mientras tanto, él debía hacer una nueva visita a su tía Catalina en Inglaterra.  

Más que una nueva visita a su tía, la intención de Carlos era conversar con su cuñado Enrique VIII, al cual le unía una gran amistad. Parece ser que ni siquiera el divorcio con su tía y posterior reclusión en un castillo hasta su muerte rompió la amistad entre ambos (los negocios son los negocios), los franceses iban ser una molestia durante algún tiempo y le convenía tener a los ingleses como aliados. De momento, Carlos sabía que Francisco le iba a dar problemas, no solo en la frontera con los Países Bajos, sino también en Navarra, y era más que probable que también los diera en Italia. Por eso le convenía una alianza con su cuñado, y para reforzar aún más esa alianza, se comprometió a casarse con su prima María, hija de Enrique y Catalina, cuando ésta cumpliera 12 años.  

Por aquellos días moría el papa León X, y el cónclave de cardenales eligió como sustituto a su antiguo tutor Adriano de Utrecht. Con esto, Carlos se aseguraba también el apoyo papal, aunque Adriano moría solo un año más tarde. Poco antes, Guillermo de Croy, monseñor de Chièvres, consejero de Carlos también había muerto. Carlos sintió de veras su muerte, pues llevaba a su lado como tutor y mentor toda su vida. En una ocasión confesó lo siguiente: «Lo cierto es que mientras monseñor de Chièvres vivió me gobernaba, y quisiera Dios que siguiera vivo, porque sé que era prudente». Queda clara la influencia que su tutor tenía sobre el rey, ahora emperador, y seguramente fue para él una gran pérdida, pero en España, donde esperaban ansiosos su regreso, posiblemente no sintieron demasiado su muerte. Era hora ya, de que Carlos madurara y comenzara a tomar decisiones por sí mismo. Sus nuevos consejeros eran ahora el conde Enrique de Nassau y Mercurino Gattinara, quizás con ideas más frescas, menos conservadoras y mirando menos por arrimar todas las ascuas a las sardinas flamencas. Era lo que en España esperaban de la monarquía que les había llegado desde el norte.  

Lo que le esperaba a Carlos nada más llegar era solventar el problema de los comuneros. Lo más grave ya estaba resuelto, pues la guerra estaba prácticamente terminada y los cabecillas habían sido detenidos. Carlos había estado informado en todo momento mientras estaba en Alemania y había enviado instrucciones al cardenal Adriano (antes de ser nombrado papa) para que llevara a cabo algunas decisiones al respecto, como nombrar dos nuevos gobernadores: el condestable Íñigo de Velasco y el almirante de Castilla Fadrique Enríquez, y acercar posturas con los nobles. La guerra de las comunidades fue una verdadera guerra civil y no fue hasta el 23 de abril de 1521 que tocó a su fin en la batalla de Villalar. Las fuerzas afines al rey, comandadas por el condestable de Castilla Íñigo Fernández, se enfrentaron a los comuneros con Juan de Padilla al frente. Era un triste día lluvioso, Padilla desplazaba sus tropas camino a Toro. Pasaron varios pueblos, y al llegar a Vega de Valdetronco, la lluvia caía con más fuerza y no podían continuar evitando el enfrentamiento. La batalla se dio en Villalar, y allí fueron vencidos de forma fulminante los comuneros.  

Los líderes Juan Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado fueron capturados, juzgados y declarados traidores a la corona; se les condenó a pena de muerte y a la confiscación de sus bienes. El 16 de julio de 1521 la flota real llegaba a Santander, días después el rey estaba en Valladolid, desde donde escribió a su querida tía Margarita: «He sido recibido con gran júbilo y triunfo por todo el mundo, y todos parecían estar mucho mejor dispuestos hacia mí de lo que cabría esperar, y en general me suplican que muestre clemencia y perdón para aquellos responsables de los disturbios pasados». La vuelta a la normalidad de Castilla era ahora una prioridad, y para eso era primordial que el rey se mostrara clemente. Antes que nada, quiso visitar a su madre en Tordesillas. A Carlos le habían contado que Juana, de alguna forma, había estado implicada en la rebelión comunera. Al llegar frente a ella, y según testigos presenciales «con mucha humildad le besó la mano», luego le preguntó qué razones la habían llevado a implicarse en la revuelta, pero no obtuvo respuesta de su madre.  

De regreso a Valladolid, Carlos seguía dándole vueltas al asunto. Tal vez Juana sentía simpatía por la causa de aquellos que decidieron jugarse la vida pidiendo lo que creían justo: que los gobernase un rey que estuviese a su lado, y con la misma justicia que los gobernaron sus padres de ella, sus abuelos de él. ¿Pero cómo decidir entre lo que crees que es justo y tu propio hijo? Puede que por el camino, Carlos no solo meditara en las causas de la implicación de su madre, sino en cómo contentar al que ahora era su pueblo.  

Ser rey no debía ser tarea fácil. Intentar tener contestos a todos tampoco. Pero quizás lo más difícil fuera impartir justicia con equidad. Para conseguir apaciguar Castilla había que castigar a los rebeldes, pero Carlos sabía que no podía dar una imagen de justiciero cruel, que nada más volver a España tras tres años de ausencia hacía correr la sangre de los castellanos. Para cuando hubo tomado la decisión de firmar un perdón general ya se habían ejecutado a veintidós rebeldes (hay quien eleva la cifra a cien). Fue el día de Todos los Santos de 1522 y por eso se conocería como el perdón de Todos los Santos.  

Reunidos en la plaza mayor de Valladolid, el rey junto lo más ilustre de la nobleza, Francisco de Cobos, que fue el encargado de redactar el documento, dio lectura del mismo: el rey se mostraría benevolente con todas las ciudades que habían apoyado la rebelión y no habría consecuencias. Lo normal en la época era que cuando una ciudad apoyaba una revuelta fuera duramente castigada, privándolas de privilegios, aumentando impuestos o anulando ferias y congresos, entre otras cosas. Tampoco serían perseguidos aquellos que hubieran participado de forma activa en la rebelión, exceptuado a quienes hubieran tenido un papel destacado en el movimiento. Por su parte, los afectados podrían pedir indemnizaciones a los responsables. Un total de 293 comuneros fueron excluidos del perdón, aunque no fueron ejecutados. Qué duda cabe que esta amnistía proporcionó al rey una base sólida para reconciliarse con los castellanos. Y para confirmar el compromiso, el 30 de noviembre celebró la tradicional fiesta de San Andrés, patrón del Toisón de Oro, invitando a los seis caballeros de la orden que había en la corte a cenar con él.  

Fue un duro golpe para la rebelión comunera, pero hubiera sido mucho más duro de no haber encontrado enfrente a un rey necesitado de conciliarse con su pueblo. En cualquier caso, el esfuerzo y la sangre derramada por los rebeldes no iba a ser en vano. Durante los años sucesivos, muchas de las principales demandas iban a ser concedidas. Las Cortes, por ejemplo, iban a reunirse con regularidad, como se pedía, y la recaudación de impuestos sería competencia de las ciudades, aunque no desempeñarían papel alguno en las decisiones de gobierno. También había decidido convertir España en su residencia por unos años (serían siete seguidos) se había propuesto aprender correctamente el español, satisfaciendo así otras dos de las demandas que se le habían hecho.  

Pero quienes salieron beneficiados de aquella guerra fueron la alta nobleza; el rey los ratificó en su posición social, habiendo ayudado con su poder militar a salvar al gobierno y la monarquía. Carlos necesitaba tenerlos de su lado; así la base quedaba definitivamente asentada. Comenzaba una etapa de éxito para el rey emperador, residiendo en España y con su hermano Fernando ejerciendo como regente del Imperio. En julio de 1523, durante la celebración de Cortes en Valladolid, Carlos quiso destacar su compromiso con España, tal como expresó firmemente en su discurso: «Yo amo y quiero tanto estos reinos y los súbditos dellos como a mí mismo, y con este amor a los procuradores que estáis juntos en esta villa. En verdad desde que desembarqué en Santander me determiné de proveer las cosas que cumplen al bien de todos estos reinos.»  

Había sin embargo otra petición que Carlos tenía pendiente, la de su casamiento. Su prima María, con la cual estaba comprometido, aún no había cumplido los 12 años; por otra parte, los castellanos se inclinaban por su otra prima, Isabel de Portugal. A Carlos el tema parecía no preocuparle demasiado, pues era joven y quizás el soltero más disputado de Europa, y tal vez por eso abandonó la idea de casarse con la hija de su tía Catalina de Inglaterra, aunque eso le supusiera debilitar sus alianzas con su cuñado Enrique. Sea porque los castellanos le convencieron o porque se encontraba a gusto dentro de la península Ibérica, acabó por inclinarse por crear vínculos con Portugal. Isabel era hija de su tía María y de Manuel I, ambos ya fallecidos. Manuel, cuyo último matrimonio fue con Leonor, la hermana de Carlos, murió el 13 de diciembre de 1521. Carlos le pidió a Leonor que regresara a España y así lo hizo.  


Asuntos de familia

Carlos estaba haciendo lo que todos los reyes hacían, utilizar los casamientos para crear vínculos entre casas reales. Al no estar casado todavía y no tener descendencia, estaba utilizando a sus hermanas y a él mismo. Por cierto, que Carlos sí tenía ya descendencia; al igual que su abuelo Fernando ya tenía una hija con una amiguita secreta que había tenido cuando era muy joven. El rey, como decíamos, se había propuesto ahora crear vínculos con Portugal, un país cada vez más próspero y rico gracias a los barcos que llegaban llenos de especias de la lejana Asia. El matrimonio entre su hermana pequeña Catalina y su primo Juan III de Portugal estaba casi arreglado; también parecía posible un arreglo para que él mismo, Carlos, se casara con su prima Isabel.  

Catalina, la hija pequeña de Juana no se opuso a casarse con el rey de Portugal, más bien estaba contenta de poder salir al fin de la casa donde había estado recluida toda su vida junto a su madre. Carlos permaneció en Tordesillas todo el mes de octubre de 1524 debido a unas fiebres, según le cuenta en una carta a su tía Margarita: «Debo concluir primero el matrimonio de mi hermana, la joven Catalina, y atender algunos asuntos del reino. Por lo demás, llevo varios días padeciendo de una fiebre intermitente que me ha impedido dedicar mucho tiempo a los asuntos». Llegado el momento en que Catalina debía partir para Portugal, Carlos prefirió marcharse a Madrid, para no estar presente ante un previsible ataque de histeria de su madre al separarse de ella. El 2 de enero de 1525, con 18 años, partía para Lisboa acompañada de una escolta que Carlos había dispuesto para la ocasión.  

Francisco I de Francia estaba al tanto de los movimientos de Carlos, y al saber que la alianza con Portugal se cerraba, enfureció todavía más, amenazando con aumentar sus ofensivas en la frontera de los Países Bajos y en Navarra. Esta rivalidad entre los dos monarcas se prolongaría muchos años y tomaría tintes de enfrentamientos personales. En realidad son viejas rencillas heredadas de sus antecesores. Recordemos cómo su abuelo Fernando y los anteriores reyes de Francia se disputaban el control de Italia; o su otro abuelo, Maximiliano, guerreaba por los ducados de Borgoña y Flandes. Ahora Carlos reclamaba como propio el ducado de Borgoña, anexionado por Francia años atrás, a la vez que Francisco reclamaba Navarra, anexionada por Fernando el Católico. Tampoco renunciarán los franceses a seguir presionando en Italia. Visto lo visto, nadie puede extrañarse que nada más salir elegido Carlos como emperador, Francisco montara en cólera al no serle concedida una corona que ansiaba para él.  

En 1521, coincidiendo con el movimiento de las Comunidades de Castilla, Francia ya hizo un intento fallido de invadir Navarra. Tras el fracaso, el proyecto de Francisco se enfocó en Italia, pero fue entonces cuando Adriano, tutor de Carlos, sale elegido papa. Inglaterra, el papado y ahora Portugal, todos aliados de Carlos, a Francisco se le volvía todo en contra. Hasta en su propia casa tenía un enemigo, el poderoso condestable Carlos, duque de Borbón, se había puesto en su contra, y tras una disputa con su rey había huido a Italia, donde fue bien recibido por Francisco Sforza, duque de Milán, feudatario del Imperio y uno de los más poderosos ducados del norte de Italia.  

En el verano de 1521, el papa envía un ejército de más de 20.000 hombres contra los franceses. Casi todos los soldados eran alemanes e italianos, y como apoyo reciben un contingente de más de dos mil españoles procedentes de Nápoles comandados por el general Fernando de Ávalos. Fue un gran revés para las aspiraciones de Francisco, que de pronto, se ve ahogado por el Imperio. Carlos se da cuenta de que Milán es una plaza estratégica y refuerza su ejército con más tropas provenientes de Nápoles. En la primavera de 1522, Francisco vuelve a intentarlo otra vez con un resultado estrepitoso, aún peor que el anterior, pues todos sus generales fueron capturados. Pero si hay algo que hay que reconocerle a Francisco, es su perseverancia; y a principios de 1523, vuelve a intentarlo de nuevo.  

El rey de Francia envió esta vez un enorme ejército compuesto en su mayoría por alemanes y suizos y estuvieron durante todo el año maniobrando y cogiendo posiciones. En la primavera de 1524 tuvieron lugar los primeros enfrentamientos y son vencidos de nuevo. Carlos, harto ya de la insistencia de Francisco, que no escarmienta de los descalabros sufridos una vez tras otra, da la orden de invadir Francia. Carlos de Borbón lidera las tropas que se adentran hasta Marsella, pero no pueden seguir avanzando y tienen que volver hacia atrás. La retirada fue un desastre y los franceses persiguieron a los imperiales hasta Lombardía. Francisco se envalentona, se pone al frente de su ejército y cruza los Alpes, tal como una vez hiciera Aníbal, que también quiso conquistar Roma.  

[caption id="attachment_5161" align="alignnone" width="800"] Batalla de Pavia[/caption]  

Francisco toma la ciudad de Milán sin demasiado esfuerzo porque las tropas imperiales se retiran sin presentar batalla, saben que los franceses son más numerosos. Acto seguido pone sitio a Pavia y Carlos de Borbón hace lo mismo retrocediendo hasta Lodi. El propio Borbón viaja sin descanso hasta el norte de Italia en busca de refuerzos. El archiduque Fernando, hermano de Carlos, les facilita un gran número de soldados de infantería y caballería. Cuando Carlos de Borbón vuelve han pasado tres meses, la ciudad de Pavia seguía sitiada. Era el mes de enero de 1525. La situación debe resolverse cuanto antes, y para el mes de febrero, en la tarde del día 23, comienza la batalla. Los imperiales contaban con 24.000 hombres; Francisco contaba con un número de soldados parecido. La iniciativa la tomaron los imperiales atacando las posiciones francesas. Durante toda la noche estuvieron molestándose con constantes escarceos, y al amanecer tuvo lugar la batalla decisiva, los franceses eran derrotados de nuevo, la victoria imperial era completa, y esta vez hubo premio gordo: el mismísimo rey Francisco era hecho prisionero.  

Las crónicas cuentan que la infantería alemana tuvo un gran papel y las tropas españolas de Nápoles fueron definitivas con sus arcabuces para lograr la victoria. Mucho mérito tuvieron también los tres castellanos que lograron atrapar a Francisco, quien se rindió formalmente. La batalla se ganó en nombre del emperador el 24 de febrero de 1525, el mismo día que cumplía 25 años. Para el mes de marzo, encontrándose Carlos reunido en Madrid, llegaba un mensajero con la noticia de la victoria: «¡Mi señor, la batalla se luchó cerca de Pavía, el rey de Francia ha sido hecho prisionero en poder de Su Majestad, y todo su ejército ha sido destruido!». Carlos no podía creer lo que oía y se quedó quieto limitándose a repetir: «¡El rey de Francia se encuentra prisionero en mi poder, y la batalla se ha ganado en mi nombre!». El embajador de Mantua, que se encontraba reunido con el emperador, contaba que: «Sin decir más palabras, y no queriendo escuchar nada más en ese momento, se retiró solo a otra cámara, y arrodillándose ante un retrato de la Virgen que tiene a la cabecera de su cama, permaneció de ese modo durante un tiempo, dando gracias a Dios y a la madre de Cristo por el gran favor que le había sido otorgado.»  

Tras ser informado con detalle de lo sucedido, Carlos prohibió cualquier tipo de festejos y celebraciones públicas por considerarlas inadecuadas «cuando un rey cristiano ha caído en tan grande desgracia». También estaba presente el embajador inglés, el cual quedó impresionado ante la contención del joven emperador «magna cum admiratione in aetate tam tenera (me sorprende [su madurez] para una edad tan tierna)». No obstante, recibió una avalancha de cartas felicitándolo por haber vencido al ejército más poderoso de Europa, al igual que hiciera su abuelo Fernando años atrás. Mientras tanto, Francisco permaneció tres meses preso en Italia, en la fortaleza de Pizzighettone, cerca de Cremona, donde fue visitado por las autoridades de la Iglesia. El mismo Francisco, temiendo que lo llevaran a Nápoles, pidió ser trasladado a España por razones de seguridad. Quizás temía a Carlos de Borbón, su antiguo condestable, el cual protestó por no haber sido informado de su traslado hasta el último momento.  

A mediados de septiembre de 1522 Carlos recibía una curiosa y sorprendente carta: «Su Alta y Real Majestad… hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por el occidente e veniendo por el oriente.» La firmaba un tal Juan Sebastián Elcano, un marino vasco buscado por la justicia, un superviviente al mando de la expedición que saliera de Sevilla tres años atrás capitaneada por Magallanes. Así que lo habían conseguido – debió pensar Carlos-, después de que todos pensaran que nadie había sobrevivido a la expedición, a excepción de aquellos que habían desertado dejando a los demás justo en el estrecho que une el Atlántico con el Pacífico o Mar del Sur, como le llamaban entonces.  

Un solo barco había vuelto con apenas 18 tripulantes, pero cargado de especias, suficiente para pagar toda la expedición. Pero en esa expedición habían pasado muchas cosas, como la deserción de la nao San Antonio con más de 60 hombres a bordo capitaneados por Esteban Gómez. Fueron quizás, estos hombres, los que más agradecieron la vuelta de Elcano, pues por fin quedarían libres de toda culpa al saberse toda la verdad de porqué abandonaron a Magallanes. También hubo una rebelión, donde resultaron ejecutados varios capitanes españoles. Carlos quería saber lo ocurrido y llamó a declarar a cada uno de los 18 supervivientes de la nao Victoria.  

En poco debieron diferir las declaraciones de unos y otros para que al emperador no le cupiera duda de que decían la verdad: Fernando de Magallanes se había comportado como un tirano desde el principio y había engañado a todos, desde el rey hasta el último grumete, haciéndoles creer que sabía dónde se encontraba el paso hacia el Mar del Sur. Fue al pedir explicaciones y ser ignorados por el capitán general, cuando los capitanes y oficiales españoles se rebelaron; y después de hacerles creer que los perdonaría los ejecutó y solo perdonó a los que creía imprescindibles para continuar la expedición. Elcano se encontraba entre los perdonados. Sin saberlo, Magallanes había salvado al único que fue capaz de poner orden en la flota después de que él muriera, y conseguir así llegar al final del viaje.  

Elcano y el emperador mantuvieron correspondencia durante un tiempo; el marino estuvo al corriente de los planes para una nueva expedición, que fue un fracaso y solo llegaría a las Molucas un solo barco, aunque serviría, como la anterior, para abrir nuevas rutas hasta encontrar la correcta por el Pacífico. Fue perdonado por el delito que tenía pendiente (había empeñado su barco, estando éste al servicio del reino, lo cual era considerado venta de armamento al enemigo) y le fue asignado un escudo de armas, entre otros honores. Finalmente, la ruta del estrecho, que lleva el nombre de su descubridor, fue abandonada al ser mucho más corta y segura la ruta del Caribe, cruzar Centroamérica y continuar desde la costa del Pacífico, una vez instaladas las bases navales a uno y otro lado. En el comercio entre Asia y España fueron claves los puertos de ciudades como Portobelo o Cartagena de Indias, en las actuales Panamá y Colombia, respectivamente, ciudades que serían el punto de mira de piratas o países como Inglaterra, con quien España libraría una cruenta guerra por defenderlas.  

La visita más curiosa la recibió el emperador el día que vinieron a regalarle un ejemplar del diario que escribió el reportero de a bordo de la expedición, Se la trajo el mismo autor en persona, Antonio Pigafetta: «Desde Sevilla fui a Valladolid, donde presenté a la sacra majestad de don Carlos V, no oro ni plata, sino algo más grato a sus ojos. Le ofrecí, entre otras cosas, un libro, escrito de mi mano, en el que día por día señalé todo lo que nos sucedió durante el viaje.» No le falta vanidad, como puede verse, al definir su libro como más valioso que el oro y la plata. Sin embargo, era un regalo envenenado, donde realza los valores de su admirado capitán general Fernando de Magallanes en menosprecio de la valía de los capitanes españoles tachándolos de traidores.  

Sabía de sobra que el emperador ya se había hecho un juicio de lo sucedido basándose en las declaraciones de los 18 supervivientes y sobre todo de alguien a quien odiaba: Juan Sebastián Elcano. Su amado capitán general fue degradado post morten y su familia desposeída de todo privilegio. Por eso este último intento de que Carlos se enterara de toda la verdad (de su verdad). Y para terminar la jugada, se fue a Portugal a hacer lo mismo con el rey Juan III, el mismo que quiso aniquilar el último barco que quedaba de la expedición y que a duras penas llegó a Sanlúcar, donde él viajaba y por consiguiente pudo haber muerto. El resultado fue que el rey portugués quedó al corriente de todo, creando un gran malestar y un conflicto diplomático al ver que España le disputaba los territorios asiáticos donde crecían las especias. Las alianzas con casamientos de por medio corrían peligro, aunque finalmente hubo entendimiento.  

El confinamiento de Francisco

En la tarde del 18 de junio de 1525 llegaba a Barcelona una flota de veintiuna galeras capitaneadas por Hernando de Alarcón, que trasladaban a España al rey de Francia. Cuentan que todas las altas clases de la ciudad, con el gobernador de Cataluña al frente, se acercaron a presentarle sus respetos a tan ilustre prisionero. Cuatro días después, la flota reanudó su viaje hasta Tarragona, luego a Valencia, donde también fue recibido con honores. Francisco incluso fue a visitar al virrey de Valencia y su esposa, prima de Germana de Foix. El 11 de agosto llegó a Madrid, fue custodiado en el Alcázar y una vez más le fueron presentados respetos y honores. En fin, un tío que está dando tanto por culo no creo que se merezca tantos honores, sería la costumbre de la época. Carlos no le visitó hasta un mes después de su llegada; y lo hizo al enterarse de que Francisco se puso enfermo. Era la primera vez que lo veía. Durante la visita, que duró media hora, le prometió que pronto sería liberado, aunque habría, por supuesto, algunas condiciones. No podía Carlos dejar escapar la oportunidad de reclamar Borgoña, sin embargo, Francisco se resistía a ceder y el emperador salió del Alcázar de Madrid sin haber conseguido un acuerdo con el rey francés.  

En septiembre, durante otra visita, Carlos se cruzó con una joven de aproximadamente treinta años, reconocida como una viuda muy inteligente y hermosa. Se trataba de la hermana de Francisco, Margarita, duquesa de Alençon, que había viajado desde Francia para visitarlo. Durante el tiempo que la joven y Carlos conversaron, los ministros del emperador temieron que ella utilizara sus encantos para influenciar sobre él; y en verdad que lo intentó, pero él se mantuvo firme ante toda propuesta a favor de su hermano si Borgoña no estaba por medio. Tiempo atrás, durante las disputas entre los anteriores gobernantes de Francia y su abuelo Maximiliano, Borgoña finalmente quedó dividida en dos: una mitad conocida como Franco Condado, ahora en poder de Carlos y la otra mitad gobernada por Francia. Carlos insistía en que ambas mitades constituían un solo país y la parte francesa debía ser devuelta.  

El 14 de enero de 1526, tras un año de confinamiento, Francisco accede a firmar un tratado en el que se compromete a ceder su parte borgoñesa y a casarse con Leonor, la hermana de Carlos y viuda de Manuel de Portugal. Con este pacto, Carlos no solo pretende hacerse con la parte francesa de Borgoña, sino sellar una paz duradera con Francia. Su consejero, el canciller Mercurino Gattinara no se fiaba de Francisco, pues estaba seguro de que no cumpliría lo acordado y se negó a implicarse y a poner el sello real. Tuvo que sellarlo el propio emperador murmurando que en el futuro no volvería a nombrar a ningún otro canciller.  

Mientras firmaba el tratado, Francisco ya les comentaba en secreto a sus acompañantes que no estaba dispuesto a cumplir ningún acuerdo. Sin embargo, debía dejar en calidad de rehenes a sus dos hijos de seis y ocho años. En marzo de 1526, tras entregar a los niños, Francisco abandonaba España. El emperador confiaba, tal como le contaba a su hermano Fernando, en que Francisco cumpliría su pacto: «El rey de Francia ha sido devuelto a su reino el 17 de febrero, mientras yo recibía al delfín y al duque de Orleáns (los hijos de Francisco) como rehenes, los cuales hubiera deseado poder llevar a Burgos; y el citado rey de Francia ha prometido cumplir todo aquello a lo que se ha comprometido en el tratado de paz». Sin embargo, tal como sospechaba Gattinara, Francisco no tenía ninguna intención de cumplir el acuerdo; nada más quedar libre declaraba que su encierro había sido una desagradable y humillante experiencia, a pesar de que el Alcázar de Madrid fue para él un hogar, una jaula de oro, donde se le había tratado con honores. Incluso salía a menudo a cazar con Carlos.  

Francisco se reunió con el alto tribunal en el Parlamento de París para exponer los hechos, declarando que no cumpliría lo acordado y no cedería Borgoña, sin que por ello estuviera faltando a su honor, pues aquel tratado fue obligado a firmarlo bajo presión. El tribunal le dio la razón y declaró que el tratado no tenía validez. Mientras tanto, se enviaron agentes a Inglaterra para que sobornaran generosamente a Enrique, el cuñado de Carlos, y se pusiera de parte de Francisco. Cuando Carlos tuvo noticia de que Francisco no tenía intención de cederle Borgoña, envió rápidamente a buscar a su hermana Leonor, que se encontraba en Vitoria a punto de viajar a París. Francisco ya se había casado con ella por poderes, y al saber que ya no viajaría a Francia a encontrase con él protestó, pero poco más podía hacer.  

Adriano había muerto solo un año después de ser nombrado papa, y el nuevo pontífice, Clemente VII, no veía con buenos ojos que el emperador tuviera demasiado poder, así que Francisco tenía un nuevo aliado. Y con Clemente, algunos mandatarios y reyezuelos italianos también se pusieron de su parte. En mayo de 1526, el papa, Venecia y Francia firmaban tratados en secreto y se presionaba al duque de Milán para que pusiera fin a su alianza con Carlos y se pasara al bando de Francisco; se estaban gestando nuevos conflictos.  

La intención del nuevo papa era restringir el poder del emperador, y si aceptaba esas restricciones, sería ratificada su coronación, algo que todavía estaba pendiente. Francisco por su parte no perdía el tiempo e invitaba a los embajadores de Carlos a visitar Borgoña, para que constataran por sí mismos que la nobleza borgoñesa se negaba a ser transferida. El ambiente bélico se caldeaba por momentos cuando la alianza entre el papa y Francisco hacía marchar sobre Milán un enorme ejército. Sin embargo...  

Sin embargo, Carlos dijo basta: «No deseo una guerra este año», escribió a Fernando, «sino más bien asistir al matrimonio y viajar a Italia por mar». Carlos se había prometido tres veces, aunque solo se casaría una única vez. De niño lo habían prometido con la hija de Luis XII de Francia, luego con su prima María. Ahora, las negociaciones con Portugal habían dado como fruto el casamiento de su hermana Catalina con el rey Juan III, y de la hermana de éste, Isabel, con él mismo, con Carlos. Ambos eran nietos de los Reyes Católicos, y por lo tanto primos. La dispensa papal era necesaria y no tardó en llegar. La dote aportada por Portugal fue de ocho mil kilos de oro. El matrimonio se celebró por poderes el 1 de noviembre de 1526 en Almeirim. Entre los presentes se encontraban el rey Juan y Catalina, ya casada y reina consorte.  

Acto seguido, la novia viajaría hasta Sevilla, ciudad elegida para el casamiento público por ser la ciudad más grande de Castilla y tener el principal puerto que daba acceso al Nuevo Mundo. Isabel y su comitiva llegaron el 3 de marzo. Sevilla se había engalanado para la ocasión y se organizaron grandes celebraciones para recibirla. En las principales calles fueron levantados siete arcos en honor a la pareja real. Una semana más tarde llegaba Carlos. Una gran multitud le acompañaba portando un gran despliegue de antorchas, y bajo su deslumbrante luz conoció a la princesa Isabel. Tenía 23 años, y cuentan sus contemporáneos que era elegante y de una gran belleza. «Era la emperatriz blanca de rostro. Tenía los ojos grandes, la boca pequeña, de buenas manos, la garganta alta y hermosa». Así la describe el cronista Alonso de Santa Cruz. «Yo estuve presente –cuenta el embajador de Margarita de Austria- la primera vez que el emperador se acercó a Isabel, y nunca había visto dos recién casados más contentos el uno con el otro que ellos».  

Esa misma tarde se celebró en el Alcázar la ceremonia que completó el casamiento. A media noche, el arzobispo de Toledo bendijo el matrimonio. La fiesta no cesaba hasta ser consumado el matrimonio, un acontecimiento que la muchedumbre aguardaba en las calles hasta que era anunciado. «E desque fue acostada, pasó el emperador a consumar el matrimonio, como católico príncipe». El embajador de la archiduquesa Margarita escribía: «Daría lo que fuera porque pudieseis verla, pues si ya os han contado de sus muchas bellezas, virtudes y bondades, aún le encontraríais muchas más, y veríais lo felices que están juntos». El propio Carlos escribiría a Fernando informándolo de cuán feliz se sentía: «Ahora he entrado en el estado de casado, que me complace plenamente».  

Aquellos felices días en Granada

Tras algunos años de alborotos e incertidumbre, el emperador es plenamente aceptado como rey de España. Su boda con Isabel no pudo ser más acertada, solo el nombre ya despertaba entusiasmo. La sangre de los Reyes Católicos reinaba por ambas partes, pues tanto Carlos como Isabel eran sus nietos. Los Trastámara habían desaparecido como dinastía, pero su sangre reinaba en toda Europa.  

La luna de miel se alargó hasta casi llegado el verano en Sevilla. Sin embargo, la vida de un rey puede ser cualquier cosa menos tranquila. El mismo día de su boda recibió una desagradable e inquietante noticia. En Valladolid, un obispo comunero había matado a su carcelero para intentar escapar del castillo de Simancas, donde estaba encerrado. Capturado y presentado ante un juez, éste ordenó su ejecución, lo cual comprometía gravemente a Carlos, pues la ejecución de un obispo significaba que automáticamente el rey quedaba excomulgado.  

Tal como se temían, la excomunión no tardó en llegar desde Roma y Carlos se vio privado de asistir a misa ni recibir comunión alguna durante aquella pascua de 1526. Durante aquellos días recibió otra noticia aún más triste. Una Isabel llegaba a su vida, otra se marchaba. Su hermana Isabel, la que quedó junto a él en Gante al cuidado de su tía Margarita cuando fueron separados de su madre, había muerto. Hacía diez años que no la veía, desde que se casó con el rey de Dinamarca, Cristian II. Durante la revolución que derrocó al rey tuvo que huir con sus hijos y desde entonces vivía exiliada con su tía Margarita.  

El 14 de mayo abandonaban Sevilla. Su próximo destino sería Granada. La intención del emperador era pasar una buena temporada conociendo Andalucía, lejos de conflictos y amenazas de guerras. Pero alejarse de los problemas no logra evitarlos, y en Europa, los conflictos y las guerras continuaban. Camino de Granada, los recién casados hicieron un alto en Córdoba, donde pudo admirar la maravillosa mezquita. Sin embargo, no dudó en criticar los cambios realizados para convertirla en catedral: «Yo no sabía que era esto, pues no hubiera permitido que se llegara a lo antiguo; porque hacéis lo que puede haber en otras partes y habéis deshecho lo que era singular en el mundo». Igual pensaban las autoridades cordobesas cuando en 1236 Fernando III decidió convertirla en catedral alterando su construcción: «porque la obra que se desfaze es de calidad que no se podrá volver a fazer en la bondad e perfeçión questa fecha».  

Por allí por donde pasaba la feliz pareja, junto a los cientos de cortesanos que los acompañaban, despertaban gran interés y miles de campesinos se agolpaban a ambos lados de los caminos para verlos pasar. Y el 4 de junio llegaban a Granada. Fueron alojados en la Alhambra. Tanto Carlos como su esposa, reina y emperatriz, quedaron asombrados por tanta belleza. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que muchas de sus construcciones padecían un notable deterioro. En una época donde lo habitual era destruir las construcciones (sobre todo de índole religioso) del enemigo vencido. Sus abuelos Isabel y Fernando habían decidido conservar la Alhambra, cautivados por su belleza. Sus nietos ahora estaban igualmente admirados, y decidieron poner en marcha su restauración.  

La noche del 4 de julio hubo un temblor de tierra y Carlos temió que las habitaciones donde dormían, habilitadas por sus abuelos tras la conquista de la ciudad, se vinieran abajo, por lo que decidió poner a salvo a la emperatriz y hacer que se hospedara en un convento. En Granada pasaron varios meses, y allí tuvo que hacerse cargo de muchos asuntos de gobierno. Tanto gustó a la pareja la Alhambra, que a Carlos se le ocurrió convertirla en su residencia construyendo un palacio allí mismo. Pero las obligaciones del emperador nunca le permitirían volver a Granada y por lo tanto jamás disfrutó del hermoso palacio que se comenzaría a construir solo un año después. Mientras tanto, no dejaban de llegarle malas noticias. En Italia Francisco y el papa acosaban a los ejércitos imperiales y en Hungría moría su cuñado Luis en la batalla de Mohács. A pesar de todo, fueron días felices para Carlos e Isabel, aunque la única buena noticia que recibió el emperador durante su estancia en Granada fue la de que su esposa estaba embarazada.  

El 21 de mayo de 1527, tras trece horas de parto, Isabel dio a luz un niño en Valladolid. Carlos permaneció todo el tiempo a su lado. Su alegría era tal, según los cronistas presentes, que organizó numerosos festejos para celebrarlo. Después de seis semanas desde su nacimiento, el infante fue bautizado por el arzobispo de Toledo en el monasterio de San Pablo de Valladolid. Sus padrinos fueron el duque de Béjar, condestable de Castilla y su tía Leonor. Le llamaron Felipe, y estaba llamado a ser uno de los líderes mundiales más poderosos de todos los tiempos. Bajo su reinado nunca se pondría el sol. 

 Ya hemos contado aquí parte de su vida. [caption id="attachment_5164" align="alignnone" width="800"] El saqueo de Roma[/caption]

 

La invasión de Hungría y el saqueo de Roma

En junio de 1526 Milán estaba sitiada por los italianos de la Liga de Cognac, así se llamaba la alianza entre el rey Francisco, el papa y los reyezuelos italianos, por haber sido firmada en esta ciudad francesa. Y mientras los cristianos se pelean entre ellos los moros aprovechan la ocasión y asestan un duro golpe en Hungría. El papa recibe la mala noticia como un jarro de agua fría: los otomanos obtenían una contundente victoria contra los cristianos en Mohács. Fernando lo cuenta detalladamente en una carta enviada a su tía Margarita: «Acaba de llegarme la noticia que los turcos con doscientos mil hombres se han enfrentado al rey de Hungría, mi difunto cuñado a unas veinte millas de Buda, donde se había apostado con cuarenta mil hombres para defender su país. El 29 de agosto pasado se entabló la batalla, la cual fue ganada por los turcos, y toda la enorme cantidad de artillería del difunto rey fue destruida y él mismo muerto, algunos dicen que mientras luchaba, otros, que advirtiendo que dicha batalla estaba perdida, se retiró, y pensando en escapar, se adentró en un cenagal donde permaneció, lo que parece más probable. De modo que ya podéis imaginar, señora, lo perplejo que estoy por verme privado de dinero y ayuda contra tan formidable potencia como la del citado turco.»  

Lo peor de todo y más inquietante viene al final de la carta, pues los turcos, envalentonados y con un ejército muy superior a los imperiales, no se detendrán en Hungría. «Hoy me ha llegado la noticia según la cual los turcos han tomado la ciudad de Buda (la parte oeste de la actual Budapest) y han enviado a dos de sus principales capitanes, cada uno con un gran número de hombres, uno para invadir Austria y el otro para hacer lo mismo en Estiria, lo que ya han comenzado, adentrándose hasta quince o dieciséis millas de Viena. Si su majestad no encuentra rápidamente un remedio, no solo yo, nuestra Casa de Austria, y toda Alemania caerá en una completa ruina y desolación, sino también toda la cristiandad.»  

Dos meses más tarde la Dieta Húngara elegía a Fernando rey de Hungría y Bohemia. De todo esto se enteró Carlos estando en Granada. Nada más llegar a Valladolid se convocan las Cortes y se propone destinar un crédito para hacer frente a los turcos, pero el verde no estaba pa pitos en España y no fue aprobado, aunque la Iglesia donó algún dinero para tal fin. En Italia, el papa quiere dar un giro en su política y quiere aliarse con el único que cree capaz de parar a los musulmanes: el emperador Carlos, pero está atado por su alianza con Francisco: la Liga de Cognac Para colmo de males, al papa se le complica todavía más la cosa y el ejército de Carlos de Borbón iba a darle un gran disgusto.  

A principios de 1527 Borbón saca a sus tropas de Milán, se unen a las del general alemán Georg Frundsberg y se desplazan hacia el sur. Mientras tanto otro ejército imperial llega desde Nápoles comandado por Lannoy está llegando a Roma y el papa, sintiéndose amenazado pide una tregua. Lannoy accede, pero entonces llegan Borbón y Frundsberg y hace caso omiso a la tregua. En mayo se presentan ante las puertas de Roma. El papa se niega a dejarlos entrar y entonces Borbón ordena asaltar sus murallas. Una bala alcanza a Carlos de Borbón, que muere al instante. El ejército entra en la ciudad dispuesto a vengar la muerte de su general. Mientras el papa y su séquito se refugian en un castillo Roma es saqueada y las mujeres violadas. Lannoy llegó rápidamente a parar la barbarie y negociar con el papa, que a partir de ese momento quedaba bajo la protección del emperador.  

Cuando en Madrid tuvieron noticias de lo sucedido, Carlos quedó consternado y condenó los hechos, ya que en Europa se vería como un ultraje, aunque por fortuna, el emperador no fue considerado culpable. Carlos sabía bien que todo dependía de la buena voluntad del papa, y aunque en privado pensaba que merecía el escarmiento que había recibido, todavía tenía pendiente un perdón (estaba excomulgado) y una reconfirmación como emperador. No era el único que pensaba que el papa había recogido el fruto de su política; los reformistas, por su parte, estaban convencidos que la corrupción de la Iglesia había sido por fin castigada.  

Cuestión de honor

El saqueo de Roma trajo consecuencias para Carlos, unas malas y otras no tanto. Por ejemplo, el papa Clemente se puso más suave que la vaselina y evitó cualquier enfrentamiento con el emperador o tomar decisiones que fueran en su contra. Francisco, por su parte, vio la oportunidad de pactar con Enrique de Inglaterra, que en esos entonces todavía era un acérrimo católico, haciéndole ver la barbarie cometida por su cuñado Carlos, aunque éste nada tuvo que ver con lo acontecido y se apresuró a disculparse formalmente con el papa. Luego se supo la verdadera razón por la que los hombres de Carlos de Borbón se lanzaron al saqueo y al pillaje. Las tropas de Borbón no habían cobrado su paga desde hacía algún tiempo y con el saqueo de Roma se daban por pagados. Numerosas obras de arte fueron robadas del Vaticano, que fue la zona más afectada.  

Francisco, en su afán de crear vínculos y alianzas con Inglaterra, renunció a casarse con Leonor, la hermana de Carlos, para prometerse a María, la hija de Enrique, que en esos momentos tenía 9 años. Acordaron además liberar a los hijos de Francisco, que permanecían como rehenes en España, a la espera de que el francés cumpliera los acuerdos firmados. Francisco quiso ir más allá, queriendo arrancar de Enrique un compromiso para un ataque conjunto contra el emperador, aunque el inglés le dio largas en esta última propuesta, en vista de lo cual, Francisco organizó sus ejércitos y se lanzó, una vez más, a la invasión de Italia por tierra y por mar. La excusa para hacerlo: liberar al papa, que según él, era prisionero del emperador. Francisco, persistente en su afán por causar daño a Carlos, comenzaba a ser una enorme molestia para los italianos, que sufrían a diario las consecuencias de la guerra. Por eso quizás, los intentos de provocar una sublevación contra el emperador en Sicilia no tuvieron éxito.  

En enero de 1528, Francisco y Enrique declaran la guerra formalmente a Carlos. La contestación de Carlos a su cuñado fue una dura crítica por el abandono y maltrato de su esposa Catalina. Al francés le contestó enviando a su embajador Nicolás Perrenot en París un mensaje para que se lo transmitiera a Francisco: «Voluntariamente suspendería algunos de mis derechos con el propósito de obtener la paz y poner fin así a los males que sin tener nosotros culpa se han perpetrado hasta el presente y evitar aquellos que pudieran llegar en el futuro». La respuesta de Francisco fue encarcelar a Perrenot. Carlos enfurece y le envía otro mensaje: «Yo he dicho y diré sin mentir, que Vos havéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me distes conforme a la capitulación de Madrid. Y si quisieredes afirmar lo contrario, digo que por bien de la christiandad y por evitar efusión de sangre y poner fin a esta guerra, mantendré de mi persona a la vuestra ser lo que he dicho verdad». Dice: “por evitar efusión de sangre y poner fin a esta guerra, mantendré de mi persona a la vuestra”, ¡lo está retando a un duelo personal!  

El 5 de junio Carlos recibió la respuesta: Francisco estaba dispuesto a «satisfacer nuestro honor, si es voluntad de Dios, hasta la muerte» O sea, que aceptaba el duelo. Ambos monarcas se habían dejado llevar por las discusiones a distancia y acaloradamente habían acabado recurriendo a algo que era habitual entre sus antepasados, los rieptos o juicios de Dios, donde se retaban dos de los mejores hombres, uno de cada ejército, y el vencedor daba la victoria a su ejército y a su rey. De esta manera se evitaba el derramamiento de sangre y se salvaban muchas vidas. El problema es que los dos contendientes eran los propios monarcas y Carlos ahora no sabía qué hacer, por lo que pidió la opinión de sus consejeros, los cuales le contestaron que: «un duelo solo era deseable en aquellas ocasiones en las que la disputa sobre algún asunto puesto en cuestión requiriese el juicio de Dios, pero en el caso presente no había duda ninguna sobre la responsabilidad del rey de Francia, y por tanto el duelo era innecesario.» Carlos siguió el consejo que le habían dado.  

En Italia las fuerzas francesas atacaban Nápoles, donde el virrey Moncada muere en combate. Carlos nombra entonces a Filiberto de Chalons, príncipe de Orange, virrey y comandante de toda Italia. Orange se encuentra ante unas tropas francesas que llevan combatiendo muchas semanas y por lo tanto están muy debilitadas. Muchos soldados y comandantes han muerto, además, por una epidemia. Los generales que quedaban vivos decidieron salir de aquel foco de enfermedades y retirarse hacia el norte. Orange aprovecha la ocasión y los persigue obligándoles a presentar batalla. Tras un duro combate, los franceses se dispersan y sus generales son capturados. Francisco, al ser informado del nuevo descalabro no se rinde y envía nuevas tropas con la intención de unirse a los venecianos y hacerse definitivamente con Milán. En junio se enfrentan con las tropas imperiales comandadas con Antonio Leyva. Los franceses son de nuevo derrotados y los venecianos se retiran. Cuando Francisco es informado de la nueva derrota desiste al fin, y renuncia a su obsesivo empeño de hacerse con el dominio de Italia.  

Los tratados de Barcelona y Cambrai

La potencia dominante en Italia había sido Aragón desde tiempo atrás, y el rey Fernando se había encargado de consolidar ese dominio en un punto estratégico para hacerse con el control del Mediterráneo. Ahora su nieto volvía a hacerlo derrotando de nuevo a los franceses, que desde tiempos de Carlomagno pugnaban por hacerse con Italia. Francia se veía obligada a firmar la paz, y por consiguiente, el papa debía hacer también un esfuerzo por entenderse con el emperador. Durante el año 1529 tuvieron lugar una serie de reuniones para llegar a unos acuerdos que concluyeron satisfactoriamente para todos, sobre todo para Carlos. En el llamado tratado de Barcelona, el papa Clemente confirmaba a Carlos (ya levantado el castigo de excomunión) como rey del estado papal y de Nápoles, sus tropas se reservaban el derecho de cruzar los territorios italianos cuando fuera necesario y el papa concedería a Carlos el título de emperador.  

El 7 de julio llegaban las delegaciones de España y Francia a la abadía de Saint Aubert, en la ciudad fronteriza de Cambrai. En representación del emperador su tía Margarita, archiduquesa de los Países Bajos. A Francisco lo representaba su madre la duquesa Luisa de Saboya. También hubo representación enviada por los ingleses y el papado. Diez días más tarde, concluido el acuerdo de Barcelona, comenzaban las reuniones en Cambrai. Podría haber sido una nueva oportunidad para que Carlos, en clara ventaja, impusiera sus exigencias y reclamara una vez más el ducado de Borgoña, pero decidió no hacerlo. Borgoña era un tema demasiado espinoso para conseguir una paz estable, y Carlos ansiaba conseguir esa paz, porque solo con la estabilidad entre cristianos podría hacer frente al peligro que acechaba a Europa: los musulmanes turcos que ya habían asestado su primer golpe.  

Veamos los principales puntos del acuerdo. El rescate de sus hijos, rehenes de Carlos, iba a costarle a Francisco la suma de dos millones de coronas, por no haber cumplido los acuerdos firmados en Madrid. Las tropas francesas que todavía seguían en suelo italiano debían ser retiradas de inmediato y Francia debía renunciar a toda pretensión de soberanía sobre las provincias de Flandes y Artois y de ciudades como Arras y Lille. Por último, en el tratado también se incluía la confirmación del postpuesto matrimonio entre Francisco y Leonor, la hermana de Carlos. Margarita por su parte, aprovechó para poner orden en la frontera con los Países Bajos, donde ella gobernaba. El acuerdo de Cambrai, se conoce también como la Paz de las Damas, debido a sus dos principales representantes, y se firmó el 5 de agosto de 1529. Tras la firma, ambas asistieron a misa en la iglesia de Cambrai y juraron observar el cumplimiento de todos los puntos del acuerdo.  

Tras depositar el dinero y rescatar a sus hijos, Leonor viajó a Francia y fue coronada como reina con todas las ceremonias y celebraciones correspondientes. Tenía 32 años y Francisco 36. Francisco era hijo de Carlos de Angulema y Luisa de Saboya y pertenecía a la dinastía de los Capeto. Al no tener descendencia, Luis XII llamó a Francisco a la corte, y a su muerte en 1515 le sucedió con 20 años. Ya se había casado con su hija Claudia y durante los pocos años que duró su matrimonio tuvo siete hijos. Durante los últimos años de su vida, Claudia sufrió una obesidad mórbida y moría en 1524. Francisco está considerado por los franceses como un monarca emblemático que impulsó las artes y las letras durante la época del renacimiento y por ejercer presión al Sacro Imperio, equilibrando así las fuerzas en Europa, pero lo cierto es que su ambición obsesiva por Italia y su afán guerrero perjudicó a la Europa cristiana, pues viéndose el emperador envuelto en las guerras que una vez tras otra provocaba, facilitó que el imperio otomano se hiciera con Hungría y se plantara a las puertas de Viena. Carlos lo tenía cada vez más difícil para parar a los musulmanes, y el tiempo jugaba en su contra.  

El viaje a Italia

Tras siete años seguidos viviendo en España, Carlos debía emprender un viaje por varios países de Europa. La emperatriz Isabel no viajaría con él, quedaría como regente del reino en su ausencia, además, no le convenía un viaje tan largo y ajetreado, pues estaba de nuevo embarazada. Antes de partir, su hijo Felipe fue reconocido como heredero de la corona. Tenía Carlos pendiente una visita a Valencia y aprovechó el momento para hacerla y pasar allí dos semanas. Era mayo de 1528. Luego viajó a Cataluña, donde pasaría varios meses, convocaría Cortes y dejaría arreglados algunos asuntos de gobierno. Durante ese tiempo recibió la noticia de que Isabel había dado a luz una niña a la que llamarían María.  

Carlos se marchaba satisfecho por las gestiones de gobierno que fueron muy satisfactorias, solamente le preocupaban los problemas de abastecimiento; en España se comenzaba a pasar hambre debido a la sequía. «Toda España está muy afectada, sin que ninguna parte se pueda reservar de mucha hambre por la mucha seca que ha habido este año.» El 28 de julio de 1529 partía desde el puerto de Barcelona hacia Italia, era la primera vez que Carlos navegaba por el Mediterráneo. Atrás quedaba una emperatriz afligida y un reino que lamentaba su marcha.  

El 12 de agosto llegaban a Génova. Durante las seis semanas que duró su visita se dedicó a compensar a personajes como Andrea Doria, que había contribuido a su victoria contra los franceses y ahora los confirmaba en sus puestos con el fin de garantizar la estabilidad de Italia. Mientras tanto no dejaban de llegarle inquietantes noticias. Los musulmanes se habían propuesto entrar en Europa y no solo atacaban por Hungría y Austria, sino por el sur; una flota española de seis galeras fue atacada y destruida por Barbarroja en las Baleares, cerca de las costas de Formentera.  

Allá donde se encontrara, el emperador recibía noticias, y aparte de los ataques de Barbarroja por las Baleares, llegó a enterarse de otro asunto no menos inquietante y que le afectaba directamente. El cardenal inglés Wolsey había llegado a tener tanto poder que era considerado por muchos como el segundo rey de Inglaterra. Wosley era el clérigo más influyente de Europa; Enrique lo había nombrado Lord Canciller, su consejero personal, y de la noche a la mañana, es destituido. Carlos sospechaba que algo estaba pasando en Inglaterra y envió a su embajador Chapuy en misión secreta para que averiguara cuanto pudiera. Semanas después recibió un informe de Chapuy: «La reina está recibiendo un trato aún más duro si cabe que antes. El rey evita su compañía tanto como puede».  

Tal como sospechaba, el asunto tenía que ver con su tía Catalina; hacía tiempo que sabía que Enrique la despreciaba y alegando que no podía darle un hijo varón quiso divorciarse de ella. El papa Clemente, por no hacer nada que contrariase al emperador le negó la petición; Carlos tenía cada vez más claro que la destitución de Wosley estaba relacionada con la negativa del papa.  

En Inglaterra no solo cayó el cardenal Wosley, sino otros muchos clérigos y la ruptura de la Iglesia con Roma era inminente. Pero no solo en Inglaterra la Iglesia estaba revuelta, sino en Alemania, donde el movimiento iniciado por Lutero seguía avanzando. Estando en Piacenza, se presentaron ante el emperador un grupo de protestantes asegurándole su lealtad y solicitando que un concilio de la iglesia se reuniera en Alemania para tratar sobre el tema. A Carlos comenzaban a agobiarle los asuntos religiosos que en Europa estaban revueltos.  

El 4 de noviembre de 1529 llegaba Carlos con toda su corte a Bolonia. Allí iba a tener lugar un acontecimiento largamente esperado: el ceremonial de su coronación como emperador por parte del papa. Se había evitado escoger Roma, ya que esta ciudad todavía no había borrado de su memoria la ruina causada por los ejércitos imperiales; y por otra parte, Bolonia les venía más a mano en su trayecto hacia Alemania.  

En la mañana del 5 de noviembre, el emperador hizo su entrada en Bolonia, precedido por mil infantes al mando de Antonio Leyva. Tras ellos, doscientos jinetes y cuatro mil soldados de infantería. Por todas partes se veían estandartes del imperio y de España desplegados. Desfilaban también numerosos nobles con sus escoltas armados. Luego venía el emperador montado en un corcel blanco, vistiendo capa de paño de oro y un casco abierto coronado por un águila, portando en su mano derecha un cetro. Le rodeaban veinticuatro pajes y le seguían la guardia montada y los principales señores y oficiales de la casa, los embajadores y Andrea Doria, príncipe de Melfi. A la ciudad habían acudido los principales príncipes de Italia y había sido engalanada para la ocasión.  

Coronado por el papa

Carlos aún tendría que esperar hasta febrero para la ceremonia, mientras tanto, había muchos asuntos que tratar con el papa. Tras los acuerdos de Barcelona, el papa aún se preocupaba, y con razón, por los demás estados italianos, y quería que se estableciera la naturaleza política de todos ellos. El canciller Gattinara se encargó de resolver todo lo concerniente a estos asuntos; los contactos y negociaciones se prolongaron tres meses, y mientras tanto, se hacían los preparativos para la ceremonia de coronación, que se celebraría en dos actos.  

Fue el 22 de febrero de 1530, en la catedral de San Petronio. El papa Clemente le impuso a Carlos la corona de hierro de Lombardía. Con un cardenal a cada lado, Carlos se arrodilló ante el altar mayor y aceptó la espada, el cetro y el globo que le entregó el papa, completándose la ceremonia al colocarle la corona sobre la cabeza y entonando un tedeum.  

El día 24, día del cumpleaños de Carlos, se volvió a celebrar la segunda ceremonia. El emperador fue conducido en procesión por las calles de la ciudad hasta llegar a la catedral, donde tras una misa el papa le pone de nuevo una corona, esta vez la imperial, la de oro del Sacro Imperio Romano. Luego se celebró una gran fiesta en la plaza pública, donde brotaba el vino de fuentes artificiales. El papa y su séquito regresaron a Roma impresionados por tan pomposa ceremonia, sería la última vez que un emperador sería coronado por un papa. Cuatro semanas más tarde Carlos dejó Bolonia y emprendía viaje hacia Alemania.  

El camino hasta tierras alemanas no era un placentero paseo a caballo, ni un relajante viaje en litera, sino una constante administración de asuntos que le iban llegando por allí por donde pasaba. Por ejemplo, como rey de Sicilia que era, las islas de Malta y Gozo solicitaban protección contra los turcos; Carlos firmó un decreto para que las islas quedaran bajo la protección de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, una orden casi desaparecida y que volvería a resurgir gracias las donaciones del emperador, convirtiéndose en un cuerpo armado que ayudaría a la protección de dichas islas.  

Si el emperador tuvo un verdadero descanso durante su viaje, este fue en la ciudad de Mantua, donde fue recibido con fiestas por el gobernador Gonzaga y cuyo peloteo fue recompensado por Carlos nombrándolo duque de aquella ciudad. El embajador que acompañaba a Carlos, Martín de Salinas, dijo que el emperador estaba encantado de poder descansar y apartar momentáneamente tan apretada agenda: «Su Majestad vino muy alegre hasta esta ciudad por cuatro días, como hombre que se escapaba de la prisión. Al otro día que aquí llegó fue a la caza». Y al final se quedó un mes.  

Llegados a este punto podríamos preguntarnos por qué el emperador se entretuvo tanto en Italia y no se fue directamente a Alemania a organizar el ejército que debía frenar el avance turco. ¿Acaso eso no era más importante que su coronación, toda vez que ya era emperador, lo reconociera o no el papa y la Iglesia? Lo cierto es que Carlos no perdía el tiempo. Arreglar los asuntos italianos era de primordial importancia antes de marchar a Alemania, solo así podía asegurar que el Mediterráneo quedara protegido; era un frente que había que cubrir, dada la importancia estratégica de la península Itálica. La estructura política de Italia debía quedar definida y sus príncipes confirmados en sus puestos para que así los Estados Pontificios tuvieran asegurada su seguridad e independencia. El canciller Gattinara, como ya se ha contado, hizo una gestión excelente, solo hubo un pequeño problema en Florencia, donde hubo una revuelta contra la influyente familia de los Médicis. Como anécdota curiosa, el gran artista Miguel Ángel se encontraba entre los revoltosos. Nada que el ejército imperial no pudiera arreglar. En cuanto a la coronación por parte del papa, sí, era necesaria, porque era la forma de que todos los estados italianos reconocieran la autoridad del emperador y no dudaran en unirse para defender el Mediterráneo del peligro turco.  

Incluso la última parada en Mantua, donde Carlos se tomó unas merecidas vacaciones, sirvió para poner de su parte, si ya no lo estaba, al gobernador de aquella ciudad. En cualquier caso, ya había enviado delante de él algunas tropas que se unirían a las de Fernando, que luchaban para expulsar a los turcos de Viena. Habían pasado diez meses desde que salió de Barcelona, muy a gusto se encontraba en Mantua, pero había que seguir el viaje a través de los Alpes. El 4 de mayo de 1530 llegó a la ciudad austriaca de Innsbruck, era su pr 

imer contacto con los Alpes y su primera visita a tierras austriacas. Nada más acabar el viaje, el canciller Gattinara, que llevaba varias semanas indispuesto, fallecía. Había estado al servicio de su tía Margarita durante mucho tiempo para más tarde pasar a ser consejero y canciller de Carlos. Una gran pérdida, sin duda, pues demostró eficacia en su trabajo. No obstante, tal como había prometido refunfuñando cuando se vio obligado a poner él mismo el sello imperial en un documento, no volvería a nombrar a otro canciller, aunque toda la administración que llevaba entre manos Gattinara recaería en Nicolás Perrenot, aquel hábil diplomático que un enrabietado Francisco metió entre rejas temporalmente.  

Había otros problemas mucho más graves por resolver en Alemania. Durante la ausencia de Carlos, Fernando había tenido que lidiar con los reformistas que apoyaban las ideas de Lutero. Muchos príncipes de ciudades y estados europeos deseaban ser escuchados y exigían libertad para practicar el nuevo culto. Fernando hizo saber que aplicaría el edicto de la Dieta de Worms, donde el emperador no reconocía las creencias de Lutero. Los simpatizantes luteranos redactaron inmediatamente un comunicado donde protestaron por la decisión del archiduque. De esta protesta deriva la palabra “protestante”, un apelativo que les quedaría para siempre.  

Todas estas “protestas” no podían venir en un momento más inoportuno, cuando los musulmanes parecían aprovechar estos momentos de desunión para atacar Europa. Fernando tuvo que abandonar todos los debates pendientes para atender con urgencia los problemas de Hungría y Viena, que en aquellos momentos se encontraba sitiada. Todos estos problemas, de los que Carlos ya estaba debidamente informado, eran los que se encontraría nada más llegar a la ciudad imperial de Habsburgo en junio de 1530, donde de inmediato convocó una Dieta.  

Solucionar el tema de los luteranos era ahora la máxima prioridad, muchos príncipes alemanes eran simpatizantes de la nueva forma de ver y practicar el cristianismo y Carlos dependía de ellos. Durante la Dieta de Augsburgo habían preparado un escrito que leyeron en voz alta ante el emperador para más tarde enviar una copia al papa. Carlos, en privado, les aconsejó desistir de las nuevas prácticas. El margrave de Brandemburgo airado hizo un gesto de rasgarse la garganta con el mientras declaraba que antes perdería la cabeza que renunciar a su religión. Carlos, que hablaba con ellos a través de un intérprete porque hablaba mal el alemán, hizo un esfuerzo y le contestó ásperamente: «Lieber Fürst, nicht Kopfe af!» Querido príncipe, ¡nada de cortarse la cabeza!  

El emperador, viendo que la cosa iba a más, tuvo que hacer un gran esfuerzo para contentar a unos y a otros, prometiéndoles que intercedería ante el papa para que convocase un concilio y se hablara del tema, y mientras tanto, se siguieran celebrando los oficios a la usanza tradicional católica. Lo primero dejó satisfechas a ambas partes, en lo segundo no estuvieron de acuerdo los luteranos. Los caminos de unos y otros se iban separando irremediablemente.  

El mes de noviembre de 1530 Carlos se disponía a viajar a los Países Bajos, cuando recibió en Colonia la triste noticia de que su tía Margarita había fallecido a los 50 años. Margarita había sufrido un accidente en un pie y fue operada. Pero una infección debió afectarle y no logró recuperarse. Carlos quedó muy afectado por la noticia, ya que le tenía un gran cariño a su tía, pero no le quedaba más remedio que sobreponerse y nombrar a otra gobernadora, y quien mejor que a su hermana pequeña María, reina viuda de Hungría, que en esos momentos tenía solo 25 años. No se equivocó Carlos a elegirla, pues durante 24 años demostró su valía gobernando los Países Bajos con acierto.  

Carlos se dio cuenta de que no le bastaba con que su hermano fuera regente del imperio, sino que debía tener poderes para tomar decisiones. En adelante se preveía que en Alemania y Austria las cosas iban a andar revueltas y Fernando no podía esperar que Carlos diera su aprobación a todo, así que, lo arregló todo para que fuera elegido Rey de Romanos. En enero de 1531 los príncipes electores votaron y Fernando salió elegido por mayoría. Muchos electores luteranos votaron en contra, además de algunos católicos que lo veían como un extranjero. Pero los banqueros de Carlos influyeron para que finalmente fuera nombrado Rey de Romanos con sus respectivas ceremonias. En la práctica, aquello equivalía casi a ser coemperador, tal como ya se había venido haciendo en Roma cuando el imperio se expandió hacia oriente.  

La cuestión religiosa comenzaba a dibujar negros nubarrones sobre el horizonte alemán. En febrero los príncipes protestantes se reunieron en la ciudad de Esmalcalda y formaron una liga, cuyos cabecillas serían el príncipe elector Juan de Sajonia y el landgrave Felipe Hesse. A esta liga se unieron ciudades como Estrasburgo, Lübeck y Bremen. Los príncipes luteranos negaban haber puesto en duda la autoridad del emperador e incluso mostraron su apoyo a la hora de combatir a los turcos; no obstante, por detrás, sus líderes entraron en contacto con Francia buscando apoyo contra unas posibles represalias. El luteranismo comenzaba a imponerse en muchas partes de Alemania y ya había llegado a los Países Bajos.  

No había acabado de asumir la pérdida de su tía Margarita cuando carlos recibió la noticia del fallecimiento de su sobrino el príncipe Juan de Dinamarca, hijo de su hermana Isabel. El propio Carlos no gozó de buena salud mientras se encontraba en la ciudad alemana de Ratisbona, y sin embargo tuvo que tratar los dos problemas principales del momento: las demandas de los luteranos y la amenaza turca. Los luteranos accedieron a bajar la presión ejercida sobre el emperador a la vez que este prometía no emprender represalias. Carlos se veía ante el compromiso de mediar entre luteranos y el papa, que por su parte, ya tenía bastantes problemas con los ingleses, empeñados en divorciarse de Roma.  

«Me levanto temprano y me acuesto pronto... salgo a cazar sin hacer demasiado esfuerzo, y esta mañana recorrí casi media legua a pie, lo que resulta todo un milagro, y lo mejor de todo es que por estos medios puedo recuperar la salud. No sé cuánto durará, pero tengo el firme propósito de seguir haciéndolo». Era la carta que escribió a su hermana María, dándole cuentas de su salud. Carlos no podía permitirse ponerse enfermo en un momento tan delicado, cuando Suleimán el Magnífico salía de Constantinopla con un ejército de 300.000 hombres.  

En Viena, los cristianos habían estado reuniendo un gran ejército para hacer frente a Suleimán. Carlos y Fernando entraban dejaban Ratisbona en septiembre de 1532 al frente de sus soldados. Los líderes castellanos habían negado a Carlos ayuda económica para financiar los ejércitos que debía reunir para enfrentarse a los turcos, «las necesidades del imperio y de otras tierras que no son España, no se podrán pagar con lo de España ni imponerlas a España». Solamente harían frente a los costes de la defensa de la península. Carlos decidió no presionar a los castellanos y hacer uso únicamente a su derecho de utilizar las tropas italianas.  

Los tercios asentados en Italia que viajaron a Viena se componían de 6.000 hombres italianos y españoles comandados por el marqués del Vasto. Habían emprendido su marcha desde Milán hasta llegar a orillas del Danubio y estacionarse allí. Llegado el momento se dirigieron a Viena donde fueron recibidos por el emperador. Hubo además, en Viena, muchos más españoles, aparte de los tercios italianos; más de los que Carlos esperaba tener a su lado. Muchos nobles castellanos quisieron mostrar su lealtad al emperador presentándose con sus ejércitos y poniéndolos a su servicio. Entre ellos: el duque de Alba, el dique de Béjar, el marqués de Villafranca, el marqués de Cogolludo, el conde de Monterre, el conde de Fuentes, las casas de Medina Sidonia, Nájera, Alburqueque, Mondéjar, y otros muchos. Una presencia casi simbólica, comparándola con los más de 200.000 efectivos con los que ya contaba el emperador, pero no por eso dejó de agradecer su que acudieran hasta allí.  

Aun siendo superiores en número, Suleimán sabía que un enfrentamiento contra un ejército de esas dimensiones podía ser de resultado incierto. Los turcos levantaron los campamentos y se retiraron. El «mayor y más bello ejército que nadie haya visto en medio siglo», como lo describiera un cronista, había ganado la batalla con su sola presencia. Francisco de los Cobos, orgulloso, escribía que el emperador, «el día de anteayer salió al campo para ver al contingente español y al italiano, que son los mejores que se hayan visto.»  

Viena ya estaba liberada y los turcos no eran una amenaza por el momento. Fernando tenía poderes para ejercer de emperador, así que Carlos decidió volver a España. En su diario, Carlos escribió: «Era mi mayor deseo llegar a España, puesto que había estado cuatro años separado de mi esposa, la emperatriz». El 4 de octubre de 1532 partió de Viena para cruzar de nuevo los Alpes y llegar a Mantua en noviembre. El 13 de diciembre entraba en Bolonia, donde le aguardaba el papa. Por mucha prisa que tuviera en llegar a España junto a su esposa y su hija que aún no conocía, los asuntos a tratar con el papa le retendrían hasta febrero de 1533.  

El papa y los italianos felicitaron al emperador por haber rechazado el avance musulmán. Pero a Csrlos lo que le interesaba urgentemente era que el papa celebrara un concilio general de la Iglesia donde se trataran los temas religiosos y poner orden en ellos. Carlos consiguió arrancar dos acuerdos importantes con el papa: la celebración del concilio y una nueva alianza para defender el Mediterráneo contra los turcos. Hizo especial hincapié en que Francia se adhiriera a esos acuerdos, pues estaba al corriente de los contactos entre luteranos y franceses y de las relaciones diplomáticas entre Francisco y Constantinopla. Por fin, el 9 de abril de 1533 salía Carlos del puerto de Génova rumbo a España.  

La flota imperial se vio obligada a tomar rumbo a Marsella debido al temporal, para terminar el viaje en el puerto de Rosas, en Gerona. Desde allí viajaron por tierra hasta Barcelona, donde entraron en 22 de abril de 1533. Desde el 28 de marzo lo esperaba en la ciudad su esposa, la emperatriz Isabel con sus dos hijos. Y ya que ella se había adelantado hasta Barcelona, no tenía prisa por llegar a Castilla. No había necesidad de ir hasta allí para solucionar los muchos asuntos que le esperaban, los asuntos vendrían hasta él allá donde se encontrara. Dos meses estuvieron en Cataluña, y durante este tiempo Isabel enfermó encontrándose Carlos en Monzón, desde donde cogió un caballo y galopó sin descanso hasta poder verla, y se quedó a su lado hasta que se hubo recuperado.  

Durante los próximos años Carlos se propuso eliminar del Mediterráneo a los piratas del norte de África. Las riquezas que traía Cortés y los hermanos Pizarro del Nuevo Mundo ayudarían a financiar estas campañas. Mientras tanto, en Inglaterra su cuñado Enrique llevaba a cabo su ruptura con Roma creando su propia Iglesia independiente del ámbito jurídico papal. Para conseguirlo no había dudado en quitar de en medio a cuantos cardenales estuvieron en contra de la idea, y nombrar a aquellos que sí le apoyaron y estuvieron de acuerdo en su divorcio de Catalina de Aragón, para casarse con Ana Bolena. Catalina, que no quiso reconocer el divorcio ni a la nueva reina, fue encerrada en un castillo hasta el fin de sus días. No hubo, sin embargo, reacciones políticas por parte del emperador en contra de Enrique, que más parecía preocuparle el revuelo religioso que recorría Europa.  

Acabada la campaña en el norte de África, Carlos se dispuso a visitar de nuevo Italia donde volvía a tener algunos asuntos pendientes, como visitar por primera vez Sicilia, un reino del que era rey y aún no había pisado. Hacía dieciocho años que a los sicilianos no los visitaba su rey, desde que se despidió de ellos Fernando el Católico, por lo que, fue recibido con alegría y gran júbilo. Más tarde se desplazaría por barco a Nápoles donde el virrey Pedro Álvarez de Toledo organizó grandes festejos para recibirlo. Estando en Nápoles le notificaron que el duque de Milán había fallecido sin herederos, por lo que el ducado pasaba directamente al emperador. Carlos se temía lo peor y no quiso perder tiempo. Inmediatamente se enviaron órdenes para que Antonio de Leyva ocupara su lugar en nombre del imperio. No se equivocaba, Francisco I no había podido resistirse y había comenzado a maniobrar para ver si esta vez lograba adueñarse de Milán. El hijoputa, ¡mira que era cabezón!  

Aquella misma semana recibió a su hija Margarita, sí, una hija bastarde, fruto de sus primeros amoríos cuando todavía era mu chico. ¿Para qué había venido la niña a Nápoles? Para casarla con el duque de Florencia; una manera muy clásica de crear vínculos y asegurarse la fidelidad de los gobernantes de aquellos reinos que ahora eran suyos por la herencia recibida de su abuelo Fernando. El 12 de marzo de 1536 dejaban Nápoles con la intención de entrevistarse con el nuevo papa Alejandro Farnesio, que se hizo llamar Pablo III, Clemente VII había fallecido en septiembre de 1524. El papa lo recibió con todos los honores y le felicitó por su exitosa campaña contra los moros en Túnez.  

El 17 de abril el papa celebró un consistorio donde estuvieron presentes sus cardenales, el emperador Carlos y los embajadores de Francia y Venecia. El papa pronunció un discurso muy conciliador destacando la cooperación entre la Iglesia y el Imperio. A continuación, fue Carlos el discursante. Habló en un más que correcto español, y destacó todos los logros que se habían conseguido en Italia, que ahora vivía en paz: «Algunos dicen que yo quiero ser monarca del mundo; y mi pensamiento y obras muestran lo contrario. Mi intención no es desear guerra contra cristianos, sino contra infieles; y que Italia y la Cristiandad estén en paz». Luego habló de Milán, dirigiéndose al embajador francés, y lamentando que su rey Francisco estuviera nuevamente en pie de guerra al haber enviado a sus tropas a territorio italiano, violando así el tratado que años antes se había comprometido a respetar. ¿Por qué -se preguntaba Carlos-, quiere Francisco otra vez la guerra? Y luego preguntó también mirando al embajador, cómo había podido ser tan mezquino de aliarse con el infiel Barbarroja. Ante la cara de extrañeza del embajador, Carlos le mostró la correspondencia entre Francisco y el pirata: «Yo mismo, con mis propias manos, tomé en La Goleta estas cartas». Su largo discurso lo acabó irritado y elevando la voz: «¡Quiero la paz, quiero la paz, quiero la paz!».  

[caption id="attachment_5162" align="alignnone" width="600"] El papa Pablo III[/caption]  

Aparte del tema político, Carlos había tratado con el papa el problema religioso y consiguió que Pablo III promulgara una bula y convocara un concilio general que se celebraría en mayo de 1537. Mientras tanto se reunieron fuerzas terrestres y navales en Génova procedentes del resto de Italia, de España y Alemania. Los franceses ya habían tomado toda Saboya y Turín. Desde Milán se hicieron todos los preparativos necesarios para invadir el sur de Francia y obligar a Francisco a negociar. Francisco insistía en que el próximo duque de Milán debía ser uno de sus hijos. Carlos quería evitar como fuera otra guerra, incluso se cuenta que volvió a desafiar a Francisco a un duelo personal que no se llevaría a cabo. Entonces se le ocurrió la idea de intercambiar Milán por Borgoña. Pero Francisco no aceptó el trato.  

El propio Carlos se puso al frente de su ejército, apoyado por el duque de Alba. La respuesta a la entrada de los franceses en Italia iba a ser invadir el sur de Francia. El embajador Martín de Salinas describía la incursión del ejército con el emperador a la cabeza: « S.M. va vestido de soldado, en calzas y jubón sin otra ropa encima y una banda de tafetán colorado, que es la seña que todos llevamos. Quiere pasar los puertos en compañía de los soldados y a la causa va de este atavío. Es muy grande placer verle tan sano y alegre en estos trabajos, y no es el que menos parte dellos toma. Dios le dé salud y victoria que todos se la deseamos.»  

Pero como el propio Salinas vaticinaba, aquella invasión estaba destinada al fracaso: «a mí me parece que esta empresa que entre manos tenemos no tiene tan buenas apariencias como yo querría». Los franceses aplicaron la estrategia de la “tierra quemada”. Por allí por donde pasaban no encontraban más que ciudades desiertas y molinos destruidos para que los imperiales no pudieran ni siquiera moler trigo. Las fuerzas francesas se habían concentrado solo en las ciudades más importantes dejando deliberadamente desamparadas al resto. De esta manera, los imperiales no encontrarían a nadie contra quienes entablar batallas, sino que pronto comenzarían a padecer hambre y enfermedades debido a la falta de una correcta alimentación.  

Los tres meses que duró la campaña en Francia no sirvió para nada que no fuera la muerte de muchos soldados por disentería y otras enfermedades. El propio emperador se lamentaba: «El rey de Francia ha obligado a sus campesinos y súbditos a ausentarse y ocultar todo suministro. Han destruido los molinos, y hemos tenido que salir cada día en busca de alimento, de modo que una buena parte del ejército no ha podido comer pan o carne durante varios días y todos los soldados de élite, a caballo o a pie, han hecho lo posible para ayudarles con la fruta y viñas y otras cosas, incluso recolectando grano para poder hacer harina». El 12 de septiembre Carlos ordenó la retirada.  


Vivir como un rey

Tras el fracaso por el sur de Francia, Carlos regresó a España. Aquella navidad de 1536 decidió que la pasaría con su esposa y sus hijos en Tordesillas junto a su madre, la reina Juana. Debido a sus viajes y su apretada agenda no podía ir a visitarla demasiado, así que aquella navidad era una buena ocasión para pasar unos días juntos. Al llegar, como de costumbre, se arrodilló respetuosamente ante ella y le pidió la mano. Juana se la negó, como hacía siempre, y le pidió que se levantara y la abrazara, como su madre que era. Durante aquellos días cayó una intensa nevada «que los hombres viejos dicen que hacía más de cuarenta años que nunca se había visto en esta tierra».  

Durante los primeros meses de 1537 hubo varios intentos por llegar a un acuerdo con Francisco I para firmar la paz, pero el rey francés era terco como una mula y la lucha continuaba en Italia. En Milán, las tropas francesas fracasaron una vez más, y Francisco, frustrado y furioso, volvió la mirada a Flandes, rompiendo otro de los acuerdos firmados, en los cuales renunciaba a todas sus pretensiones sobre estos territorios. En una de las sesiones celebradas en el parlamento de París, Francisco volvía a reivindicar su señorío sobre Flandes, declarando a Carlos como rebelde en su cargo como administrador.  

María, la hermana de Carlos, ahora gobernadora de los Países Bajos, reaccionó reclutando un ejército para defenderse. Fue mucho más efectiva su hermana Leonor, la esposa de Francisco, intercediendo en el conflicto y dialogando entre ambas para llegar finalmente a una tregua, que aunque no resolvió todas las cuestiones pendientes, daría un respiro a María y al propio Carlos, que aprovechó para visitar Aragón. Allí pasó varios meses intentando recaudar fondos para sus campañas militares. En noviembre fue avisado de que la emperatriz acababa de dar a luz y se encontraban mal, tanto ella como el niño.  

Cuando Carlos llegó, Isabel se encontraba mucho mejor, aunque el niño seguía delicado. Pasó varias semanas con ellos, pero cuando Isabel estuvo lo suficientemente recuperada, Carlos tuvo que marchar de nuevo, muy a pesar suyo, pues se fue apenado por tener que dejarla en aquellos momentos en que ni ella ni el niño acababan de estar bien del todo. Él mismo comentaría años más tarde que «la emperatriz quedó tan mal de aquel parto que desde entonces hasta su muerte tuvo poca salud». El 31 de diciembre ya se encontraba en Barcelona; allí esperó al mensajero del papa, que le informó que todo estaba preparado para reunirse en Niza.  

Niza, pertenecía al duque de Saboya y era territorio neutral. El papa se ofreció para mediar entre Carlos y Francisco, que acudió a la reunión con Leonor. La reunión fue bastante curiosa, pues ninguno de los contendientes quiso verle la cara al otro y solamente se comunicaron a través del papa. Sin embargo, no desaprovecharía Carlos la ocasión para abrazar a su hermana, que había llegado en una galera, y hasta allí se acercó a verla. Y entonces, tuvo lugar una curiosa y graciosa anécdota. Carlos quiso cruzar la pasarela hasta la embarcación, pero en esto Leonor salió y quiso cruzar también, y con el peso de ambos, la plancha de madera se rompió y cayeron al agua. Inmediatamente se zambulleron sus acompañantes para rescatarlos, para más tarde ser objeto de risas y chanzas.  

Las conversaciones entre los reyes continuaron y ante las presiones del papa se logró una tregua de diez años. Si durante este tiempo alguno de los dos la rompía, el papa amenazaba con actuar contra ellos. Qué duda cabe que Leonor tuvo mucho que ver en aquel acuerdo, como en el encuentro de su esposo Francisco y su hermano Carlos. Había insistido mucho en que tenían que reconciliarse, y al final logró que un mes más tarde se reunieran en Aigues Mortes, en Francia, muy cerca de la frontera con España. El 14 de julio de 1537 Carlos recibió en su galera a Francisco, al día siguiente fue Francisco quien lo recibió a él. ¿Qué ocurrió en aquellas reuniones? Pues que ambos reyes se abrazaron y se juraron amistad eterna. Los testigos cuentan lo siguiente: «el rey de Francia sacó un anillo del dedo con un diamante y dixo a S.M. que desde aquella ahora en adelante, él se tenía por su verdadero amigo y hermano para ser siempre amigo de sus amigos y enemigo de sus enemigos».  

Después de todo esto, cabe pensar si el rey de Francia estaba bien de la cabeza. Se puede entender el abrazo por parte de Carlos, que no deseaba otra cosa que la paz, aunque ya no se fiara un pelo de su cuñado. Se puede entender también que Francisco se sintiera presionado por Leonor para aceptar la amistad de Carlos. Lo que no se puede entender es cómo un rey puede ser tan testarudo y reincidir una vez tras otra, aun siendo vapuleado y hasta humillado por su contrincante. Definitivamente, pienso que Francisco sufría un severo trastorno, aunque nada hay de extraño, después de ver la ajetreada vida que les había tocado vivir. Y aquí viene otra reflexión: ¿No será más bien falso el significado de aquel dicho de “vivir como un rey”?  

Cuando Carlos perdió los nervios

Suleimán, con su ejército intacto al no haberse querido enfrentar al emperador, no tardó en atacar de nuevo Hungría y a Carlos le llegaron malas noticias: las fuerzas cristianas habían sufrido una severa derrota. Por tanto, la amenaza turca era prioritaria y dio las órdenes oportunas a Andrea Doria para devolver el golpe a los musulmanes en el Mediterráneo. Mientras tanto, Carlos y la emperatriz presidieron una asamblea en las Cortes Castellanas de Toledo, en octubre de 1538, donde explicaron las extraordinarias circunstancias que les había llevado a convocarlos: el emperador necesitaba recaudar dinero para combatir a los turcos y pedía que fueran aprobados unos impuestos al clero y a la nobleza, pero su propuesta obtuvo escaso éxito.  

Aquella asamblea fue, sin pretenderlo, una auténtica encerrona para Carlos en la que los nobles se iban a ensañar con él. Las continuas guerras en las que estaba inmerso el imperio no eran del agrado de muchos nobles que exigían un cambio de política y que el emperador se dedicara a los asuntos de España. Dos tercios de los miembros presentes se opusieron al impuesto. Carlos comprendió en ese momento la decepción de los castellanos, por tener un rey que además era emperador y no podía dedicarse de lleno a los asuntos del reino, tal como hicieron sus abuelos, que además fueron reyes y gobernantes los dos. Hubo solo un pequeño grupo compuesto por el duque de Alba y otros cuantos miembros que apoyaron a Carlos, aunque no pudieron influir en los demás.  

Para colmo, el condestable de Castilla lideró una delegación que trajo un escrito para que fuera leído en presencia de Carlos: «Parécenos que lo más importante y más debido a nuestra fidelidad es suplicar a V.M. trabaje por tener suspensión de guerras, y de residir por ahora en estos reinos, hasta que por algún tiempo se repare el cansancio y gastos de V.M. y de otros muchos, que le han servido y servirán, pues es cosa notoria que las principales causas de las necesidades en que V.M. está, han nacido de los dieciocho años que ha que V.M. está en armas por mar y tierra, y los grandes gastos que a causa destos recrecen.»  

Ante palabras tan duras contra el emperador surgieron protestas por todos lados. El propio Carlos saltó furioso dirigiéndose hacia el condestable mientras gritaba: «¡Voy a arrojaros por la ventana!» A lo que éste contestó: «¡Mirarlo ha mejor Vuestra Majestad, que si bien soy pequeño, peso mucho!» Más tarde, según cuentan los cronistas, Carlos se lamentaba diciendo: «¡He comprendido el poco poder que en realidad tengo!». Luego salió de allí despidiéndolos a todos ásperamente. El cardenal y ministro Tavera añadió: «No hay para qué detener aquí a vuestras señorías, sino que cada uno se vaya a su casa o a donde por bien tuviere». La nobleza de Castilla nunca más sería convocada a una sesión de las Cortes.  

Estamos ante un magnífico ejemplo del problema que significaba el emperador para España y España para el emperador. La nobleza, con razón o sin ella, no estaba dispuesta a gastar su dinero en guerras en el extranjero, aun cuando combatir a los turcos en Hungría era más beneficioso y más cómodo que hacerlo desde la propia España, donde se había combatido a los musulmanes por más de ocho siglos. Pero la nobleza insistía en que solo financiarían la defensa de España. El otro gran problema era tener un rey permanentemente ausente. Carlos lo había solucionado en parte nombrando a su hermano Fernando regente y Rey de Romanos y a su esposa Isabel regente de España en su ausencia. En Italia estaba el papa y los príncipes que ahora gobernaban en paz, pero no era suficiente y en todas partes era requerida su presencia.  

España no era una provincia de ningún imperio donde poder nombrar un virrey, España era un reino donde debía gobernar su propio rey, y estar presente era una de las peticiones que se le hicieron durante su primera ausencia, petición que procuró cumplir durante siete años, pero nunca más pudo permanecer en España por tanto tiempo. Todo esto no era, por supuesto, culpa del emperador, pero iba tomando buena nota, para que, en un futuro, el error fuera enmendado. Su hijo Felipe sería la clave de todo. El caso es que, Felipe agrandaría su imperio hasta dimensiones insospechadas, donde nunca se pondría el sol.  

He perdido todo mi bien

El nuevo embarazo lo pasó Isabel en compañía de Carlos yendo y viniendo a Tordesillas, donde pasaban largos ratos con la reina Juana. Fue un otoño tranquilo. En Marzo de 1539 la emperatriz no se encontraba bien, y el 20 de abril dio a luz en Toledo a un hijo muerto y a punto estuvo la madre de morir también. La fiebre no le bajaba, y cinco días más tarde empeoró. Carlos no se apartó ni un momento de ella, de rodillas delante de la cama. El 1 de mayo, sobre el mediodía, expiraba Isabel con solo 36 años, y con ella se marchaba la alegría del emperador.  

Cuentan los cronistas de la época, que Carlos estaba profundamente enamorado de su esposa desde el mismo momento que la conoció, y que la amó sobre todas las cosas desde ese día hasta su muerte. Nada más morir se abrazó a ella negándose a apartarse del cuerpo de su amada, mientras gritaba: «¡Dejadme, que he perdido todo mi bien!» Luego se encerró en sus aposentos sin querer ver a nadie, y cuando salió fue para prepararlo todo y confinarse en el monasterio de La Sisla durante siete semanas. Carlos no volvería a casarse de nuevo.  

Felipe, de doce años, también debió pasar un mal trance, pues durante el funeral se volvió y se metió en la cama. El cuerpo de Isabel fue trasladado a Granada, donde fue sepultada junto a los abuelos de Carlos, Isabel y Fernando. Muerta su esposa, Carlos redactó su testamento, en realidad lo que hizo fue modificarlo, pues era costumbre entre los reyes redactarlo apenas llegaban al trono y luego ir modificándolo según las circunstancias. Eran conscientes del constante peligro que les acechaba continuamente y convenía tenerlo todo atado y bien atado. Como curiosidad, el testamento de 1536 especificaba que, si tenía un segundo hijo varón, éste heredaría los Países Bajos y el Franco Condado. De haber sido así, la historia de España y de buena parte de Europa hubiera sido muy distinta, pues el ducado no hubiera llegado a manos de Felipe.  

Carlos también especificaba que en caso de heredarlo una de sus hijas, ésta debía casarse con uno de los hijos de su hermano Fernando. La intención de preservar el ducado en el seno de los Austrias es clara. También se preocupó Carlos de que el ducado de Milán estuviera fuera del alcance de los franceses, por lo que, también fue dejado en herencia a Felipe. De momento, y con tan solo doce años, Felipe fue nombrado regente nominal de España, siendo siempre guiado y asesorado por el cardenal Tavera, el duque de Alba y Francisco de los Cobos, hombres de confianza de Carlos, y de su tutor Juan de Zúñiga.  

Felipe quedaba solo ante una gran responsabilidad, bien asesorado, pero sin su padre, que una vez más debía partir, esta vez a su ciudad natal, Gante, donde debía hacer frente a una revuelta. En los Países Bajos no cesaban los disturbios. María había tenido que enfrentarse a una rebelión en Bruselas. Ahora era Gante, y Carlos decidió intervenir personalmente para acabar de una vez por todas con este asunto que se venía ya alargando por muchos años. En Gante, la rebelión va a ser aplastada y van a rodar muchas cabezas, por lo que, es este un episodio bastante criticado, donde se acusa a Carlos de despiadado. Viendo los hechos desde el punto de vista de nuestros días, quizás sí, fue bastante sanguinario, pero lo cierto es que en aquella época, era la manera de acabar con una revuelta definitivamente, y los revoltosos llevaban mucho tiempo dando guerra.  

Para ir a los Países bajos, el camino más corto era cruzar Francia. Dadas las excelentes y hasta empalagosas relaciones que existían entre Carlos y Francisco, ¿por qué exponerse a un naufragio en alta mar? ¡Cojamos el camino por Francia y ya de paso saludamos al cuñado! El propio Francisco, enterado de que el emperador se disponía a viajar, le envió un escrito invitándolo a cruzar su reino y a hacer un alto en el camino donde sería bien recibido « escrypté et sygnée de ma mayn, sur mon honneur » escrita y firmada por mi mano, por mi honor, decía Francisco. Carlos confiaba plenamente en su cuñado, sin embargo, no todos eran de la misma opinión y le advirtieron de que Francisco no era de fiar.  

[caption id="attachment_5173" align="alignnone" width="555"] Entrada solemne de Carlos V en París junto a Francisco I[/caption]  

El invitado

En diciembre de 1539 Carlos y su séquito era recibido por el delfín Enrique y el condestable Montmorency, que los acompañaron hasta la ciudad de Poitiers. Allí se encontró Carlos con su cuñado Francisco y su hermana Leonor y se celebraron fiestas en honor a los visitantes. Las navidades las pasó Carlos como invitado en el castillo de Fontainebleau, donde disfrutaron de los festejos y de la caza a diario. Para el día de año nuevo de 1540 Francisco organizó un gran banquete a las afueras de París. Más tarde, Carlos haría una entrada solemne en Parías, montado en un corcel negro español, en señal de luto por su esposa. A su derecha cabalgaba el delfín Enrique, y a su izquierda el duque de Orleans, hijos de Francisco, los mismos que estuvieron retenidos como rehenes a la espera de que su padre cumpliera el tratado de Madrid.  

Tras una semana en París, Francisco seguía colmando de atenciones a su cuñado y a todos sus acompañantes. Durante las interminables cenas se hablaba y se ensalzaban a tales o cuales personajes, como al duque de Alba, que se hallaba presente, opinando Francisco que tenía todas las cualidades para llegar a ser un gran general y contestando Carlos que tendría en cuenta su sugerencia, quedando así el duque más ancho que largo. Carlos parecía pasarlo bien, necesitado estaba de ello tras la pérdida de su amada Isabel.  

Pero tras la amabilidad y las atenciones de Francisco, algo se tramaba contra Carlos de puertas adentro. Francisco todavía se quejaba de aquel tratado de Madrid, donde fue humillado y obligado a entregar a sus hijos. Pero no era Francisco quien conspiraba contra Carlos, eran sus dos hijos, que aún le guardaban rencor y estaban dispuestos a pagarle con su misma moneda, secuestrándolo y obligándolo a entregar los dos territorios por los que su padre tanto había luchado: Milán y Nápoles.  

¿Cuál era el plan de los jóvenes príncipes, raptar al emperador mientras dormía y esconderlo en algún lugar? Por suerte, el condestable Fontainebleau ya sospechaba algo y acabó descubriéndolos y les advirtió de la imposibilidad de que siguieran adelante, ya que el rey, su padre, había dado su palabra y salvoconducto al emperador. Y no solo eso, sino que se había puesto de su parte en el asunto de la rebelión de Gante, ya que los sublevados habían acudido al rey de Francia para que les prestara ayuda y él no los había escuchado, en vista de lo cual, Carlos declararía agradecido: «Por su buena actitud hacia mi persona y el buen servicio que me ha prestado al no auxiliar a esos payasos de Gante, nunca más iré a la guerra contra él, y en el futuro permaneceremos perpetuamente buenos amigos y hermanos».  

Era ya entrado enero cuando el emperador y su escolta cruzaban la frontera entre Francia y los Países Bajos, donde fue recibido por su hermana María y los altos cargos del estado y la iglesia. Los dos príncipes franceses seguían junto a Carlos, se habían ofrecido a escoltarlo hasta su destino, aunque ya no con las intenciones de secuestrarlo. A Carlos llegaron a caerle bien los muchachos, e iba dándole vueltas a la idea de concederle a uno de ellos, al más joven, el ducado de Milán, siempre y cuando aceptara casarse con una de las hijas de su hermano Fernando. Era una buena idea que solucionaría la pugna de Francia por Milán, sin que este territorio dejara de pertenecer a los Austrias. Incluso se lo había comentado a su hermana Leonor.  

El 29 de enero el emperador entró en Bruselas. Y allí fue informado de la situación con los rebeldes. El 14 de febrero llegó a Gante en su papel de conde de Flandes y se puso al mando de las tropas de soldados alemanes enviados por Fernando. Ante la presencia del emperador y el despliegue de fuerzas, la tensión en Gante amainó de inmediato y comenzaron las detenciones de los cabecillas. ¿Pero por qué se habían sublevado los burgueses? No era nada nuevo, la burguesía de los Países Bajos hacía mucho tiempo que estaban en rebeldía por cualquier excusa. Ya se habían opuesto tiempo atrás al nombramiento de Carlos como emperador y ahora lo hacían negándose a pagar el impuesto que pedía María para crear un ejército que les protegiera contra una posible invasión francesa. Curiosa situación. María temiendo una invasión francesa, mientras su hermano cree haber contraído con Francisco una amistad inquebrantable, y el propio rey de Francia niega ayuda a los rebeldes, aunque en el fondo no renuncia a unos territorios sobre los que cree tener derechos.  

Tras poner fin a la revuelta de Gante, que acabó con numerosos burgueses pidiendo perdón y con la soga al cuello, Carlos decidió convocar una reunión familiar para resolver otros asuntos. Acudieron Fernando, María y Leonor. Se discutió la mejor manera de afrontar el problema religioso y luego se habló de Milán, que para eso había venido principalmente Leonor. El único candidato francés que Carlos estaba dispuesto a admitir era al joven duque de Orleans, siempre y cuando se casara con una de sus sobrinas. Pero aquí ya no solo contaba el deseo de Carlos sino la opinión y las condiciones de Fernando, si su hija llegaba a ser la duquesa. María, por supuesto, también contaba al ser parte interesada y Leonor traía las instrucciones necesarias de Francisco para no dejarse engatusar y sacar el mayor provecho posible del pacto, si es que llegaban a un acuerdo. Que no se llegó.  

Carlos dio por concluido el asunto y concluyó que, ya que la reunión familiar no había servido para sacar nada en claro, se posponía este tema para otra ocasión. En realidad, Carlos había decidido resolver el problema cómo y cuando a él le pareciera conveniente; y lo hizo en cuanto llegó a Bruselas, redactando un acta secreta donde nombraba duque de Milán a su hijo Felipe. Ahora vas y lo cascas.  

Después de pasar algunos meses con María, hasta asegurarse de que Gante estaba completamente en calma, se dirigió a Alemania, donde también habían surgido algunos problemas con los luteranos. Llegó la primera semana de 1541 decidido a poner orden aquí también, aunque sabía que este asunto iba a ser mucho más complicado y no le serviría pasar por la horca a unos cuantos rebeldes. El mismo día de su 41 cumpleaños llegó a Ratisbona. Habían pasado 20 años desde que un monje se puso frente a él y le desafió manteniendo su postura y afirmando que toda la fe mantenida por los cristianos durante mil años estaba errada.  

[caption id="attachment_5174" align="alignnone" width="1000"] Biblia de Lutero traducida al alemán[/caption]  

Durante ese tiempo hubo levantamientos, persecuciones y ejecuciones. Los luteranos fueron especialmente perseguidos en los Países Bajos y hasta el propio Carlos tuvo que llamarle la atención a su hermana recomendándole más tolerancia, tal como se hacía en Alemania. Carlos nunca tuvo intención de ceder ante la reforma, tal como le decía a Frenando en una carta: «las costumbres y ceremonias de la Iglesia deben ser preservadas exactamente como siempre habían sido, profesadas y practicadas. Estoy decidido a no participar en modo alguno dispensando, cambiando o alterando algo de nuestra fe», pero tampoco se cerró en banda y optó por la tolerancia: «Nadie, ya sea por condición espiritual o temporal, debe, en detrimento de nuestra verdadera fe cristiana, emplear violencia... Se debe ganar a los luteranos con mucha delicadeza.»  

En la Dieta de Ratisbona, las representaciones de luteranos y católicos solo llegaron a ponerse de acuerdo en la doctrina de la Trinidad y poco más. Tampoco hubo tiempo para seguir discutiendo, pues en el mes de mayo llegaron noticias de que los turcos intentaban invadir Hungría. ¡Pesaítos son los moros también! Carlos tuvo que suspender la Dieta, dejó los principales asuntos en manos de Fernando y partió de inmediato para Italia. A Fernando le quedaba un buen problema al que enfrentarse. Los príncipes de cada estado del imperio hacían valer su poder para determinar a qué religión adherirse. En muchos de estos estados la reforma triunfó, habiéndose prometido libertad para elegir su credo, promesa que no se cumplió, ya que los gobernantes prohibieron practicar el catolicismo. Y donde seguían siendo de mayoría católica, hicieron lo mismo persiguiendo a los luteranos; con lo cual, muchos estados entraron en guerra.  

El 3 de septiembre el emperador entraba en Génova, desde donde zarpó hasta Viareggio, y desde allí, ya por tierra, hasta Lucca, donde se encontró con el papa. Allí mantuvieron largas conversaciones tratando el tema del luteranismo y la necesidad de convocar el prometido concilio para dar soluciones al conflicto. También explicó al papa su intención de lanzar un nuevo ataque naval sobre el norte de África para atraer la atención de los turcos. Durante los meses que pasó en los Países Bajos y Alemania, sus oficiales habían estado recaudando fondos, tropas y barcos para tal fin.  

El desastre de Argel

Desde el punto de vista de los “expertos” en el tema, las campañas del emperador contra el norte de África no sirvieron para gran cosa, pero lo cierto es que la campaña contra Túnez en 1535 sirvió para que Barbarroja dejara de molestar las costas italianas por un buen tiempo. Carlos deseaba desde hacía mucho tiempo liderar una de estas expediciones y se embarcó en una gran flota que transportaba a un gran ejército dispuesto a conquistar Túnez. En esta ciudad había al menos 20.000 esclavos cristianos, que ante la noticia de que el emperador venía hacia allí, formaron una revuelta que facilitó la entrada del gran ejército, sin apenas tener que luchar. Barbarroja huyó y estableció su nueva base de operaciones en Argelia.  

[caption id="attachment_5178" align="alignnone" width="740"] Conquista de Túnez[/caption]  

El ejército imperial, compuesto por alemanes, italiano, portugueses y españoles, decepcionado por no haber podido entablar batalla, comenzó a exigir lo que era habitual tras la conquista de una ciudad: el saqueo. Carlos no pudo negarse y dio libertad para saquear Túnez durante tres días. Miles de musulmanes fueron hechos prisioneros para más tarde ser vendidos como esclavos y se produjeron muchos asesinatos. Hasta los generales del emperador mostraron sus quejas a Carlos haciéndole ver que aquel comportamiento no era de buenos cristianos.  

En venganza por la pérdida de Túnez, Barbarroja atacó las Baleares, arrasando Mahón y capturando a muchos de sus habitantes para convertirlos en esclavos. Seis años más tarde, Carlos estaba a punto de embarcarse en otra expedición al norte de África comandada por él mismo. Quería extinguir el peligro musulmán en sus mismas raíces. La expedición no iba encaminada solo a combatir a Barbarroja para atraer la atención turca. Sabía que Barbarroja mantenía contactos con los moriscos españoles y se temía lo que tantos vaticinaban, una nueva invasión musulmana de la Península Ibérica.  

Era otoño de 1541. Cientos de barcos compuestos de naves de transporte y galeras se reunieron en Mallorca, desde donde partieron para Argel. Había marineros y soldados de infantería, como de costumbre, procedentes de Italia, Alemania y España, principalmente. Entre sus componentes, el conquistador de Méjico Hernán Cortés. Pero alguien no asesoró bien al emperador, y es más que incomprensible, que tantos navegantes conocedores del mar, cometieran el error de iniciar la expedición entrado ya el otoño, cuando las tormentas son impredecibles.  

Nada más salir de Mallorca les sorprendió una tormenta que causó algunos naufragios. Al llegar a las costas de Argelia, apenas si pudieron desembarcar las fuerzas de infantería. Muchas embarcaciones chocaron contra las rocas y fue imposible el desembarco de la artillería. Los barcos tuvieron que regresar a alta mar, mientras los soldados, sin medios adecuados para defenderse, fueron atacados por los argelinos. La lluvia no dejaba encender las mechas de los arcabuces, mientras los argelinos disparaban sus ballestas.  

Seguía lloviendo cuando los barcos pudieron regresar a rescatar a los soldados, que habían decidido retirarse. Solo Hernán Cortés pidió seguir en suelo africano y contraatacar, pero su petición fue rechazada. De vuelta a España, la tormenta siguió castigando a la flota imperial. Las embarcaciones más pequeñas no resistían y se iban a pique, las de mayor envergadura tuvieron que lanzar al mar todo lo que llevaban para hacer sitio a los hombres que iban siendo rescatados. Los caballos eran lo que más sitio ocupaban, y llegó un momento en que hubo que tomar la amarga decisión de arrojarlos al mar. Uno de los cronistas de abordo comentó: «No hubo corazón que no se partiera por la pena y el dolor de verlos nadando en mar abierto, batiéndose con las olas y tratando de salvarse, mientras perdían la esperanza de llegar a tierra y seguían con los ojos a sus barcos y a sus amos que les miraban impotentes viéndoles perecer y ahogarse frente a ellos».  

Fue un desastre del que un personaje sin honor, que sufría trastornos de personalidad, quería aprovecharse. Años atrás, en Túnez, en el puerto de La Goleta, Carlos se había hecho con un documento que demostraba que su cuñado Francisco tenía contactos con Barbarroja. Pero no imaginaba que ahora, cuando más confiaba en él, el rey de Francia aprovecharía su desdicha para aliarse con Suleimán.

No tuvo tiempo el emperador de lamentarse por el desastre de Argel, pues nada más llegar a España se dio cuenta de que su apretada agenda le esperaba dispuesta a ocupar cada instante de su vida. No obstante, aquella impotencia de ver cómo los musulmanes se organizaban en las tierras conquistadas al desaparecido imperio bizantino y se empeñaban en atacar con la pretensión de entrar en Europa, no dejaban de preocupar al emperador, que años más tarde le comentaba al papa lo siguiente: «Estoy empezando a temer que Dios pretenda que todos nosotros nos convirtamos en musulmanes; ¡pero ciertamente pospondré mi conversión hasta el último momento!”».  

Para antes de acabar el año 1541, Carlos comenzó una gira que lo llevaría hasta Cartagena, Ocaña, Toledo, para acabar con una visita a su madre en Tordesillas en enero del nuevo año. Esta vez le había sido imposible hacerlo por navidad, pero aun así, no quiso dejar pasar la oportunidad de estar unos días con ella, pues siempre que la dejaba, nunca sabía cuándo tendría la oportunidad de verla de nuevo. Todavía no sospechaba que no habría una próxima vez. Inmediatamente después, marchó a Valladolid, donde las Cortes se reunirían en asamblea.  

Durante la primera reunión, los asistentes intentaron infundir ánimo a Carlos agradeciéndole los esfuerzos realizados en Argelia a pesar de la mala suerte sufrida por la flota, aunque aprovecharon la oportunidad para hacerle ver, muy sutilmente, que el peligro norteafricano era una buena razón para no abandonar España. Carlos, que no tenía ganas de dar explicaciones, les dio la razón, para que diera comienzo la asamblea sin más cháchara. La buena noticia llegó cuando se aprobaron 400.000 ducados anuales durante tres años para garantizar la defensa de España contra los moros. Las sesiones de las Cortes se alargaron hasta el 4 de abril, lo cual nos da una idea de los numerosísimos asuntos que el emperador tenía pendientes.  

Acabada la asamblea, el emperador emprendería otro viaje de gran importancia que lo llevaría por los históricos reinos de España, con el fin de que el heredero a la corona (ahora ya una sola) fuera reconocido y jurado por todos ellos. El itinerario incluía Burgos, Navarra y los territorios correspondientes a la Corona de Aragón: Valencia, Cataluña y el propio Aragón. En este viaje no podía faltar, por supuesto, el príncipe Felipe. Era costumbre que el heredero visitara estas regiones, donde debía jurar las libertades, fueros y costumbres, para luego ser reconocido por las autoridades competentes.  

Estando reunido en Cortes en Monzón, Carlos recibió la fatal noticia de que Francisco, su cuñado francés, le declaraba la guerra. Otra vez. ¿Qué excusa había buscado ahora el Neuronas bipolares? Pues… rebuscando un poco, encontró la siguiente: el año anterior, un embajador suyo había sido asesinado por nadie sabe quién, pero Francisco decidió que el asesino había sido el gobernador de Milán nombrado por Carlos, el marqués del Vasto. De esta manera, el Neuronas ya tenía la excusa perfecta para armar otra gran fiesta: «a consecuencia del gran, execrable e inusual trato inhumano empleado por el emperador contra el rey y sus embajadores». El francés no solo declaró la guerra a Carlos, sino que se alió con los turcos para ir conjuntamente contra España, la casa de Austria, y en definitiva, contra todo el imperio.  

Para empezar, el Neuronas reclamaba los condados del Rosellón y la Cerdaña, aquellos que tanto esfuerzo les costó recuperar a Fernando el Católico. Carlos ordenó inmediatamente reforzar las defensas pirenaicas. Pero su cuñado no se amilanó y puso cerco a Perpiñán. El duque de Alba se dirigió hacia allí en julio, a la vez que Andrea Doria llegaba con una flota que transportaba seis mil soldados alemanes. Pocas semanas después, los franceses se tenían que retirar.  

Mientras tanto Carlos llegaba a Barcelona el 16 de octubre. El príncipe Felipe debía hacer una solemne entrada, pero se anticipó un día y tuvo que pernoctar aquella noche en un convento en las afueras. Aquella tarde, a Felipe se le ocurrió la idea de visitar Barcelona de incógnito, y haciéndose acompañar por algunos guardias se fue a «conocer los divertimentos que ofrecía la ciudad por la noche.» Luego regresó al convento, y a la tarde siguiente hizo su entrada oficial y se celebró la ceremonia de juramentos y reconocimientos. Durante el día 9 tuvieron lugar homenajes y festejos. Entre las autoridades presentes se encontraba (no podía faltar) el virrey de Cataluña, Francisco de Borja, que por lo visto, era buen amigo del emperador.  

Borja ejercía como virrey desde 1539 y durante esos días tuvieron conversaciones muy íntimas. Carlos seguía estando muy afectado por la muerte de su amada esposa. Los múltiples asuntos y los constantes viajes lo mantenían con la mente apartada de su pena, pero al mismo tiempo le provocaban cada vez más estrés. Cuando estaba fuera, solo sus hijos mantenían la ilusión de volver a España, pero una vez aquí el recuerdo de Isabel estaba más presente y su pena aumentaba. Carlos anhelaba cada vez más dejarlo todo y retirarse a una vida religiosa donde esperaba encontrar la paz. Se cree que su fracaso en Argelia fue interpretado como una señal divina. Quizás ahora que Felipe había sido reconocido como su sucesor en España era el momento para dar el paso. Todo esto se lo contaba en confianza a Borja, que era de su misma opinión. De hecho, el virrey de Cataluña cumpliría su deseo al año siguiente, dejando su cargo y tomando los votos a la muerte de su esposa.  

De momento, el anhelo de Carlos debía esperar. Tras los festejos en Cataluña acompañaría a su hijo hasta Valencia, donde debía repetirse todo el ceremonial antes de regresar a Castilla. Con todo esto, se encajó la navidad de 1542. Felipe tenía ya 16 años y su padre iba a anunciar su boda con la princesa María de Portugal. Felipe era ya todo un hombre y él podía partir tranquilo. Nadie esperaba esta noticia. Cuando todos esperaban que se quedara por mucho más tiempo del habitual, Carlos dejaba a Felipe a cargo de todo y salía de España para estar ausente nada menos que catorce años.  

Felipe no quedaba desamparado. Junto a él habría tres hombres que contaban con la confianza del emperador. Juan de Tavera, arzobispo de Toledo, Francisco de Cobos y el duque de Alba. A su lado estaría también su tutor Juan de Zúñiga, en cuyas manos quedarían unos documentos escritos por Carlos en persona, para que su hijo fuera instruido debidamente en los quehaceres del reino. En uno de ellos le explicaba «la manera que en el gobierno de vuestra persona como en el de los negocios en general os habéis de guiar y gobernar.» (Se mantiene la ortografía original, salvo algunas palabras que se han corregido para su fácil lectura y entendimiento.)  

«Tener siempre a Dios delante de vuestros ojos»; y «ser sujeto a todo buen consejo». «Nunca permitais que heregías entren en vuestros reinos; favoreced la Santa Inquisición… y por cosas del mundo no hagais cosa que sea en su ofensa». En referencia a algún supuesto caso de corrupción entre sus ministros, Carlos le pedía contundencia, ser siempre «muy justiciero», «en todo muy templado y moderado. Guardaos de ser furioso, y con la furia nunca executeis nada», «guardar mucho la libertad entre todos para que sus botos sean libres». Sabiendo el emperador que cada reino peninsular era diferente en su forma de pensar y de ver las cosas, le advertía que debía tratar de forma diferente a unos y a otros, «porque más presto podriades errar en esta gobernación (la de Aragón) que en la de Castilla». Sobre las audiencias, «también aveis de tener horas para ser entre la jente visto y platicado».  

Una de las preocupaciones de Carlos era la de los estudios de Felipe, pues bien sabía que su hijo era vago y descuidado en este aspecto. «Como os dixe en Madrid, no aveis de pensar quel estudio os hará alargar la niñez». «El ser hombre temprano no está en pensar ni quererlo ser, ni en ser grande de cuerpo, sino solo en tener juicio y saber con qué se hagan las obras de hombre, y de hombre sabio, cuerdo, bueno y honrado. Y para esto es muy necesario a todos el estudio y buenos ejemplos y pláticas». Y puesto que iba a ser el gobernante de muchas gentes, le aconsejaba aplicarse en aprender «la lengua latina» para poder entenderse con ellos. «Ni sería malo también saber algo de la francesa».  

No quiso pasar por alto Carlos algo tan importante como su paso de niño a hombre. En el gobierno del reino iba a estar forzosamente rodeado de personas mayores, tal como él lo estuvo con su misma edad. Más valía que se fuera acostumbrando cuanto antes. «Hasta agora todo vuestro acompañamiento han sido niños... daquí adelante no aveis de allegarlos a vos». «Vuestro acompañamiento principal ha de ser de hombres viejos y de otros de edad razonable». «Presto os casareys», le decía, previniéndole de las consecuencias. ¿Qué consecuencias? Las del exceso. Era de creencia generalizada que su difunto tío, el príncipe Juan, había muerto agotado, por un exceso de relaciones sexuales, recién casado con Margarita. ¿Se sentiría Margarita alguna vez culpable, con la sensación de haberse cargado a su esposo? Carlos temía que a su hijo le ocurriera lo mismo, y por las recomendaciones que le daba, da a entender que él mismo fue muy comedido con este tema. «Eso suele ser dañoso, asy para el crecer del cuerpo como para darle fuerzas. Muchas vezes pone tanta flaqueza que quita la vida.» «Apartaros della (de su esposa) lo más que fuere posible». Cuando estuviera con ella que fuera «por poco tiempo», para acabar aconsejándole que una vez casado le fuera siempre fiel y nunca fuera con otras mujeres.  

Otros documentos eran de carácter secreto, pidiéndole guardarlos «debaxo de vuestra llave sin que vuestra mujer ny otra persona la vea». ¿Qué dejó escrito Carlos en esos documentos? Eran instrucciones y consejos, donde se prevenía a Felipe de posibles personas no deseables dentro de la administración. Y esas personas tenían nombres y apellidos. «Ya se os acordará de lo que os dije de las pasiones, parcialidades y casi bandos que se hacían o están hechos entre mis criados». Le hacía saber que tanto el arzobispo Tavera como Francisco de Cobos eran cabecillas de esas facciones. ¿Por qué los había puesto entonces junto a Felipe? Su mismo padre le daba la explicación: «Aunque ellos son las cabezas del vando, todavía los quise juntar porque no quedassedes solo en manos del uno dellos». «Antes tratar los negocios con muchos y no os atéys a uno sólo». El emperador no solo ponía en práctica el dicho de: “al enemigo mejor tenerlo cerca”, sino la fórmula romana de no dejar el gobierno en manos de un solo cónsul. Dos mejor que uno.  

El duque de Alba, el tercer hombre de confianza que Carlos puso junto a Felipe, también se llevó su repaso: «él pretende grandes cosas y crecer todo lo que pudiere, aunque entró santiguándose muy humilde y recogido; de ponerle a él ni a otros grandes muy adentro en la governación os haveis de guardar, porque después os costará caro». Sin embargo, aunque codicioso y con muchos enemigos, Carlos sabía el buen servicio que el duque le prestaba en cuanto a asuntos de guerra: «es el mejor que hagora tenemos en estos reynos». El emperador acaba sus cartas pidiéndole a su hijo que se encomiende a Dios, para que, entre ambos, él de viaje y Felipe al frente de España, lleven a buen término sus proyectos. 

 

La importancia de estar bien comunicados

El día 1 de mayo de 1543, el emperador partía del puerto de Barcelona con una flota de cincuenta y siete galeras capitaneadas por Andrea Doria rumbo a Italia. En la tarde del 25 de mayo, después de hacer algunas paradas en otras ciudades costeras debido al mal tiempo, la flota del emperador entró en el puerto de Génova. No podía Carlos pasar por Italia sin hacer la correspondiente visita al papa, que salió a saludarlo con todo su séquito de cardenales, moratones y hematomas. Pablo III y el emperador mantuvieron una charla privada, seguramente concerniente a la alianza entre Francisco y los turcos. No tardó mucho esta vez en reanudar su viaje, para dirigirse a Trento, donde se hacían los preparativos para celebrar un concilio. Luego se dirigió a Innsbruck.  

Estando ya en Austria, Carlos fue informado de que la flota de Barbarroja había sido vista navegando por el Mediterráneo hasta recalar en Marsella, donde el rey francés le había dado cobijo. Acto seguido Carlos mandó un correo avisando a Barcelona de que su puerto podía correr peligro. Bueno sería saber cómo funcionaban los correos en aquella época, pues fue precisamente Carlos quien impulsó el desarrollo de toda una compleja red de mensajería que comunicaba cada rincón del imperio.  

Hemos visto muchas veces en cine y televisión a esos mensajeros que salían a toda velocidad con su caballo, picando espuelas para llevar un mensaje urgente; cómo los jinetes tienen sus bases donde cambiaban de caballo, dejando el que llevaba ya muchos kilómetros recorridos para montar a otro más fresco; cuando no cambiaban caballo y jinete, pasando el correo de uno a otro mensajero. Todo eso estaba muy bien, pero en un país medianamente civilizado como era España o cualquier otro de los que abandonaban definitivamente la edad media para entrar de lleno en la edad moderna, necesitaban de un sistema de comunicaciones mucho más sofisticado. Y si un país necesitaba de estos servicios, cuánto más los iban a necesitar un imperio que abarcaba toda Europa.  

El servicio de correos más parecido, en lo que a su organización se refiere, al que conocemos hoy día, tuvo su origen en Bruselas, cuando entró como administrador de correos Francisco de Tassis, de origen italiano. En 1450, Tassis ya había transformado el sistema y organizaba enlaces entre Viena, Italia y Bruselas. A partir de ese momento, las comunicaciones iban a adquirir una sofisticación e importancia nunca vista. El sistema llegaría a España de la mano de Felipe el hermoso, que en su fugaz reinado de dieciocho días, le dio tiempo a conceder a dedo cuantos monopolios le dio la gana. Quizás la mejor concesión que hizo fue la del servicio de correos a la familia Tassis, que en realidad se escribía Tassos, pero que cambiaron su apellido en los Países Bajos. En Alemania, sin embargo, se escribía Taxis, y hay quien piensa que el servicio de taxis actual se vino a llamar así inspirándose y homenajeando el apellido de esta familia, aunque es más probable que taxi venga de taxímetro (taxi significa en griego tasa, la cantidad a cobrar). Pero quién sabe si se aprovechó esta coincidencia para ponerle el nombre al otro gran servicio de comunicaciones que nació, tal como lo conocemos hoy, a principios del siglo XX.  

A la llegada de Carlos al trono de España no dudó en confirmar a los Taxis para que siguieran con el monopolio, con la idea de extender el servicio a toda Europa. El emperador no sabía cuándo y dónde podría encontrarse en determinado momento, y necesitaba un buen sistema de comunicaciones. Esto desembocó en protestas por parte de los que siempre habían abogado porque no se hicieran concesiones a extranjeros, y menos de un calibre tan importante. Sin embargo, Carlos no estaba dispuesto a ceder esta vez, pues lo que primaba era la calidad del servicio, y la familia Taxis tenía ya una larga experiencia de más de setenta años. Los Taxis tenían los medios necesarios para llevar a cabo las exigencias del emperador. ¿Alguien de los que airadamente protestaban tenía una oferta mejor? Al final tuvieron que dar la razón al emperador y el proyecto quedó en manos de los Taxis.  

La alianza franco-musulmana

La alianza entre el rey de Francia y los musulmanes fue un escándalo que levantó airadas protestas en toda Europa. Poco le importaba a Francisco que lo acusaran de hereje si a cambio conseguía sus propósitos. En agosto de 1543 las flotas aliadas sitiaron el puerto de Niza. Los duques de Saboya y del Vasto acudieron en ayuda de la ciudad con tropas traídas desde Milán. El ejército y la flota franco-turca tuvo que levantar en asedio y retirarse. Aquel invierno lo pasarían resguardados en el puerto de Tolón, desde donde no pararían de molestar los territorios imperiales cercanos.  

Una vez solucionado el asedio de Niza, la preocupación del emperador ahora se centraba en los Países Bajos, donde el duque Guillermo de Cleves se había puesto de parte de los franceses. Un enorme ejército de 40.000 soldados se puso en marcha y descendieron en barcos por el Rin. En agosto de 1543, la fortaleza del duque rebelde fue asaltada y quemada. Un mes más tarde, el duque de Cleves se arrodillaba y pedía perdón ante el emperador. Carlos lo perdonó y no lo despojó de la totalidad de sus títulos, pero hubo de ceder las provincias de Güeldres y Zutphen a la casa de Austria. Por aquellos días, Carlos sufrió un ataque de gota que no lo dejaba caminar si no era apoyándose en alguien, un mal que no dejaría de acompañarlo ya durante toda su vida.  

[caption id="attachment_5324" align="alignnone" width="800"] María Manuela de Portugal[/caption]  

Ese invierno de 1543 se casaba Felipe con la princesa María Manuela de Portugal. Ambos tenían 17 años. El lunes 12 de noviembre, Felipe entraba en Salamanca. Horas más tarde llegaba la princesa. Cuentan una anécdota que dice que Felipe se disfrazó para asomarse a un balcón y poder verla pasar sin ser reconocido. Pero alguien le dijo a María que aquel que la miraba con tanta curiosidad era el príncipe, y ella, ruborizada se cubrió la cara con su abanico. Pero el bufón que la acompañaba, le arrebató el abanico, quedando su rostro al descubierto, pudiendo así Felipe contemplar cuan bella era la princesa destinada a ser su esposa. Aquel mismo día la pareja fue desposada por el cardenal Tavera. Tras las celebraciones, los recién casados partieron para Valladolid. De camino, quisieron parar en Tordesillas para visitar a la reina Juana, abuela de ambos, que se alegró mucho de verlos. Dicen que quiso que sus nietos bailaran para ella. Carlos, mientras tanto, iba siendo puntualmente informado de los acontecimientos. Sin duda estaba satisfecho, pues todo iba discurriendo según lo previsto.  

No obstante, apenas pudo valerse por sí mismo, y aunque su hermana intentó disuadirlo, Carlos se puso al frente de un ejército que se dirigió a la frontera entre los Países Bajos y Francia. Allí los franceses, tal como venía temiéndose María hacía tiempo, habían iniciado ataques y se habían hecho con algunas ciudades. Carlos no solo las recuperó, sino que ocupó la ciudad francesa de Cambrai que, por su importancia estratégica, decidió anexionarla a su país natal.  

El 2 de enero de 1544 apenas se hubo recuperado, Carlos abandonó Bruselas acompañado de su hermana María. El 1 de febrero llegaron a Espira donde se encontraron con Fernando para programar una dieta que se celebraría el día 20 de aquel mes. En un largo discurso, el emperador trató de transmitir el mensaje de que la paz era posible si todos se unían contra la amenaza turca, y ahora también la amenaza francesa que no había dudado en aliarse con los infieles. Todos allí estaban al corriente de la bienvenida dada en Marsella a Barbarroja, del cobijo dado a la flota turca en Tolón y del ataque y asedio a Niza. Por tanto, nadie objetó nada. El problema iba a ser poner de acuerdo a católicos y protestantes. Sin embargo, ante la promesa de suspender los decretos en contra de los líderes protestantes de la Liga de Esmalcalda y de que en el futuro tendrían igualdad de derechos en las elecciones al Consejo Imperial, no fue difícil convencerlos para que se aprobaran unos presupuestos que permitirían reclutar a 20.000 soldados y 4.000 jinetes con sus correspondientes caballos.  

Las generosas concesiones hechas a los protestantes suscitaron las correspondientes protestas del papa. Carlos lo tenía claro y contestó que lo verdaderamente importante era conseguir la paz en Alemania, porque solo así habría unidad para combatir la amenaza turca. Tendría que darle la razón el papa cuando vio cercana la amenaza de Francisco al invadir Lombardía. El rey francés iba a tener la satisfacción de vencer a las tropas imperiales muy cerca de Turín. En otoño de 1544, la alegría de Francisco se tornaría amargura. Los comandantes del emperador avanzaron por toda Francia hasta llegar a las puertas de París. Francisco, desesperado ante la amenaza imperial se puso enfermo. Solo Leonor logró consolarlo y lo convenció para negociar la paz con su hermano.  

Francisco I de Francia se vio obligado a firmar la paz (por enésima vez) en unas condiciones claramente desfavorables. Francia renunciaba a sus pretensiones sobre Nápoles, Milán, las ciudades de los Países Bajos... en fin, lo de siempre. Los notarios se sabrían de memoria la lista de todos los territorios a los que Francisco renunciaba. Por su parte, Carlos, esta vez, cansado ya del carcamal de su cuñado, apenas hizo concesión alguna. El tratado era más una exigencia que una negociación; y por eso, tres meses más tarde, el emperador recibió una queja formal de parte del delfín de Francia, el príncipe heredero Enrique, el que estuvo como rehén de Carlos en Madrid, quejándose de los términos abusivos del tratado. No había sucedido todavía a su padre, y el príncipe, más que delfín parecía ya un gallito.  

Leonor, que siempre había estado muy unida a Carlos, perecía estar entre la espada y la pared. Por una parte, no le quedaba otra que conformarse con la cabezonería de su esposo de estar declarándole la guerra una y otra vez al emperador, y por otra, tenía la obligación de intentar ponerlos de acuerdo, de contentar a su hermano. Por eso quiso viajar a Bruselas a encontrase con él y con Fernando. Todos ellos celebraron el feliz encuentro. Hubo incluso festejos para celebrar la paz. Fueron días felices para ellos y para el pueblo alemán, que disfrutaba también de paz entre católicos y protestantes. Fernando por su parte, como rey de Hungría, conseguía un acuerdo con los turcos, evitándose así una nueva guerra. Demasiada calma.  

Aquella felicidad se vería enturbiada por una triste noticia. Aquel verano de 1545, María, la esposa de Felipe, se ponía de parto y daba a luz un hijo varón el 8 de julio en Valladolid, al que pusieron de nombre Carlos, pero pocos días después la madre moría. Solo llevaban casados un año y ocho meses. No le dio tiempo a ser reina de España.  

Carlos volvería a padecer nuevos ataques de gota. Esta vez más fuertes, que le impedían mover piernas y manos. Por lo visto Carlos no llevaba una dieta demasiado saludable y no hacía caso a las recomendaciones de sus médicos, tal como escribió el embajador veneciano Bernardo Navajero: «El emperador come en abundancia; quizá más de lo que es conveniente para su salud, considerando su constitución y hábitos de ejercicio. Ingiere una clase de comida de donde surgen las dos indisposiciones que le atormentan; a saber, la gota y el asma. Intenta mitigar esos desórdenes con ayunos parciales durante la tarde, pero los médicos dicen que sería mejor si dividiera los alimentos del día en dos comidas regulares. Cuando su majestad se encuentra bien, piensa que nunca caerá enfermo, y hace muy poco caso de los consejos de su médico; pero en cuanto vuelve a caer indispuesto, hace cualquier cosa para poder recobrarse.»  

Incluso bromeaba con su estado de salud, como cuando comentaba a los embajadores franceses entre risas: «¡Cómo pensáis que podría violar alguna vez el tratado, cuando ni siquiera tengo fuerzas en mi mano para firmarlo, de tanto como me afecta la gota!». No era un buen momento para quedarse inmovilizado, pues las cosas volvían a ponerse tensas con los protestantes. La Liga de Esmalcalda se sentía humillada ante la decisión del papa de no dejarlos participar en el Concilio de Trento. Las cosas habían marchado medianamente bien mientras Carlos pudo hacer de mediador. La Liga había proporcionado fondos para hacer frente a la amenaza francesa y ahora estaban colaborando para luchar contra los turcos en caso de ser necesario, pero el desprecio de que fueron objeto por parte del papa venía a enturbiarlo todo.  

El emperador no estaba dispuesto a quedarse en la cama y pidió ser transportado en litera allá donde fuera requerida su presencia. En enero de 1546, estando en los Países Bajos, se reunieron en la catedral de Utrecht los caballeros de la Orden del Toisón de Oro, a la que el emperador acudió en litera. Una parte de cada sesión la dedicaban al análisis de la conducta moral y política de cada caballero. El emperador no se libraría de este análisis y fue reprendido por exponerse demasiado al peligro de la guerra, donde frecuentemente lideraba los frentes. También fue criticado por acumular demasiadas deudas, ocasionadas por esas mismas guerras. Desde su litera, Carlos escuchó y aceptó humildemente las críticas.  

El 18 de febrero de 1546 fallecía Martín Lutero. Tras él quedaba la reforma religiosa que él mismo inició tres décadas antes. Unos reformistas que creían que la iglesia católica se había desviado del propósito original del cristianismo y unos católicos que no estaban dispuestos a renunciar a su forma tradicional de adoración ni a ceder ante los que trataban como herejes. Dos bandos enfrentados, donde el propio emperador se vería obligado a intervenir. Hasta el papa creyó conveniente declarar la guerra santa a los protestantes y así se lo ofreció a Carlos, el cual rechazó la oferta por creer que el problema era más bien político. No obstante, el papa le envió 12.000 soldados que el emperador sí aceptó, y junto a los 8.000 españoles llegados de los tercios de Italia, 16.000 alemanes, 10.000 italianos y otros 10.000 de los Países Bajos, llegó a reunir un gran ejército de más de 44.000 soldados, más otros 7 de caballería.  


Confusión religiosa en Alemania

«La cuestión religiosa está en tal posición y la confusión de Alemania es tan grande que hay pocas esperanzas de que los protestantes, de común acuerdo, abandonen sus errores y regresen a la comunión de la Iglesia». Es lo que le contaba Carlos a su hijo Felipe en una carta enviada en febrero de 1546. Llegado el verano, las cosas no habían ido a mejor y así se lo hacía saber también a su hermana María: «Todos mis esfuerzos de mi viaje aquí, y la propia conferencia de Ratisbona, han acabado en nada. Los príncipes y electores herejes han decidido no asistir a la Dieta en persona; en verdad están determinados a alzarse en rebelión inmediatamente hasta la completa destrucción de los eclesiásticos. Si vacilamos ahora lo perderemos todo. De este modo hemos decidido, mi hermano y el duque de Baviera, que solo la fuerza les llevará a aceptar unos términos razonables. A menos que emprendamos una acción inmediata todos los estados de Alemania podrían perder su fe, y los Países Bajos podrían seguirlos.»  

Durante el verano y toda la segunda mitad del año 1546 se sucedieron los enfrentamientos entre las tropas internacionales del emperador y las de los príncipes protestantes. Vino a confirmarse lo que Carlos ya sospechaba, que la rebelión de los príncipes electores obedecía más a razones políticas que religiosas. El duque Mauricio de Sajonia, por ejemplo, ambicionaba el título y territorio del príncipe elector Juan Federico de Sajonia, y no dudó en pactar y ponerse de parte del emperador. No fue el único; muchos otros hicieron lo mismo, bien por intereses parecidos o por ver cómo entre ellos no se ponían de acuerdo, con la consiguiente ventaja que eso daba al emperador.  

Acabado el verano, las fuerzas imperiales tenían aseguradas sus posiciones en el Danubio. En enero de 1547, Fernando avisó a su hermano de que era necesario reforzar el frente en Sajonia. Allí envió Carlos a uno de sus aliados protestantes, Alberto Alcibiades de Brandeburgo, cuyas tropas fueron rechazadas y dispersas por Juan Federico. El emperador mientras tanto, había controlado el centro y el sur, y decidió entonces adentrarse en territorio de Juan Federico. Era ya el mes de abril cuando sus tropas se unieron a las de Fernando.  

Las ciudades por donde pasaban las tropas imperiales se iban rindiendo sin apenas presentar resistencia. El emperador, que no podía caminar, se desplazaba a caballo entre sus hombres dándoles ánimos. El 24 de abril trataron de cruzar el río Elba cerca de Mühlberg, pero las fuerzas protestantes habían destruido el único puente disponible y confiaban que el emperador no podría pasar y no les daría alcance. Pero las tropas imperiales estaban sobradas de recursos; la caballería húngara no tardó en construir uno. Mientras tanto, también se había descubierto un vado por el que poder pasar. Cuenta un cronista que «se desnudaron diez arcabuceros españoles, y estos, nadando con las espadas atravesadas en las bocas, llegaron a los dos tercios de puente que los enemigos llevaban el río abajo, porque el otro tercio quedaba el río arriba muy desamparados dellos. Estos arcabuceros llegaron a las barcas, y las ganaron, matando a los que habían quedado dentro, y así las trajeron».  

En menos de una hora, todos habían cruzado el río, y antes del anochecer pillaron desprevenidos al enemigo en un bosque. No fue propiamente una batalla. Fue más bien una desbandada. Carlos cuenta los hechos en una carta enviada a España: «Los enemigos comenzaron a desmayar y puestos en huida una hora antes que se pusiese el sol, yendo los nuestros en su alcance toda la noche y parte del día siguiente, matando y hiriendo en ellos hasta no quedar hombre en el campo que hiciese resistencia, tomándoseles su artillería y municiones y carruajes». Juan Federico fue hecho prisionero y llevado ante el emperador. Al pedir ser tratado de acuerdo a su rango, el emperador le contestó que sería tratado según se merecía y fue encerrado en el castillo de Halle. Un mes más tarde, Juan Federico fue declarado culpable de rebelión y sentenciado a muerte. La sentencia fue anulada a condición de renunciar a su cargo de elector. Y cómo no, los territorios y el cargo de elector fueron transferidos al duque Mauricio, que por algo se había aliado con el emperador. Tal como decía Carlos, puros intereses políticos, donde el conflicto religioso era solo una excusa.  

Mientras Carlos trataba de solucionar el conflicto religioso en Alemania, desaparecían de Europa dos de los personajes que más directamente habían influido en la vida y política del emperador. En enero de 1547 fallecía su cuñado Enrique VIII de Inglaterra a los 56 años. Había sido buen amigo de Carlos, aunque nunca se fio de él y las relaciones de ambos se enfriaron cuando repudió a su tía Catalina, para acabar rompiéndose con los cambios religiosos en Inglaterra. En cualquier caso, el emperador siempre quiso mantenerse al margen de dichos cambios, hasta el punto de que el papa lo acusó de “favorecer herejes”. Ahora reinaba María Tudor, su prima y antigua prometida.  

El 31 de marzo de ese mismo año fallecía Francisco I de Francia, el cuñadísimo, el gran amigo, casi hermano, y a la vez archienemigo de Carlos. Tenía 53 años y murió a causa de una enfermedad venérea. Hoy los franceses solo quieren recordarlo como un monarca emblemático del periodo renacentista, impulsando a Francia en el desarrollo de las artes y las letras. Se valora también mucho su “importante” papel en asuntos europeos, o lo que es lo mismo, se valora el hecho de que no parara de dar por culo constantemente al emperador del Sacro Imperio, por considerar que, de no haber quien le parara lo pies, Carlos V hubiera tenido demasiado poder, algo que, según algunos, no era bueno. El caso es que, las ambiciones expansivas de Francia nunca llegaron a materializarse, ni durante el reinado de Fernando e Isabel, ni de su nieto Carlos. Siempre estuvo encajonada entre España y el resto de Europa. Quizás, de no haber sido por la cabezonería de este rey bipolar, Milán habría ido a parar a uno de los hijos de Francisco, tal como tenía en mente Carlos, y hoy sería territorio francés. Francia, siendo una potencia militar y económica en aquella época, podría haber llegado a ser mucho más, de haber seguido su rey por el camino de la buena amistad con el emperador, siendo cuñados como eran. Pero Francisco, que llegó al trono de chiripa, prefirió las rabietas y los enfrentamientos contra un gigante con el que quiso jugar a ser “David” aunque su onda apenas acertó a rozarle muy levemente. Pero qué más da todo eso, si era un experto en arte.  

Leonor, viuda de Francisco, se retiró de la corte y se marchó a Poitou, una residencia campestre. Tras dieciocho meses allí, decidió marcharse a los Países Bajos para vivir cerca de su hermana. Carlos por su parte, empeoraba de su enfermedad que no lo dejaba levantarse de la cama, y aun así, no dejaba de atender los asuntos del gobierno. Durante ese tiempo estuvo recibiendo a las delegaciones de las ciudades protestantes. El emperador se había propuesto manejar con mucho tacto aquel asunto para que la paz se mantuviera en Alemania. A excepción de los dos príncipes electores que fueron detenidos y despojados de sus cargos, no se tomaron represalias contra nadie más. El ejército fue disuelto y las tropas venidas de otros países se marcharon. El emperador todavía tuvo la precaución de ordenar que fueran respetadas las creencias protestantes y fueran permitidas las misas en las que solo se observaban dos de los siete sacramentos de la iglesia tradicional católica, y la comunión empleando también el vino, además del pan. Todo esto, por supuesto, provisionalmente, ya que era el papa el que debía decidir en su próximo concilio.  

La Dieta de Augsburgo no pudo ser presidida por Carlos, que delegó temporalmente esos asuntos en su sobrino Maximiliano, hijo de Fernando. Durante aquellos días tuvo lugar una nueva reunión familiar en Augsburgo, donde se debatieron algunos asuntos y se aprovechó para traer al gran pintor Tiziano, que hizo retratos de Carlos, de Fernando, de María y algunos otros personajes allegados a la corte. Tiziano inmortalizó a Carlos V y contribuyó más, si cabe a engrandecer al emperador, que tras su victoria sobre los rebeldes protestantes, sus múltiples victorias sobre Francisco I y la paz conseguida con los turcos, estaba en la cima de su carrera y era considerado por sus contemporáneos como un auténtico césar. No obstante, era consciente de que todo era transitorio y frágil. Sabía que los turcos volverían más pronto que tarde, y que la paz con los protestantes no se conseguiría solo por la fuerza militar y solo habría una solución definitiva si se trataba con la máxima autoridad de la Iglesia, tal como le contaba a Felipe en una carta: «Después de todos nuestros desvelos y fatigas para traer de vuelta a los herejes alemanes, he llegado a la conclusión de que un concilio general es la única manera».  

Por otra parte, Carlos era consciente de su precario estado de salud y se ponía en lo peor. Por eso, quería dejarlo todo atado y bien atado. Lo habló y pidió el parecer de su hermana María durante aquellos días. Quería saber qué le parecía la idea de hacer venir a Felipe a los Países Bajos, para que se fuera familiarizando con aquellas tierras, ya que tenía intención de dejárselas en herencia. En la primavera de 1548 Felipe, que por entonces tenía 21 años, convocó las Cortes de Castilla donde comunicó su inminente partida. Los castellanos, que ya llevaban seis años sin rey, perdían ahora también a su príncipe, por lo que, fue una noticia muy mal recibida. A principios de aquel año, Carlos había enviado al duque de Alba, no solo para comunicar a Felipe que su padre quería que viajara a los Países Bajos y a Alemania, sino que el duque traía un extenso documento con una serie de instrucciones, cuyo encabezado decía: Aviso o instrucciones para el príncipe, en el que se aborda en detalle todas las áreas de la política europea y los asuntos de la iglesia, inspirado por el amor fraternal que os tengo. En el documento, que Felipe tuvo que estudiar a conciencia, Carlos pretendía que su hijo estuviera bien preparado para ser presentado en sociedad ante los príncipes europeos. Y para ello, quiso también que se fuera familiarizando con los protocolos en uso en la corte de Borgoña, mucho más sofisticados, según el emperador, que los protocolos españoles. Los nuevos ceremoniales fueron inaugurados en la corte española, a pesar de la falta de entusiasmos de los cortesanos, el 15 de agosto de 1548 coincidiendo con las celebraciones de la fiesta de la Asunción.  

«Si las ausencias de sus príncipes van adelante, estos reinos quedarán mucho más pobres y perdidos que lo están». Es lo que habían declarado los castellanos al saber que Felipe se marchaba también. Carlos, que había previsto la reacción, ya había dispuesto que Maximiliano, el hijo mayor de Fernando, viajara a España en sustitución de Felipe y se hiciera cargo de la regencia del país. No habría problemas de comunicación, Maximiliano hablaba perfectamente español, alemán, francés y tenía nociones de otras lenguas. El 2 de octubre, Felipe partía de Valladolid hacia Barcelona, y el 2 de noviembre, una flota de 58 galeras ponía rumbo a Génova, donde Felipe sería huésped de Andrea Doria durante más de dos semanas. El 19 de diciembre entraron en Milán y fue recibido a lo grande por el duque de Saboya. Recordemos que Felipe era duque de Milán, título cedido por su padre. Allí permaneció 19 días; celebrando las navidades y el año nuevo entre visitas, banquetes y festejos. Durante su estancia pudo encontrarse con Tiziano, al cual encargó varios retratos.  

El viaje se reanudó el 7 de enero de 1549 ascendieron por el valle del río Adigio hasta salir de Italia y adentrarse en territorio del Sacro Imperio. El día 24 llegaron a Trento, allí fue recibido por los cardenales de Trento y Augsburgo, y por el recién nombrado príncipe elector de Sajonia, Mauricio. Poco después de conocerlo, Mauricio, que a pesar de ser protestante se alió con el emperador para derrocar a Juan Federico, ocupar su puesto como príncipe elector y hacerse con sus tierras, le pedía un favor: que intercediera por su suegro, el landgrave Felipe de Hesse. Este landgrave (título nobiliario similar a conde) fue encarcelado después de crear, junto a Juan Federico, la Liga de Esmalcalda y conspirar contra el emperador. Felipe prometió intentarlo, pero le advirtió que no podía intervenir en las decisiones de su padre.  

Las calles de Trento se encontraban adornadas con arcos triunfales, no por la llegada del príncipe Felipe, sino porque en aquellos días debían estar celebrándose allí las sesiones del Concilio de la Iglesia. Pero un brote de peste los hizo trasladarse a Bolonia. Sin embargo, la comitiva que acompañaba a Felipe no hizo caso a las recomendaciones del pontífice y declararon que la ciudad era segura. De haber estado allí Fernando Simón, hasta él le hubiera recomendado a su hijo que podía viajar a Trento a saludar al príncipe. Durante los días que Felipe permaneció allí, como era costumbre en cada ciudad donde era recibido, se celebraban grandes fiestas y banquetes. Se habla de fiestas con bailes donde Felipe debía sacar a bailar a la dama más hermosa, y de bailes de máscaras que duraban hasta el amanecer. Y sin guardar la distancia de seguridad. De haber existido los p c rs, a saber cuántos contagiados hubieran salido de allí.  

En abril llegaron a Múnich. Recibimiento por parte del duque de Baviera. Más banquetes, más fiestas. Días de caza alrededor de la ciudad. Los cronistas informaban los días felices que estaba pasando el príncipe: «Durante todos esos entretenimientos, Su Alteza estuvo tan contento, relajado y sociable como si comprendiera la lengua alemana; en consecuencia, todo el mundo quedó encantado, y por encima de todos la hija del duque».  

El 21 de febrero, después de dejar Múnich, entraban en Augsburgo. Felipe sentía una sensación extraña en aquella ciudad, solo por el hecho de saber que estaba llena de herejes. Su padre había hecho posible la convivencia entre católicos y protestantes, sin embargo, aquello era algo nuevo para él, y no le gustaba. Como tampoco le gustaba saber que aquel palacio majestuoso que tenía ante él pertenecía a la familia Fugger, unos financieros que se habían enriquecido prestando dinero a su padre. Bienvenido al mundo real, pequeño Felipe.  

El viaje de Felipe continuó por territorios luteranos y en todas partes era recibido con muestras de júbilo. Quedó sorprendido en la ciudad de Heidelberg, capital del Palatinado. La ciudad está construida en una colina rodeada de bosques, por donde cruza el río Neckar. Por entonces Heidelberg era todavía católica, pero estaba rodeada por ciudades luteranas. Allí pasó cuatro días entre bailes y banquetes, donde según los cronistas se sentía feliz, a la vez que los alemanes se sentían satisfechos por tener entre ellos a un príncipe que lo pasaba bien y se adaptaba a «muchas cosas y costumbres». El propio Felipe escribiría contando sus experiencias: «he sido muy bien recibido por todos estos príncipes y ciudades de Alemania y con mucha demostración de amor».  

Era hora ya de marchar hacia los Países Bajos, donde su padre y sus tías lo esperaban. El 21 de marzo llegaban a Luxemburgo. Carlos estaba en Bruselas desde septiembre del pasado año. Allí pasaba los días descansando y recuperándose de sus últimos ataques de gota, pero sin dejar de atender los asuntos políticos más importantes. Ya podía dar largos paseos y de vez en cuando también se atrevía a salir de caza. Era ya finales de marzo y Felipe estaba a punto de llegar. Su tía María se encargó de organizarle una gran bienvenida. El 1 de abril de 1549 Felipe hizo una entrada triunfal en Bruselas a lomos de su caballo acompañado de 1.600 jinetes.  

Las calles estaban ornamentadas con arcos triunfales e iluminadas por antorchas, y un gran gentío que se calcula en unas 50.000 personas salieron a darle la bienvenida al hijo del emperador. Al final del recorrido Felipe fue recibido formalmente por sus tías, María, reina de Hungría y gobernadora de los Países bajos, y Leonor, reina de Francia. Las dos acompañaron a Felipe hasta donde le esperaba el emperador. Padre e hijo se fundieron en un abrazo, hacía seis años que no se veían.  

Carlos no se encontraba bien, por eso Felipe no quiso salir de Bruselas durante más de tres meses. El embajador francés describía su estado: «los ojos cansados, la boca pálida, el rostro más muerto que vivo, su voz era débil, su aliento corto y su espalda arqueada». Aun así, el emperador quiso hacer agradable la estancia de su hijo: «Durante todo ese período hubo grandes celebraciones, banquetes, bailes, elegantes máscaras, partidas de caza y torneos». Durante estas celebraciones, Felipe pudo conocer a mucha gente que más tarde desempeñarían un importante papel en su política. Y por supuesto, hubo un buen grupito de bellas damas que se sentían atraídas por él en cada fiesta.  

No todo eran fiestas y diversión, Felipe era llamado a diario por su padre, que durante varias horas lo instruía personalmente. El 12 de julio salieron de Bruselas juntos a recorrer las provincias. El propósito era el juramento de Felipe en cada una de las provincias para ser reconocido heredero de ellas, tal como había hecho en España. En cada ciudad de los Países Bajos, el emperador, su hijo y María, que también los acompañaba, eran recibidos con grandes celebraciones. Las provincias del sur fueron recorridas en julio y agosto, para reanudar la gira de las demás provincias en septiembre.  

El último día que Felipe pasó en Bruselas fue un día de despedidas. Fueron muchos los amigos que hizo durante su estancia y por la noche, cómo no podía ser de otra manera, hubo fiestas. «Esa noche Su Alteza no se acostó. Permaneció en la plaza principal, conversando con las damas sentadas en sus ventanas. Unos pocos caballeros, jóvenes e incluso algunos mayores, lo acompañaron. La conversación versó sobre el amor, se contaron historias, hubo lágrimas, suspiros, risas, chanzas. Hubo baile a la luz de la luna al son de las orquestas que tocaron toda la noche».  

Iniciaron el emperador y su hijo un viaje hacia Aquisgrán, Colonia y Bonn, donde se embarcaron y navegaron por el Rin, mientras Carlos se relajaba y dictaba sus memorias a sus secretarios. Llegaron a Maguncia, donde se alojaron como invitados del arzobispo y finalmente, el 8 de julio de 1550 llegaron a su destino: Augsburgo, donde fue convocada la Dieta Imperial, a la que asistiría por primera vez Felipe. Fue una gran experiencia para el príncipe, que pudo observar de primera mano las discusiones entre protestantes y católicos, tolerados entre sí por haberlo decretado su padre.  

Carlos V se encontraba en aquellos momentos, sin duda, en lo más alto de su carrera política, era el rey del mundo. Sentía, no obstante, que no había conseguido todo lo que se había propuesto hacer. Una vida es muy poco para ser emperador. En cualquier caso, era suficiente como para dejar un buen legado a su sucesor. Y de eso precisamente estaba interesado en hablar con la familia. Carlos no solo quería dejar en herencia a Felipe los Países Bajos, sino también Alemania. Para lograrlo necesitaba el apoyo de toda la familia, y eso iba a ser prácticamente imposible. Era septiembre de 1550 cuando se reunieron en Augsburgo. A lo largo de los años, Carlos había ido consolidando el control sobre Austria y Bohemia, territorios heredados de los Habsburgo, y las había puesto en manos de Fernando. Nunca había tenido reparos en compartir el poder con sus hermanos. Sin embargo, ahora quería que todo fuera a parar a Felipe.  

No olvidemos que Fernando había sido elegido Rey de Romanos en 1531, lo cual significaba que sería el sucesor de Carlos. Los príncipes electores, en aquellos momentos se decantaban porque el siguiente Rey de Romanos fuera Maximiliano y no Felipe. María era partidaria de Felipe, y entonces, Fernando hizo llamar a Maximiliano, que hacía de regente en España. Carlos y Fernando llegaron a enfrentarse en fuertes discusiones y así pasaron varios meses. Siendo como eran los emperadores elegidos por los príncipes electores, podría parecer que aquellas discusiones eran inútiles, pero no olvidemos que estos electores eran fácilmente manipulables y susceptibles de cambiar de opinión.  

Finalmente, Carlos se impuso, y a regañadientes todos firmaron un acuerdo en el cual se declaraba que Felipe sería el siguiente después de Fernando y Maximiliano quedaba relegado al último lugar. Ni Fernando ni Maximiliano estaban dispuestos a respetar lo formado, pero al menos de momento todo quedaba en calma. En mayo de 1551 Felipe se preparaba para regresar a España cuando recibió una carta de Mauricio de Sajonia deseándole buen viaje. La carta no era más que una excusa para recordarle el favor que le pidió cuando lo tuvo como huésped: que intercediera por la liberación de su suegro Felipe de Hesse. Felipe le contestó que lo había intentado pero que de momento no había conseguido nada, además de agradecerle lo bien tratado que se había sentido en su compañía.  

Felipe regresó a España, Carlos se quedó en Alemania cada vez más enfermo; y mientras tanto, en Italia estallaba un nuevo conflicto. De nuevo los franceses se ponían en pie de guerra, el fantasma de Francisco volvía a cabalgar; esta vez era su hijo, Enrique II, que odiaba a Carlos con más fuerzas que su padre desde que estuvo como rehén en Madrid. Las fuerzas acuarteladas en Milán consiguieron extinguir el conflicto y se llegó a un acuerdo de paz momentáneo, pero la cosa iría a más, pues Enrique tenía un aliado inesperado, un traidor que durante años se había ganado la confianza del emperador y en aquellos precisos momentos estaba a cargo del ejército imperial: Mauricio de Sajonia.  

Lo cierto es que, aunque traicionó al emperador, Mauricio tenía sus razones para levantarse en armas. Mauricio era de firmes creencias luteranas, y aunque hasta el momento había sido fiel a Carlos, su paciencia llegó al límite después de haber agotado todas las vías diplomáticas para que a los protestantes no se les negara la entrada a los concilios o para que su suegro Felipe de Hesse fuera excarcelado. En cualquier caso, fue un golpe bajo para el emperador, que veía cómo sus esfuerzos para mantener la paz se venían abajo, y más en un momento en el que ni siquiera podía valerse por sí mismo.  


Los príncipes luteranos se sublevan

Mauricio de Sajonia llevaba tiempo buscando los apoyos de otros príncipes luteranos que estuvieran dispuestos a levantarse contra el emperador. Cuando lo hubo conseguido se pusieron en contacto con Enrique II, quien, como buen hijo de su padre que pactaba con el mismo diablo, no dudó en aliarse con ellos, pues esto le daba la oportunidad de anexionarse ciudades de Flandes que los franceses consideraban suyas.  

Es curioso que, mientras Mauricio hacía los preparativos en secreto, envió la acostumbrada delegación a Trento, a la que siempre le bloqueaban el paso. Sin embrago, en esta ocasión recibió el consentimiento para asistir al Concilio. Ya era demasiado tarde y Mauricio no daría marcha atrás. Durante este Concilio, los clérigos fueron alertados de que un grave conflicto estaba a punto de azotar Alemania y muchos emprendieron el camino de vuelta. En abril de 1552 las fuerzas de Mauricio ocupaban Augsburgo.  

El emperador, afligido, sentía que algo había hecho mal. Él mismo había puesto al mando de las tropas imperiales a aquel príncipe ansioso de poder. Casi sin fuerzas físicas ni mentales, le escribió a Fernando haciéndole partícipe de su estupor: «Al presente... sin poder ni autoridad, me encuentro obligado a abandonar Alemania, no teniendo a nadie que me apoye aquí, y demasiados oponentes, con el poder en sus manos. ¡Qué bonito final me espera para mi ancianidad! Sé bien en qué débil posición me encuentro para defenderme. Si lo demoro más tiempo, existe la posibilidad de que una mañana me encuentre capturado en mi cama.»  

Mientras Mauricio ocupaba varias ciudades alemanas, Enrique enviaba su ejército a Flandes. El emperador, sin su ejército, no podía hacer otra cosa que escapar e intentar llegar a Italia. Mauricio, sospechando el camino que cogería Carlos y sabiendo que se encontraba indefenso, había enviado tropas al Tirol con intención de capturarlo. Pero Fernando le salió al paso. Carlos llegaba por fin el 27 de mayo a Villach, después de viajar transportado en camilla y teniendo que soportar una tormenta de nieve.  

Cuando las noticias llegaron a España, causaron gran indignación. La humillación sufrida por su padre enfureció a Felipe, que escribió inmediatamente a Andrea Doria anunciando su determinación de acudir en ayuda de su padre y pidiendo su colaboración: «Estoy determinado de pasar a servir a S. M., y para tal efecto e querido escrivir esta, para rogaros que en llegando Genoba me hagais tanto placer que luego bolvais con las galeras sin perder punto porque yo pueda pasar». Varios nobles, entre ellos el duque de Alba, partieron de inmediato en ayuda del emperador, sin embargo, Felipe recibió órdenes de su padre de no moverse de España y se dedicara solo a reclutar hombres. Carlos no quería que Felipe se implicara en la contienda. Sabía que los príncipes alemanes rechazaban a su hijo como candidato a Rey de Romanos y temía que poniéndose al frente de un ejército contra ellos levantara más rechazo aún.  

En Venecia, al saberse la noticia, se apresuraron a ofrecerle al emperador asilo y protección. El duque de Alba llegaba a Milán con siete mil hombres. A estos se sumaron, además, los tercios españoles de Italia. Carlos ya podían ir organizando un gran ejército, en vista de lo cual, Mauricio se avino a negociar con Fernando y pactaron una tregua de un año. En el acuerdo, a cambio del cese de toda actividad militar, los luteranos consiguieron la libertad de Felipe de Hesse, a la que Carlos se opuso, pero que finalmente, debido a su precaria situación, tuvo que aceptar.  

Mauricio no podría saborear por mucho tiempo la humillación causada al emperador. El príncipe de Sajonia tenía enemigos entre los luteranos, algunos no le perdonaban el tiempo que había estado al servicio del emperador; otros, como Alberto Alcibiades, malgrave de Brandeburgo, simplemente no estaban a favor de la revuelta. En julio de 1553, Alberto se enfrentaba a él en una batalla campal en la que Mauricio recibió un disparo que le causó la muerte.  

El desastre de Metz

Con el ejército reunido, y en vista de que ya no sería utilizado para combatir a los luteranos, se decidió marchar a Flandes para recuperar las ciudades ocupadas por los franceses, Metz, Toul y Verdún. A pesar de que el otoño ya estaba avanzado, el duque de Alba, al frente del ejército imperial, estaba seguro de que tendrían éxito. A ellos se unía, además, Alberto de Brandeburgo, cuyos servicios aceptó el emperador, aunque desconfiando de su fidelidad, después del desengaño sufrido con Mauricio. El mismo Carlos escribiría a su hermana María lamentándose: «Dios sabe lo que siento al encontrarme en situación tan apurada como para tratar con el margrave, pero la necesidad no conoce ley». Uno de los generales, bastante optimista declaraba estar seguro de que: «desde el día de su nacimiento Su Majestad no ha tenido tan magnífico ejército como posee ahora, ni tan grandioso, ni compuesto por soldados tan excelentes». Este general nunca hubiera imaginado lo que le deparaba el destino a aquel magnífico ejército.  

Carlos sufría dolores en las articulaciones debido a la gota, y aun así subió a su caballo y cabalgó por el campamento para inspeccionar a sus tropas. Días después hasta se atrevió a hacerlo a pie. El primer objetivo sería Metz, defendida por el duque de Guisa. Se esperaba un gran asedio, pero estaba seguro de poder resistir con los siete mil hombres de que disponía en su interior. Carlos tenía a su disposición más de cien cañones. La ciudad comenzó a ser bombardeada por los imperiales que atacaban por el sudoeste, mientras los ejércitos de Flandes lo hacían por el nordeste.  

Las murallas tardaron una semana en ceder, abriéndose una brecha de cuarenta metros, por donde pudieron entrar los soldados. Nada habían conseguido, pues Guisa no había perdido el tiempo los meses que había pasado en Metz, sino que había ordenado construir otras defensas en su interior. Tras las murallas encontraron otro muro que necesariamente debían derribar si querían controlar la ciudad. Los bombardeos continuaron, pero las murallas no se rompían, y llegó el mal tiempo; lluvia, nieve, enfermedades. El dinero se agitaba y dejaron de pagarse los sueldos, lo que provocó motines y deserciones.  

Tras dos meses desastroso y sin esperanza de éxito, tanto el emperador como el duque de Alba comprendieron que aquella campaña fue un error y debían retirarse. Carlos se lamentaba diciendo: «La fortuna es una mujer; abandona a los viejos y sonríe a los jóvenes». Más que una retirada, parecía una derrota. Muchos muertos, tanto en la batalla como por enfermedades, para no conseguir nada, una tragedia que venía a infligir una pena más al deteriorado emperador. Es curioso, que las tres derrotas sufridas por el emperador, la expedición a Francia desde Italia, donde los franceses adoptaron la estrategia de la tierra quemada, la de Argel, donde el mal tiempo y las tempestades jugaron en contra, y ahora esta, no fueron por ser superados por el enemigo, sino por no prever la táctica del contrincante o escoger mal las fechas de la campaña.  

Carlos regresó a Bruselas. Seguía enfermos, pero no podía desfallecer. La guerra emprendida por Mauricio había provocado la escasez de alimentos y había disturbios. Había que solucionar esos problemas, antes de regresar a España, pues Carlos no pensaba en otra cosa que abandonarlo todo y retirarse a un lugar tranquilo. Pero no podía abandonar sin antes recuperar las ciudades invadidas por los franceses. Y no solo era la necesidad de recuperar las ciudades, sino de detener a los franceses que no paraban en sus incursiones por la frontera. Debía reunir dinero y organizar otro ejército para lograrlo. En el verano de 1553 todo estaba preparado para volver al campo de batalla. Todas las ciudades fueron recuperadas, a excepción de Metz, que permanecería en manos francesas durante un siglo. A parte de esta espinita que no pudo sacarse, Carlos infligió una nueva derrota a Francia, esta vez al hijo rebelde de Francisco, que se vio obligado a firmar la paz y dejar de dar por culo en la frontera con Flandes.  

Podía darse por satisfecho, pero el emperador no podía desprenderse, además de sus dolencias físicas, de la fuerte depresión que sufría, y solo pensaba en abdicar y olvidarse de todo. María, entonces le aconsejó que llamara a Felipe, su presencia en los Países Bajos era necesaria. Carlos, que durante el enfrentamiento con Mauricio no vio conveniente la actuación del príncipe, comprendió que ahora, ante la amenaza francesa, era más necesario que nunca. La experiencia con Francisco le hacía sospechar a Carlos que con su hijo no iba a ser diferente y pronto tendría que enfrentarse de nuevo a él. Felipe había causado muy buena impresión a los flamencos durante su visita; si le hacía venir, eso reforzaría aún más su buena imagen, haciéndoles ver que estaba a su lado en los malos momentos.  

Una vez allí, Carlos resolvería el tema de la abdicación y otros asuntos, para dejarlo todo atado y bien atado, antes de volver a España juntos. Pero Carlos, también quería hablar con su hijo del tema financiero. Las constantes guerras que él siempre había querido evitar sin conseguirlo, habían dejado las arcas exhaustas. Y aquellas riquezas provenientes del Nuevo Mundo, que por todos los medios no quería tocar, en beneficio del príncipe, «para después de mis días para que tuviessedes de donde proveeros, y faltando yo os occurriesse alguna necessidad»- había dicho, eran necesarias ahora para aliviar la situación. Pero antes de que Felipe pudiera viajar a los Países Bajos, iba a pasar algún tiempo, pues al príncipe le habían encontrado novia y era de primordial importancia que la boda se celebrase cuanto antes. Su propio padre estaba dispuesto a esperar.  

El emperador, sumido en sus depresiones, había decidido esperar la llegada de Felipe a solas, sin nadie que le hablase de problemas. Según los médicos «Su Magestad dize que tiene muy corta la vida, a causa de las grandes diversidades de enfermedades que le atormentan y afflizen». No recibía ni a embajadores ni a sus propios consejeros. Pero uno de esos días en que se preocupó por escuchar a uno de ellos, le contó que el jovencísimo Eduardo VI, el hijo heredero de su difunto cuñado Enrique, había fallecido y María subía al trono de Inglaterra. De pronto, las depresiones pasaron a un segundo plano y Carlos pareció rejuvenecer. No, no era él quien pretendía casarse con su antigua prometida. Él, como había dicho a los médicos, tenía ya la vida muy corta. El que debía casarse con María era Felipe.  

El casamiento de Felipe era una cuestión que el emperador tenía en mente hacía tiempo, prácticamente desde que enviudó. De hecho, se estaba negociando un nuevo matrimonio con otra princesa portuguesa. Pero la oportunidad de formar una alianza con Inglaterra no debía dejarse escapar, pues de esta manera Francia quedaba rodeada por los cuatro costados. De hecho, el anuncio provocó alarma en Francia y por lo visto causó sorpresa a Fernando, que barajaba la posibilidad de casar a su hijo menor con María. A todo esto, María tenía ya 36 años. Como dicen en Casariche, era ya una mocita vieja.  

Hechas las diligencias necesarias y viendo Carlos que el matrimonio podía llevarse a cabo, contactó con Felipe para hacerle saber su deseo de contraer vínculos con los ingleses, y éste se puso al servicio de su padre sin rechistar. A María le fue enviado una copia del retrato que Tiziano le había hecho a Felipe, y por lo visto, quedó más que complacida y aceptó casarse con él, siempre y cuando Felipe aceptara ciertas cláusulas que se incluirían en el contrato que sus estrictos consejeros se encargarían de redactar. María tenía los genes de su abuela Isabel la Católica, y dejó bien claro desde el principio que allí la reina era ella. La boda se celebró en la catedral de Winchester el 25 de julio de 1554. Aquel enlace iba a permitir que Inglaterra se reconciliara con Roma después de veinte años de cisma, provocado por el atolondrado Enrique VIII. Una reconciliación que dejaba en muy buen lugar ante el papa tanto al padre como al hijo.  

Hubo otro motivo por el que Felipe retrasaría su viaje a Bruselas. María estaba embarazada y se sentía mal, por lo que, no creyó conveniente dejarla sola y quiso esperar. La supuesta preñez no fue más que un embarazo psicológico. El 29 de agosto de 1555 Felipe se despidió de la reina en Greenwich, que lo había pasado muy mal y ahora quedaba desolada: «Asomándose a una ventana que tenía vistas sobre el río, dio rienda suelta a su pesar con un torrente de lágrimas, y ni una vez abandonó la ventana mientras él estuvo a la vista». Una vez en Dover, todavía tendría que esperar a embarcarse hasta el 4 de septiembre, debido al temporal. Una vez que fue posible el embarque, la travesía del canal solo duró tres horas hasta Calais. Y por fin, el día 8 se reunía en Bruselas con su padre. «El rey de Inglaterra llegó aquí ayer -escribió un testigo-, se encontraba inusualmente animado, y tan gentil con todas las damas, que tuvo su sombrero en la mano casi incesantemente».  


Felipe hacía ya trece años que ejercía como regente de España en calidad de príncipe, aunque sus funciones eran las de un rey. Por eso a través de los años, y a pesar de las instrucciones que constantemente recibía de su padre, su política fue diferenciándose poco a poco de la mantenida por el emperador. Hay quien ha visto en esta independencia de Felipe unas desavenencias entre padre e hijo, aunque nada hay que lo evidencie, salvo la diferencia entre pareceres en algunos asuntos de estado que discutían por carta. Un caso que puede servir como ejemplo fue el referente a la mano de obra de los indios en América conocido como el repartimento. Carlos siempre fue contrario a la explotación de los indios por parte de los europeos, antes bien, quería seguir con la política que su abuela Isabel dejó escrita, ordenando favorecer y tratar de igual a igual a los habitantes del Nuevo Mundo.  

Para que las leyes se cumplieran con los indios, se enviaron sacerdotes que, además de evangelizar a los nativos, mantenían informados a los reyes de cuantos atropellos cometían los colonos que llegaban constantemente, no solo de España, sino de lugares como Inglaterra, Francia o los Países Bajos. Los colonos demandaban el empleo de los indios como un derecho y a Felipe le había tocado debatir el tema con los clérigos de España y, aprovechando su boda con María, también con los de Inglaterra. El asunto era bastante espinoso. Por una parte, se trataba de respetar los derechos de los legítimos habitantes del Nuevo Mundo, a los cuales se quería convertir en cristianos y, en el caso de España, en ciudadanos españoles. Por otra, los colonos habían ofrecido a la corona cinco millones de ducados de oro, una ayuda inestimable como explicaba Felipe, que sacaría de los apuros económicos en que se encontraba el Imperio: «No pudiendo socorrer de otra parte para pagar lo mucho que se debe».  

No era pues, muy recomendable negarles a los colonos la ayuda en forma de explotación de los indios que pedían, y a pesar de la desaprobación del emperador, Felipe actuó según creyó conveniente: «Por todas estas causas e otras, estoy determinado en ello para que se ponga en execución. Decid a Su Magestad con toda instancia que de otra manera no se podría tratar este negocio». No obstante, Felipe creía, al igual que su padre y su abuela, que en el asunto de los indios estaba implícito un profundo principio moral, pero contrariar a los colonos podía significar una rebelión y la privación de las riquezas que desde allí llegaban. Por eso, Felipe se excusaba y trataba de explicar a su padre que él nunca estuvo de acuerdo con tales prácticas.  

Mientras Felipe se casaba en Inglaterra y su padre esperaba paciente su llegada a Bruselas, ocurrieron algunas cosas. Enrique II, sabiendo que el emperador estaba postrado en una cama sin poder moverse, que Felipe estaba con sus asuntos y Fernando no estaba tampoco en los alrededores, buscó, no solo venganza, sino desfogar su rabia por la treta del emperador al haber contraído vínculos con Inglaterra. Era, sin duda, un digno hijo de su padre. Los ataques indiscriminados a la frontera de Francia con Flandes buscaron hacer el mayor daño posible, a ser posible, sobre posesiones de la propia María y lugares de gran valor. Y para asegurarse de que la destrucción era efectiva, el propio Enrique se puso al mando de sus tropas.  

Durante la anterior campaña, donde Carlos recuperó las ciudades ocupadas por Francia, otras ciudades fueron gravemente dañadas y Enrique quería devolver el golpe. Los franceses atacaron y saquearon a conciencia el Palacio renacentista que María había construido en Mariemont. A continuación fue atacado el magnífico castillo de Binche, al cual prendieron fuego. Cuando Carlos fue puesto sobre aviso era ya demasiado tarde y sus tropas nada pudieron hacer por salvar el edificio. Por fortuna, la gente pudo salvar casi todo lo que había de valor en su interior. Un testigo presencial francés escribió: «¡Era descorazonador ver tantos espléndidos edificios destruidos!».  

Cumplida su venganza, el próximo objetivo del hijo de Francisco era atacar Italia, y para eso contaba con la inestimable ayuda del nuevo papa Pablo IV, que resultó ser un anti imperialista que convirtió su odio hacia Carlos en obsesión. El papa se alió con Francia y declaró no reconocer a Felipe duque de Milán, pues este ducado era feudalmente dependiente del papado. Así mismo, tampoco reconocía a Felipe como rey de Nápoles sin aceptar primero el protectorado papal.  

Este fue el panorama que se encontró Felipe al llegar a Bruselas, donde además tuvo que llorar, junto a su padre, la muerte de su abuela. La reina Juana había muerto mientras ellos se hallaban inmersos en su afán por intentar resolver los problemas del mundo. Falleció en su casa de Tordesillas el 12 de abril de 1555 con 73 años, sin poder despedirse de ninguno de sus hijos, ni de sus nietos. Todos andaban dispersos por Europa y demasiado ocupados. No es muy difícil adivinar lo que pasaría por la mente de Carlos, el cual había tenido la delicadeza de visitar a su madre siempre que podía arañar un poco de tiempo a su apretada agenda. Posiblemente pensaba “qué clase de vida es esta que lleva un rey, que ni siquiera puede estar al lado de sus seres queridos cuando éstos quieren despedirse de ti, antes de entregar su alma al Altísimo”.  

Hacía ya catorce años desde que la vio la última vez. La había conocido con 17. Y ahora, si Dios no los juntaba en la otra vida, no la volvería a ver jamás. Carlos era, a partir de ese momento el rey indiscutible de España, pues, hasta ahora solo había sido regente del reino, siendo Juana nominalmente la reina, aunque en la práctica se le hubiera dado el título de rey desde el primer momento, por las presiones ejercidas por su abuelo Maximiliano desde Alemania. Ironías de la vida, acceder plenamente al trono unas semanas antes de abdicar.  

Carlos se las ingenió para pactar con Enrique una tregua de cinco años. Tregua que el francesito no cumpliría, ni Carlos esperaba que cumpliera, pero que le permitió, momentáneamente, dedicarse a los asuntos que tanto le urgía solucionar. El todavía emperador convocó una Dieta a la que no pudo asistir, aunque Fernando, como Rey de Romanos tenía plenos poderes. El deseo de Carlos era dejar solucionado el problema religioso. Se hizo lo que se pudo aceptando que había una división y que el príncipe de cada estado determinara la religión de sus súbditos, teniendo libertad para marcharse aquellos que no la aceptaran. Puede parecer una solución bastante drástica, pero era la manera de asegurar la unidad religiosa en cada estado.  

Los acuerdos firmados en aquella Dieta tenían algunas cláusulas no del todo claras y que el tiempo se encargaría de dejar en evidencia. Por ejemplo, solo se habían tenido en cuenta las dos religiones mayoritarias del momento, la católica y la luterana. Pero en Alemania estaban naciendo más religiones que champiñones, sobre todo una que no paraba de crecer: la calvinista.  

Y por fin, el momento que Carlos deseaba que llegara, el de la abdicación. No había sido una decisión precipitada, ni siquiera de unos meses ni unos años. Carlos llevaba meditándolo desde que salió de España la última vez. Al virrey de Cataluña ya le expresó el deseo de retirarse en cuanto le fuera posible. Pero los acontecimientos y los problemas se van a cumulando y los años pasan sin darte cuenta, hasta que llega el momento en que lo haces o te vas al otro mundo sin haberlo conseguido. Hacía solo unos años lo consultó con sus hermanos. Ninguno de ellos estuvo de acuerdo, pero en vista de que Carlos estaba firmemente decidido, fue apoyado por María, que finalmente también expresó su deseo de dejarlo todo. Eran ya muchos años, desde que fue reina de Hungría, los que había dedicado a la gobernación de los Países Bajos, y se sentía cansada.  

El momento había llegado y no admitía más demora. Para el 25 de octubre de 1555 todo estaba listo después de haberse aplazado la ocasión por el mal tiempo. Fueron invitados para la ocasión los altos cargos de los Países Bajos, los miembros de la familia Habsburgo, los caballeros del Toisón de Oro y varios príncipes, además reyes y nobles de toda Europa. Carlos iba vestido de riguroso luto por la muerte de su madre a través de un salón abarrotado. Caminaba lentamente con la mano izquierda apoyada en un bastón y la derecha en el hombro del príncipe de Orange. Detrás de ellos, marchaban Felipe, María, el duque de Saboya y los caballeros del Toisón. El emperador subió al estrado y tomó asiento, sentándose Felipe a su derecha y María a su izquierda. Luego, Carlos se levantó haciendo un gran esfuerzo, se quitó el collar del Toisón de Oro y lo colocó en el cuello de Felipe, nombrándolo Gran Maestre de la Orden. A continuación, el canciller de Brabante se dirigió a los presentes para explicarles el motivo por el que todos estaban allí reunidos.  

Los estragos de la enfermedad del emperador -comenzó diciendo el canciller-, que debido al frío clima del norte le habían hecho empeorar, hacía necesaria su marcha hacia un clima más benigno, y por eso había tomado la decisión de marcharse a España y pasar el gobierno de las provincias de los Países Bajos a Felipe, ya que, María de Hungría también había decidido retirarse y descansar tras muchos años de servicio. No fue un discurso demasiado largo, que acabó dando las gracias a María y exhortando a las provincias a permanecer unidas.  

A continuación, habló el emperador: «Aunque todos mis propósitos ya os han sido explicados debo añadir unas breves observaciones. Sé, caballeros, que en mi larga vida he errado muchas veces, ya fuera debido a mi juventud, mi ignorancia, mi negligencia, o por otros defectos. Pero puedo asegurarles que nunca he causado conscientemente violencia o injusticia a uno solo de mis súbditos. Si, a pesar de todo, eso ha ocurrido, no ha sido con intención sino por ignorancia y lo lamento y suplico perdón por ello.» Según el enviado inglés, mientras el emperador hablaba: «no había nadie, ya fuera hombre o mujer, en toda la asamblea, que no derramase abundantes lágrimas», incluido Felipe, que emocionado comenzó a llorar.  

El emperador ordenó a Felipe que se arrodillara ante él, le tomó la mano y lo besó, luego le puso las manos sobre la cabeza y lo bendijo, para, dirigiéndose a él en español, transferirle la autoridad como gobernante de las provincias de los Países Bajos. Entonces Felipe se levantó y aceptó los cargos y obligaciones encomendadas. Luego se dirigió a los presentes con unas breves palabras en francés, lengua que no dominaba, y pidió disculpas por no poder hacerse entender, y por eso, el obispo de Arras hablaría en su nombre. También hizo un breve discurso María de Hungría, que renunciaba a su cargo de gobernadora después de veinticinco años. Para acabar, la ceremonia donde Carlos investía oficialmente a Felipe como soberano de los Países Bajos.  

Era la segunda vez que Carlos abdicaba en favor de su hijo; la primera vez ya lo hizo al transferirle a Felipe el reino de Nápoles, para que al casarse con María Tudor tuviera el título de rey. Todavía le quedaban a Carlos tres abdicaciones más, una como soberano de Borgoña, otra como rey de España en favor de Felipe y otra como emperador del Sacro Imperio en favor de Fernando, sin embargo, no se le permitió deshacerse del título de emperador hasta su muerte.  

Conviene dar un repaso a la extensa herencia que dejaba tras de sí el emperador. Huelga decir lo que ya se ha dicho tantas veces, que los reyes dejaban en herencia los países y las regiones tal como se deja hoy día se hace con una parcela, con la ventaja de que nadie les cobraba el impuesto de sucesiones. Coñas aparte, el caso es que Carlos había heredado una burrada que vamos a enumerar.  

· Los Países Bajos compuestos por trece provincias heredadas de su padre Felipe · Cuatro provincias más que se añadía a las heredadas de su padre anexionadas durante su reinado. · Castilla, Aragón y todos los demás reinos y condados de España ya unificados en una misma corona a través de su madre Juana. Además de todos los territorios del Nuevo Mundo y los reinos italianos de Nápoles, Cerdeña y Milán, y varias ciudades africanas. · Los territorios de Austria, Suabia y Franconia, heredados de su abuelo Maximiliano. · El Franco Condado de su tía Margarita de saboya.  

Ninguno de estos territorios se había fusionado o integrado con ningún otro, por lo que su reparto era fácil. De esta forma, que Flandes, Nápoles o España, fueran dadas en herencia a otro rey, a nadie había de extrañar ni molestar. Solo formaban parte del imperio por pertenecer al emperador, y dejarían de serlo, si así lo deseaban, en el momento en que el emperador fuera otro.  

El 16 de enero de 1556, se le transferían a Felipe, mediante actas notariales, Castilla, Aragón y Sicilia. Nápoles y Milán ya se le habían transferido con anterioridad. La autoridad de los demás territorios italianos dependientes del Sacro Imperio también le fue transferida, algo que, como le recordó el embajador Perrenot al emperador, era ilegal, pues era Fernando quien ostentaba esa autoridad. Seguramente Carlos ya chocheaba cuando lo hizo, pero Felipe, consciente de ello, nunca incomodó a su tío Fernando haciendo uso de ese privilegio.  

En Valladolid, el 28 de marzo de 1556, estando todavía en Flandes, era proclamado rey de España Felipe II. España parecía destinada a ser gobernada por un rey ausente, porque Felipe no volvería hasta 1559. El que sí volvería inmediatamente después de reunirse con Fernando sería Carlos. Quería hablarle de su abdicación como emperador, Fernando le aconsejó que no lo intentara, pues los príncipes electores no lo permitirían. Pero Carlos seguía empeñado en hacerlo. Tal como decía Fernando, los príncipes no aceptaron su renuncia, y en su lugar Carlos delegaba toda su autoridad sobre su hermano. Carlos dejó los Países Bajos el 17 de septiembre de 1556, llegó a Laredo el día 28; su destino era el monasterio de Yuste, en la provincia de Cáceres, donde años atrás había ordenado construir una residencia a la que el llamó “aposentos.” Allí permaneció, por fin, tranquilo el resto de sus días.  

El retiro del Emperador

Durante los peores años de su enfermedad, cuando el emperador se dio cuenta de que “tenía la vida muy corta”, envió una comisión a Andalucía y Extremadura en busca de un buen lugar que sirviera para su retiro. En la provincia de Cáceres encontraron un monasterio de la orden de los Jerónimos, cerca del municipio de Cuacos de Yuste que cumplía perfectamente los requisitos exigidos en cuanto a clima y tranquilidad. Inmediatamente comenzaron las obras para construir una residencia junto al monasterio. Cuando Carlos llegó a mediados de noviembre, las obras todavía no se habían terminado y tuvo que pasar tres meses en Jarandilla, un pueblo cerca del monasterio. Allí, el conde de Oropesa tenía una mansión y lo invitó a quedarse hasta que su casa estuviera terminada. Yuste no le era desconocido a Carlos, allí estuvo visitando el monasterio en una ocasión en compañía de su esposa Isabel. Un lugar tranquilo y soleado, al lado de unos monjes que le transmitirían la paz que deseaba.  

El emperador parecía contento y se daba algunos paseos y visitaba las obras de vez en cuando. Su “pequeña” residencia de ocho habitaciones contigua al monasterio estaba casi terminada; el 3 de febrero de 1557 pudo por fin mudarse. De Jarandilla vino transportado en litera, apeándose en la puerta de la iglesia, donde lo llevaron en una silla hasta el altar mayor y se cantó un tedeum para darle la bienvenida a su nueva casa. Sin embargo, aquella casa se convirtió en una pequeña corte que llegó a tener hasta sesenta trabajadores y asistentes personales. Su principal ayudante era Luis Quijada y su secretario Martín Gaztelu, que le servían fielmente, pero Quijada nunca estuvo a gusto en aquel lugar y detestaba a los monjes. Decía estar demasiado aislado y se quejaba de que allí no había qué comer y había que estar siempre yendo y viniendo con el calor, la lluvia, el frio y la niebla. Pero era precisamente lo que deseaba Carlos, un lugar aislado, aunque, a pesar de eso, nunca tuvo toda la tranquilidad que cabía esperar.  

Por lo visto, recibía a diario demasiadas visitas y además, estaba constantemente en contacto con Felipe por correo. Desde su retiro, Carlos permanecía informado de todo, por lo que, seguramente pudo regocijarse con los logros conseguidos por Felipe en la permanente guerra con Francia. Enrique II iba a recibir el revés más severo que nunca pudiera imaginar, y seguramente hasta su padre, el incordioso Francisco, se removió en la tumba. Tras haber sido invadido el reino de Nápoles por las tropas francesas (habiéndoles facilitado la entrada el papa Pablo IV) comandadas por el duque de Guisa, Felipe ordena a las tropas imperiales que se encontraban en los Países Bajos y a los Tercios españoles de Nápoles invadir Francia. El 10 de agosto de 1557 las tropas francesas avanzan hacia San Quintín, y allí tuvo lugar la gran batalla en la que Felipe obtuvo una rotunda victoria. Como buen hijo de su padre, Enrique no se daba por vencido por más palos que le llovían, y un años más tarde quiso desquitarse del descalabro sufrido en San Quintín. Pidió ayuda a los musulmanes otomanos y alentó a los escoceses para que invadieran Inglaterra. El nuevo enfrentamiento se produjo en Gravelinas, y allí, los franceses sufrieron una nueva y desastrosa derrota. Enrique, humillado, no tuvo más remedio que reconocer la supremacía española y firmar una paz que favorecía los intereses de España. A Enrique no le daría tiempo a dar más porculo, porque moría un año más tarde.  

Había dos jóvenes por los que Carlos se preocuparía durante aquellos años. Uno era su nieto Carlos, hijo de Felipe y María de Portugal. El niño tenía diez años, bastante enfermizo, aunque se alegró mucho cuando le dijeron que iría a conocer por fin a su abuelo. El otro joven era un hijo suyo. Carlos había tenido después de la muerte de su esposa Isabel al menos cuatro hijas y un hijo, todos con diferentes mujeres, incluida Germana de Foix, la viuda de su abuelo Fernando, aunque hay quien cree que son habladurías y no hay pruebas de que una tal Isabel fuera hija suya. Juan sí lo era y Carlos lo reconoció como tal. Fue a principios de la década de los cuarenta tuvo como amante a Bárbara Blomberg, hija de unos burgueses de Ratisbona. Poco después de su nacimiento, Bárbara se casaba con Jerónimo Píramo, y es por eso que al niño le llamaron Jerónimo. En 1550, con aproximadamente 5 años (no se sabe exactamente la fecha de nacimiento) Carlos se interesó por el niño y quiso que se criara en España. Fue enviado allí y puesto al cuidado de Luis de Quijada, pidiéndole que guardara el secreto y no rebelara a nadie quién era. Ahora había llegado el momento de encontrarse con el muchacho que ya contaba 11 años.  

El 21 de septiembre, a primeras horas de la mañana, moría el Rey del Mundo, aferrado a un crucifijo, el mismo que apretó en sus manos su esposa Isabel al morir. La identidad de Jeromín, así llamaban al muchacho, fue mantenida en secreto aun después del encuentro con su padre, aunque pronto fue un secreto a voces que era hijo suyo. El primero en ser informado oficialmente fue Felipe, el cual recibió un documento junto al testamento de Carlos, en el que le informaba de toda la verdad y le daba instrucciones sobre el cuidado y los privilegios que el muchacho debía recibir. Felipe abrazó al niño y le dijo que era hermano suyo. Luego pensó que el nombre de Jeromín no le quedaba bien, que mejor se llamara Juan, en honor a su hermano fallecido. Desde ese día en adelante sería conocido como don Juan de Austria y llegaría a ser gobernador de los Países Bajos y comandante de la Santa Liga de Estados que infligiría una gran derrota al imperio otomano en la batalla de Lepanto.

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