Alejandro, el más grande

Macedonia era un reino situado al norte del monte Olimpo, la morada de los dioses. El origen de la dinastía de sus reyes se remontaba hasta el propio Hércules, hijo de Zeus. Sin embargo, los macedonios no eran considerados helenos por el resto de los griegos.

 

Filipo II

La Grecia antigua o Hélade estaba compuesta por ciudades estado como Atenas, Esparta, Mileto, Corinto, Tebas... Pero los macedonios eran considerados bárbaros: vivían muy al norte, hablaban de forma distinta al resto de los helenos y habían dado apoyo a los persas durante las guerras médicas. En realidad, los macedonios no simpatizaban con los persas, sino que habían estado obligados a darles apoyo por haber sufrido una invasión que los convirtió durante un tiempo en vasallos del gran imperio asiático. En cuanto al idioma, el macedonio era realmente una lengua griega, pero había permanecido al margen de la evolución del griego que se hablaba al sur. Herótodo nos cuenta una anécdota al respecto de la helenidad de los macedonios: Alejandro I, el primer rey de Macedonia (siglo VI a.C.) quiso participar en los Juegos Olímpicos, pero su petición fue rechazada por estar vetada la participación de los bárbaros. Pero Alejandro I no se rindió y demostró su ascendencia griega. Finalmente, los macedonios tuvieron que ser aceptados en la competición. No obstante, Macedonia siguió estando considerada como un reino bárbaro y no sería hasta el reinado de Filipo II (382-336 a. C.) en que la helenidad de los macedonios tuvo que ser aceptada (por la fuerza). Filipo se propuso expandir su reino y ya de paso unir a todas las ciudades estado griegas y para ello no dudó en usar a su devastador ejército, el más poderoso de toda Grecia. Una empresa de gran envergadura, aunque quizás no le dieron más opción que llevarla a cabo, debido a la política provocadora de Atenas y Esparta, que no hacían más que meter cizaña entre los bárbaros de las fronteras macedonias para que invadiesen y asolasen sus territorios, además de promover conjuras en la casa real. Ya era hora de que toda Grecia fuera una, aunque la empresa de Filipo pretendía ir mucho más allá; una vez consumada la unión, pretendía también recuperar las ciudades griegas bajo dominio persa. Filipo era el hijo más joven de Amintas III y estuvo como rehén durante tres años en Tebas. Por aquellos entonces era muy habitual que los reyes mandasen como rehenes a sus hijos, como garantía de que cumplirían sus pactos y sus chanchullos. Durante ese tiempo recibió formación política y militar. No perdió su tiempo Filipo, fijándose en cada detalle de las tácticas de los ejércitos griegos e intentando perfeccionarlas. De allí salió convertido en un gran militar y estratega, además de gran diplomático. En definitiva, convertido en un hombre de gran talento. En 359 a.C. Filipo se convirtió en rey a los 22 años, después de la muerte de sus hermanos mayores Alejandro II y Pérdicas III. 

Poxilena, nacida en 375 a.C. era hija del rey Neptolemo I de Épiro. Quedó huérfana de padre y madre siendo muy niña y quedó al cuidado de su tío Arribas. A los 19 años marchó a Macedonia para casarse con Filipo II. A partir de ahora su nombre sería Myrtale y se convertía en la esposa principal del rey, aunque no era la primera ni la única. Filipo llegó a casarse un total de siete veces, la poligamia era habitual en Macedonia, aunque reina solo podía haber una, y esa fue Myrtale desde el día de su matrimonio. Por lo visto, la belleza de Myrtale dejó alucinado a Filipo, que ya de por sí era un mujeriego empedernido, y por eso no dudó en convertirla en su reina. Pero Myrtale poseía además, otras cualidades que no tardaron en desconcertar al rey. Era aficionada a los rituales místicos, era hipnotizadora y aficionada a encantar y domesticar serpientes. Y además, decía ser descendiente directa del semidiós Aquiles. Filipo llegó a la conclusión de que su nueva esposa no estaba del todo en sus cabales. Alejandro vino al mundo a finales de junio de 356, el mismo día que los macedonios obtuvieron grandes victorias en los juegos olímpicos de aquel año. En honor a estas victorias, Myrtale cambió su nombre de nuevo por el de Olimpia. De ser cierto lo que afirmaban sus padres, el niño era descendiente de dos semidioses, Hércules y Aquiles. Pero según su madre, su recién nacido era mucho más que eso; Alejandro había sido engendrado por Zeus; y no tuvo reparo en confesárselo a Filipo. No sabemos hasta qué punto Filipo la tomó en serio. Quizás, por el hecho de creerla un poco loca, no llegó a hacerle mucho caso, aunque hay que apuntar, que en una época en que los dioses que hoy llamamos mitológicos eran tomados muy en serio, una confesión de aquel calibre podía ser del todo creíble. En cualquier caso, Filipo no dio muestras de rechazo alguno hacia Alejandro y se preocupó de darle la mejor educación y preparación durante su niñez; aunque su madre se ocuparía de inculcar al niño que él no era un mortal cualquiera, sino un semidiós, tal como lo fueron sus antepasados Hércules y Aquiles. Alejandro tenía otros dos hermanos mayores de distinta madre, pero él, al ser el hijo de la reina era el príncipe heredero. Filipo y Olimpia también tuvieron una hija a la que llamaron Cleopatra. Habría además otra Cleopatra en la vida de Filipo que vendría a desencadenar su tragedia, de la dinastía de los Ptolomeos, ascendiente pues, de la futura reina de Egipto. Pero no adelantemos acontecimientos.

 

Bucéfalo

Olimpia era incapaz de ver en Filipo cualidad alguna, a pesar de que su marido era un gran rey. Solo veía en él defectos como su desmesurada afición al alcohol o las mujeres, cosas que eran muy ciertas, pero muy habituales en su entorno y en su época. El caso es que, Olimpia intentó como pudo que Alejandro no se pareciera lo más mínimo a su padre y que no se sintiera influenciado por él; y por eso  le enseñaba magia y rituales místicos, cosa que irritaba a Filipo. Alejandro se veía atrapado entre los dos, y no podía agradar a uno sin irritar al otro. Quizás se sintió aliviado el día que Leónidas pasó a ser su tutor. Leónidas era un pariente de Olimpia que se tomó muy en serio la enseñanza del joven príncipe instruyéndolo en el manejo de la espada y a ser un excelente jinete. 

Leónidas le enseñó bien sin duda, sin embargo, la capacidad de observación era innata en Alejandro desde muy niño. Plutarco nos cuenta una anécdota que tuvo lugar cuando tenía doce años. Filipo andaba de compras cuando quedó prendado de un caballo llamado Bucéfalo, un precioso semental negro. Pero cuando tanteaba comprarlo se dio cuenta de que era muy nervioso e incontrolable. Filipo desistió y pasó a ojear otros caballos, entonces escuchó cómo su hijo comentaba que se estaba perdiendo un excelente caballo por no saber tratarlo adecuadamente. Filipo quedó perplejo ante las palabras de Alejandro, se volvió hacia él y le preguntó si acaso un mocoso pretendía saber de caballos más que sus mayores. Alejandro le respondió que podría manejar el caballo mejor que otros. Su padre se tomó aquello como un reto y decidió entonces ponerlo a prueba animándolo a que intentara montarlo. Alejandro se fue hacia Bucéfalo tranquilamente, cogió la brida muy despacio y dirigió al animal hacia el sol. Había observado que Bucéfalo se asustaba con los movimientos de su propia sombra. De cara al sol, su sombra quedaba detrás y no podía verla, con lo que el animal quedó en calma y Alejandro, muy cuidadosamente logró montarlo, cogió las riendas y lo condujo poco a poco para finalmente lograr que galopara. Su padre y los demás que observaban quedaron atónitos. Plutarco cuenta que su padre se emocionó y «vertiendo lágrimas de alegría, le besó mientras descendía del caballo.» Filipo lo compró y finalmente Alejandro logró domarlo completamente y fue la única persona que lo montó a lo largo de la vida del animal. Alejandro estaba demostrando que además de fuerte era un chico inteligente; había llegado pues, la hora de inculcarle sabiduría y para eso, Filipo hizo traer al mejor profesor de Grecia. Alejandro tenía trece años cuando llevaron ante él a un tipo pequeño, delgado y con los ojos hundidos; en su día había sido el mejor alumno de Platón. En los próximos tres años el nuevo tutor de Alejandro sería Aristóteles. Con él, Alejandro aprendió a pensar de forma lógica, estimulo su curiosidad por el mundo natural y la geografía desconocida, y su afición por los escritos del gran poeta griego Homero. Lo que no pudo conseguir Aristóteles fue borrar la influencia de Olimpia sobre Alejandro, que continuó siendo testarudo y supersticioso. Cuando Alejandro cumplió los dieciséis años, Filipo dio por concluida su educación y quiso que se instruyera en el aprendizaje de la guerra y la administración del reino. Lo mejor era dejarlo solo para ver cómo se las arreglaba, y por eso lo dejó en Pela, la capital, cuando partió para luchar contra los bizantinos. Alejandro no defraudó a su padre e incluso sofocó una revuelta de los tracios. Después de esto pasó a luchar a su lado, incorporándose al ejército como comandante para la batalla de Queronea, que enfrentó a Filipo contra tebanos y atenienses. La batalla formaba parte de la campaña que Filipo llevaba a cabo para unificar a todas las ciudades estado griegas. Los macedonios obtuvieron una gran victoria y Alejandro pudo demostrar que ya era un gran guerrero. No cabía duda que tanto Leónidas como Aristóteles habían hecho bien su trabajo en la educación del muchacho. Después de la batalla Filipo mandó a Alejandro en misión diplomática a Atenas. Los atenienses habían quedado exhaustos por la guerra y no les quedaba más remedio que someterse a quienes los habían derrotado, por lo que enviaron una delegación de bienvenida y Alejandro fue recibido con todos los honores. Solamente Demóstenes, su líder, seguía refunfuñando y era contrario a humillarse ante los bárbaros macedonios. Demóstenes era un gran orador, pero tenía por costumbre difamar a la gente que se le oponía. De Filipo iba diciendo que no era ningún libertador, sino un esclavista, pero a los atenienses no les quedaban fuerzas ya para seguir con la lucha, por lo que, sus palabras fueron objeto de poca atención. Alejandro llegó a Atenas con una oferta de paz: el rey Filipo debía ser reconocido como general de todos los ejércitos de Grecia en su próxima campaña contra los persas, enemigo común de todos los griegos. No se les exigiría nada más. Los atenienses no podían creer lo que oían. Filipo no pretendía ser un rey opresor y por el contrario, mostraba una gran valentía pretendiendo invadir Persia. La respuesta ateniense fue afirmativa y quedaron tan contentos al no verse privados de su libertad que erigieron un monumento en honor a Filipo, que en aquellos momentos recorría toda Grecia asegurándose de que todos los pueblos le serían fieles.   Todos lo recibían con halagos y honores, pero a las puertas de Esparta, le quedó claro que no era bien recibido. Filipo entonces les envió un mensaje: “Si invado Laconia no mostraré ninguna clemencia con ustedes.” La respuesta fue simplemente: “Si”. Laconia es la región de la península del Peloponeso donde se encuentra Esparta. Sus habitantes tenían la habilidad de expresarse brevemente, con las palabras justas y de forma concisa. De ahí la respuesta de los espartanos donde se limitaban a repetir el condicional “si” (si es que consigues invadirnos). No es difícil imaginar la gracia que le haría a Filipo semejante impertinencia, sin embargo, no estaba dispuesto a amargar su paseo triunfal y decidió dar media vuelta, ignorando la ofensa; después de todo, los espartanos estaban solos y ya no suponían ningún peligro. A finales del año 338 a.C. Filipo convocó una asamblea en Corinto para reunir a los representantes de cada ciudad, excepto Esparta. Reunidos todos en una gran federación, Filipo dejó claro que no ejercería el poder absoluto sobre ellos, sino que les permitía mantener a cada uno de los estados su constitución y su autonomía. Los representantes griegos quedaron satisfechos y contentos y Filipo se ganó la fidelidad de todos. Una fidelidad que iba a necesitar tras el anuncio de los planes de la campaña contra Persia. Filipo no pretendía invadir toda Asia, sino liberar las ciudades griegas situadas en la actual Turquía bajo dominio del rey persa Darío III. De esa forma también podrían vengarse de las invasiones sufridas siglo y medio atrás. Entusiasmados, le ofrecieron a Filipo sus tropas y la promesa de que ninguno de ellos se levantaría contra él. Después de la asamblea, Filipo envió diez mil soldados a Persia para que se establecieran y se hicieran fuertes allí. 

Filipo, a sus 45 años y tuerto debido a una herida de guerra, se volvió a enamorar. Esta vez de una adolescente llamada Cleopatra, nieta de Atalo, un general suyo. Ni que decir tiene que esto no hizo ni pizca de gracia a Olimpia, y no por el hecho de que Filipo se acostara con otra mucho más joven que ella, sino porque a ella la repudió como reina. La nueva reina sería ahora Cleopatra, y eso significaba que cuando le diera un hijo, éste podría ser el nuevo heredero, quedando Alejandro apartado del trono. En la corte no se hablaba de otra cosa y quizás el propio Filipo, ante la insistencia de Olimpia en que Alejandro era hijo de un dios, llegó a creer que el muchacho realmente no era suyo. No tardaron en surgir las desavenencias entre padre e hijo, la culpable era, obviamente Olimpia, que no paraba de meter cizaña entre ambos. Plutarco nos cuenta que, durante la boda de su padre, Alejandro se mantuvo en silencio mientras que el resto de invitados bebían hasta emborracharse. Al final del banquete, Atalo propuso un brindis por el futuro hijo de Filipo y Cleopatra, el cual sería el “heredero legítimo” del trono. Alejandro enfurecido, se levantó y arrojó su copa de vino contra la cabeza de Atalo. Atalo la esquivó y le arrojó la suya a Alejandro. Ambos se enzarzaron en una pelea hasta que Filipo se levantó, desenvainó la espada y se dirigió hacia ambos, pero borracho como estaba tropezó y cayó al suelo. No se sabe qué intención tenía Filipo al desenvainar la espada, pero a Alejandro no le gustó aquel gesto, se acercó a su padre que aún estaba en el suelo, le señaló con el dedo y le gritó con desdén: ¿Estás preparándote para pasar a Asia cuando ni siquiera puedes pasar de un sillón a otro? Después, salió del salón a toda prisa. Al día siguiente, al amanecer, Alejandro y su madre, acompañados por algunos amigos y criados, abandonaron Pela. Olimpia viajó a Épiro a casa de su hermano, a unos doscientos kilómetros de Pela, mientras que Alejandro se dirigió a Iliria. Cuando todo el alboroto pasó, Filipo tuvo la ocasión de hablar con un buen amigo suyo, Demarato de Corinto, al cual le contó lo sucedido. Según Plutarco, Demarato amonestó y dio un buen consejo a Filipo: “Cómo puedes preocuparte de la unión de Grecia cuando tu propia casa estaba llena de tantos desacuerdos y calamidades”. Tras las sabias palabras de su amigo, Filipo quedó convencido de que debía hacer algo para reunificar su familia y mandó buscar a Alejandro y a Olimpia. Ambos volvieron. Olimpia quiso ver en este gesto un cambio de actitud; quizás Alejandro todavía podría seguir siendo el príncipe heredero. Pero Olimpia no se fiaba de la nueva esposa de su marido, ni de su abuelo, un astuto y ambicioso general que haría cuanto estuviera en sus manos para que su bisnieto heredara el trono. Y a todo esto, Filipo ni siquiera se había pronunciado al respecto, y lo único que hacía era intentar aplacar los ánimos de sus dos esposas. Pero Olimpia no solo no se aplacaba, sino que se subía por las paredes el día que se enteró de que la jovencísima Cleopatra estaba embarazada. Sus peores pesadillas se estaban haciendo realidad. Plutarco nos sigue contando que Olimpia se enteró de que un joven llamado Pausiano había sido humillado por Filipo y desde entonces le guardaba un gran rencor. Olimpia se puso en contacto con él y quiso saber hasta qué punto odiaba al rey. Cuando estuvo segura de que estaba dispuesto a llegar hasta el final, “animó al enfurecido chico para que se vengara”. Pausiano comenzó a planear de inmediato el asesinato de Filipo. En la actualidad se debate si Alejandro estaba o no al corriente de este complot y hay quien duda de las palabras de Plutarco y de si realmente fue Olimpia quien ordenó asesinar a su marido. A finales del verano del 336, la hermana de Alejandro, también llamada Cleopatra, se casó con su tío, el rey de Épiro. Fue en Aegae, la antigua capital de Macedonia. Al día siguiente de la boda, Filipo se dispuso a entrar en el teatro de la ciudad. Pausiano le esperaba en la puerta. Debía tratarse de alguien que ocupaba un puesto de confianza entre los allegados al rey, quizás un soldado de la guardia real, para poder acercársele. Filipo fue apuñalado hasta la muerte. El asesino fue abatido al instante por otro guardia, por lo que, se especula con que Olimpia se habría asegurado que el joven muriera de inmediato para que no fuera capturado con vida y no pudiera delatarla. Alejandro no tardó en proclamarse rey a sí mismo y sin tiempo que perder, Olimpia volvió a Pela con un pensamiento macabro. Aquí hay diversas fuentes que difieren en cómo ocurrieron los hechos, pero el caso es que Olimpia acabó con la vida de la joven viuda de Filipo. Unos dice que la obligó a ahorcarse y luego lanzó a su bebé, que ya había nacido y era varón, a una pira de sacrificios. Otros cuentan que el niño no había nacido todavía. Sea como fuera, Olimpia se aseguró de que no hubiera descendientes que le disputaran el trono. 

Alejandro por su parte, tampoco estuvo de brazos cruzados y se dedicó a quitar de en medio a todo aquel que pudiera significar una amenaza para su reinado. Todo esto que hicieron Olimpia y Alejandro puede parecer de una crueldad extrema (y se mire como se mire lo es), pero en aquellos tiempos era algo natural, tan natural como la vida misma, la lucha por la supervivencia, tal como hacen los leones en la selva con los cachorros que pueden significar una amenaza cuando crezcan. Y la prueba de que ello es que una vez que el rey se consolidaba en su puesto todos lo aceptaban y nadie pedía explicaciones; si acaso, conspiraban. Pero Alejandro fue aceptado por dos generales de mucho peso, Antípatro y Parmenio, y por la gran mayoría de los soldados que ya lo conocían y admiraban por su valentía. Por lo tanto, el hijo de Filipo y Olimpia se consolidaba como Alejandro III de Macedonia. La muerte de Filipo causó gran alegría en toda Grecia, pues suponía el fin de la dominación macedonia; cualquier acuerdo firmado con el rey muerto quedaba sin efecto. Casi todo el mundo coincidía en que el joven rey Alejandro, de apenas 20 años, no se atrevería a liderar su ejército y la campaña contra Asia no se llevaría a cabo; y por supuesto, sería incapaz de mantener su corona. No pasaría mucho tiempo en que alguien lo derrocara. Ignoraban que el único que le había plantado cara, el general Atala, abuelo de Cleopatra, ya estaba muerto. En Atenas, Demóstenes no cabía en sí mismo de alegría. Su oponente político, Focio, no era tan optimista y le advirtió que, con la muerte de Filipo, el ejército macedonio solo había disminuido en un solo hombre. En cualquier caso, la euforia se desató en Grecia y durante las primeras semanas, la gran federación que había creado Filipo se disolvió rápidamente. En Atenas hubo revueltas, los espartanos se hinchaban de orgullo, Argólida y Élice se declararon independientes y Ambracia expulsó las tropas macedonias y las desplazadas a Tebas resistían como podían. Hasta la propia Macedonia estaba siendo amenazada por los bárbaros de las fronteras del norte. Ante la situación, la invasión de Asia tenía forzosamente que ser aplazada, ya que, Alejandro quería seguir con los planes de su padre. Reunidos en consejo con los principales generales, Alejandro anunció que la situación debía ser controlada y marcharían sobre toda Grecia. No todos eran de la misma opinión y aconsejaron a Alejandro no hacerlo. Por el contrario, lo más sensato era reforzar las posiciones en Macedonia ante el peligro de ser invadidos. Alejandro no pudo evitar sentir que lo estaban tratando como a un niño y entonces les hizo saber, que nadie le iba a hacer cambiar de opinión, pues estaba bien seguro de sus actos. De repente, ante la seguridad y carácter a la hora de expresarse, todos los presentes se dieron cuenta de que el niño se había hecho hombre. Aun así, no esperaban que muy pronto les iba a dar muestras de su gran talento como militar a la hora de sorprender al enemigo. Alejandro y sus treinta mil hombres no se fueron directamente contra Tesalia, sino que bajó por la costa, por caminos montañosos y difíciles de transitar. Fue eso lo que hizo que los tesalios se vieran sorprendidos cuando el ejército macedonio apareció por el suroeste, dándose cuenta de que les habían cortado la posibilidad de recibir ayuda griega. Solo cabía rendirse y someterse a Alejandro. Rápidamente siguieron hacia el sur, cruzando el paso de las Termópilas, hasta Tebas, donde los destacamentos macedonios estaban teniendo problemas. Allí acamparon delante de las puertas de la ciudad, que no tardó en rendirse. En Atenas, que quedaba apenas a dos días de camino, cundió el pánico ante la proximidad del ejército macedonio. Demóstenes temblaba, y cuando alguien, irónicamente le propuso que liderara la misión de paz que iría a encontrarse con Alejandro, Demóstenes terminó de cagarse las patas abajo, aunque todavía tuvo el temple necesario para decir que sí, que lo haría. Y lo hizo, pero antes de llegar a Tebas salió huyendo de vuelta a Atenas. Su adversario político, Focio, tenía razón cuando le dijo que, con la muerte de Filipo, el ejército macedonio solo había disminuido en un solo hombre, ya que se trataba de un ejército profesional, de verdaderos especialistas que solo se dedicaban a eso, y cuando no estaban batallando seguían entrenando sin descanso. Además de la infantería y la caballería armada con arqueros, Filipo había desarrollado lo que en su tiempo ya podría llamarse una verdadera artillería compuesta por catapultas capaces de lanzar grandes piedras o arpones incendiados a modo de bombas que destrozaban muros y edificios. No menos importante era el cuerpo de ingenieros que diseñaban artilugios y señalaban los puntos más vulnerables de cualquier ciudad para preparar su asedio. No era raro, pues, que su proximidad provocara verdadero pánico. Era la máquina de invadir y de matar que había creado Filipo y que ahora estaba siendo utilizada con inteligencia por Alejandro, como había previsto Focio. El miedo al letal ejército que Filipo había creado fue lo que hizo que los estados griegos volvieran de nuevo a la federación. Tal como había hecho su padre, Alejandro convocó un pleno al que todos, excepto Esparta, enviaron representantes. El joven rey fue nombrado capitán general de todos los ejércitos griegos y le prometieron lealtad. Filipo fue benévolo en la reunión de Corinto, Alejandro, en esta ocasión, tampoco tomó represalias contra nadie, por lo que todos salieron aliviados nuevamente. Antes de abandonar Atenas, Alejandro quiso hacer una visita al famoso Oráculo de Delfos. Tanto griegos como romanos tenían como costumbre ofrecer sacrificios a los dioses antes de acometer empresas. Alejandro, además, había heredado de su madre muchas supersticiones, y ahora que Grecia volvía a estar en calma estaba decidido a llevar adelante la invasión de Asia, por lo que, quería saber qué le deparaba el futuro. La pitonisa, una mujer anciana, no estaba en el templo, donde fue informado de que esos días no se realizaban profecías. Ni corto ni perezoso, Alejandro mandó a buscar a la pitonisa, y a pesar de que los sacerdotes le advirtieron que para poder ser atendido adecuadamente hacían falta varios días de preparativos, se empeñó en que debían hacerle la profecía ese mismo día, pues no podía perder más tiempo en Atenas. La pobre mujer hizo lo que pudo, entró en trance y comenzó a hablar con palabras ininteligibles que solo los sacerdotes podían traducir. Entonces Alejandro le preguntó qué pasaría cuando invadiera Persia. La pitonisa contestó que esa pregunta era de difícil respuesta; nadie podía predecir qué pasaría. Sin embargo, a continuación le dijo precisamente lo que quería oír: “hijo mío, tú eres invencible.” 

La campaña del Danubio

Alejandro volvió encantado a Pela. Es posible que la pitonisa le dijera aquello con tal de que la dejara tranquila. En cualquier caso, todo el mundo en Atenas sabía que los ejércitos macedonios eran invencibles. Tampoco sabemos hasta qué punto Alejandro se lo creyó, pero a medida que fue consiguiendo objetivos, es posible que lo creyera de verdad, e incluso que se fuera creyendo lo que su madre siempre le había inculcado, que él era un semidiós. Pero la campaña persa tendría que esperar, una vez más. Todo parecía ser contratiempos, quizás pruebas que los dioses ponían en su camino y él debía superar. Ahora eran los bárbaros del norte del Danubio quienes atacaban las fronteras de Macedonia y no podía marchar a Asia dejándola desprotegida. Para la primavera del 335 a.C Alejandro y unos diez mil hombres se encontraban en los Balcanes. Había dejado atrás a sus principales generales con el fin de que protegieran Macedonia ante cualquier ataque, ya fuera bárbaro o de cualquier estado griego que se sublevara en su ausencia. Pero quizás el principal motivo de que los generales no le acompañaran era querer demostrar a sus hombres que él, por sí mismo, también podía ser un gran general. En aquella campaña tuvieron que enfrentarse contra tracios, ilirios o trívalos, entre otros pueblos. Eran los primeros combates a campo abierto de Alejandro como rey y capitán general de todos los ejércitos griegos. Para ganarse el liderato y la confianza de sus hombres, Alejandro se quitaba el yelmo para dejar su cara y su cabeza al descubierto cada vez pasaba revista a sus tropas, que agradecían el gesto y se sentían más cerca de su rey y general. Aquella inoportuna campaña le sirvió, no solo para consolidarse al frente de sus hombres, sino para ponerlos a prueba en situaciones adversas en terrenos escarpados donde las tácticas habían tenido que ser irregulares. Habían cruzado ríos y cordilleras y realizar labores de asedio y habían entrado en acción arqueros, honderos, caballería y falange; incluso habían tenido que realizar desembarcos. Había sido el ensayo perfecto antes de emprender la campaña asiática. Pero, sobre todo, Alejandro había demostrado una astucia y una habilidad como estratega fuera de lo común; si sus hombres le admiraban, a partir de ahora lo adoraban y lo seguirían hasta el fin del mundo, como estaban a punto de hacer. Fue en el paso de Shipka, donde Alejandro tuvo que pensar rápidamente cómo salir de una situación muy peligrosa que amenazaba con aniquilar sus tropas. Los tracios habían dispuesto carros en una colina con la intención de crear un cerco alrededor de los macedonios. Alejandro se dio cuenta enseguida de que no era solo un cerco lo que planeaban hacer los tracios, sino lanzar los carros colina abajo contra ellos para aniquilarlos. Entonces ordenó a sus hombres que estuvieran preparados y se tumbaran en el suelo colocando los escudos de tal forma que los carros pudieran pasar sobre ellos causando el menor daño posible. La idea dio resultado y cuando los carros bajaron la colina causando gran estruendo, muy pocos hombres murieron. Cuando los macedonios se levantaron y emprendieron ataque colina arriba, los tracios quedaron estupefactos y se dispersaron, de modo que Alejandro se hizo con el control del paso. En otra ocasión, a medida que avanzaban hacia el Danubio, los tribalios quisieron tenderles una emboscada ocultos en una cañada. Pero las avanzadillas macedonias los descubrieron. Entonces Alejandro ocultó a su caballería y envió un pequeño destacamento de arqueros que comenzó a incordiar a los tribalios lanzando flechas hacia la cañada donde se escondían. Cuando los tribalios salieron a perseguir a los arqueros, la caballería, con la que no contaban que estuviera tan cerca, dio buena cuenta de ellos. El historiador Arriano cuenta que ese día los macedonios dieron muerte a tres mil tribalios y solo murieron cincuenta macedonios. Capturaron, además, muchos prisioneros que fueron vendidos como esclavos, siendo repartido entre las tropas en beneficio obtenido con la venta. Quizá Arriano exagera, pero es un buen ejemplo de la buena estrategia empleada por Alejandro. Al llegar al Danubio, Alejandro contaba con una pequeña flota de galeras que había ordenado traer desde Bizancio. Pero a las corrientes del Danubio se sumaban los ataques de flechas que lanzaban las tribus desde la otra orilla, por lo que abandonaron el intento. La solución era cruzar de noche, pero las corrientes y la oscuridad no permitían maniobrar adecuadamente. La solución la encontró Alejandro ordenando fabricar una especie de balsas empleando maderas y bolsas de cuero rellenas de paja. Con aquellos artilugios consiguieron cruzar el río en una sola noche, sin que nadie los viera, incluida la caballería. Según sigue contando Arriano, en la otra parte del río había unos altos maizales donde las tropas se fueron escondiendo, para más tarde sorprender y masacrar a las tribus que intentaban bloquearles el paso. Todas las tribus de la zona tuvieron noticia de la hazaña y creyeron que Alejandro era una especie de dios que había conseguido cruzar el río sin ayuda de puentes o barcos, por lo cual, se apresuraron a suplicar su amistad. Poco después tuvieron que marchar hacia Iliria, donde se había desatado una revuelta en el valle del río Devoll, en la Albania actual. Alejandro se dirigía con su ejército hacia el fuerte Pelión cuando de repente se dieron cuenta de que estaban completamente rodeados. Los enemigos le doblaban en número. Todo parecía estar perdido. Si se lanzaban contra ellos, la masacre sería completa. Alejandro, lejos de dejarse llevar por el pánico, ordenó hacer unas complicadas maniobras, donde las tropas iban y venían y la caballería parecía haberse vuelto loca haciendo cabriolas. Los ilirios no daban crédito a lo que veían y un grupo de ellos se acercó para ver más de cerca el espectáculo, creyendo que se trataba de un ritual, donde los mecedonios se entregaban a los dioses antes de morir. Era lo que Alejandro estaba esperando, porque aquel grupo que se había adelantado había dejado un hueco que les permitiría escapar del cerco. Los macedonios se abalanzaron por sorpresa contra ellos y los aniquilaron de inmediato, a continuación salieron todos en estampida por el hueco. Cuando el resto intentó reaccionar ya era tarde, los macedonios había huido. Sin embargo, no se había ido muy lejos y no tardaron en volver tres días más tarde, al atardecer, para atacar por sorpresa el fuerte ilirio para destruirlo por completo. Muchos ilirios salieron huyendo hacia las montañas, y en su persecución, Alejandro sufrió una caída del caballo y a punto estuvo de romperse el cuello.

 

La destrucción de Tebas y la compasión de Alejandro

La noticia de la caída no tardó en llegar a Grecia, aunque un poco distorsionada, llegando a decir que Alejandro había muerto en combate. Algunos que creyeron que quedarían libres de su atadura con Macedonia. Sin esperar a comprobar si la noticia era cierta, los tebanos que habían sido expulsados por Filipo tras la batalla de Queronea regresaron a la ciudad y sitiaron a la guarnición macedonia que se habían acantonado en la acrópolis. Una vez más, la unidad griega que Filipo había conseguido en la Liga de Corinto, estaba en peligro. La rebelión tebana corría el riesgo de extenderse, y así fue, porque en Atenas Demóstenes andaba brincando de un lado a otro poniéndolos a todos de rebumba. Cuando Alejandro regresó a Macedonia, se encontró con que los dioses le habían puesto una nueva traba antes de iniciar su conquista de Asia: tebanos y atenienses estaban dando por culo una vez más. Pero los dioses iban a poder comprobar que Alejandro no se daba por vencido y se lanzó con su ejército hacia el sur a toda velocidad. Tan rápido, que ningún correo corrió más que ellos y los tebanos no pudieron saber que Alejandro estaba vivo hasta tenerlo prácticamente a las puertas de la ciudad. Lo más sensato hubiera sido aceptar la rendición que Alejandro les ofreció nada más llegar. Pero los tebanos respondieron con gritos y abucheos. Inmediatamente, Alejandro anunció que atacaría la ciudad, y mientras trazaba los planes, una avanzadilla tebana sale a hacerles frente. Los macedonios ven la oportunidad de entrar a la ciudad por la puerta abierta y entran en ciclón arrasándolo todo. No se respetó a nadie, y no se libraron de la violencia ni ancianos, ni mujeres, ni niños; hasta los templos sagrados fueron saqueados. Y una vez acabada la fiesta, los supervivientes fueron vendidos como esclavos, a excepción de aquellos que se habían mantenido fieles a Macedonia. Para rematar la faena, Alejandro hizo desaparecer el estado tebano. Ordenó destruir por completo la ciudad a excepción de los templos y la casa del poeta Píndaro. Los territorios circundantes fueron fragmentados y repartidos entre los demás estados aliados. Se dice que hasta los cronistas de la época vieron en este acto una crueldad extrema en Alejandro. Pero no hay que llevarse a engaño, a Alejandro no lo llaman cruel por la muerte de seis mil tebanos, incluidos mujeres y niños, sino por hacer desaparecer la histórica ciudad-estado de Tebas. Los enfrentamientos y las masacres eran una forma de vida que estaba más que asumida. La destrucción y desaparición de Tebas dolió mucho más. Pero Alejandro quiso dar un escarmiento ejemplar porque estaba más que harto de las sublevaciones griegas y después de esto, los demás estados se lo pensarían muchas veces antes de otra revuelta. Y así fue, porque Grecia entera tembló ante la noticia, y todos se apresuraron a enviar muestras de sumisión. Atenas fue la primera en responder enviando emisarios. En cualquier caso, y aunque aquellos actos formaran parte de la forma de vida de la época, Alejandro sacó aquel día a la luz su parte más cruel, pero también mostró la parte piadosa. Algo que no estaba tan bien visto. Ser compasivo era como mostrarse débil, poco viril, más propio de poetas y filósofos. Sin embargo, Alejandro no dudó en sacar su parte poética al salvar la casa de Píndaro, ni su parte religiosa al salvar los templos, incluso su parte piadosa, como veremos a continuación. Entre los prisioneros había una atractiva mujer, bien vestida y acompañada por sus hijos. Había sido capturada después de matar a un oficial del ejército. Al ser interrogada contestó que el soldado había entrado a su casa por la fuerza obligándola a entregarle cuantas joyas poseyera. Ella lo condujo a un pozo y señaló su interior, diciéndoles que en el fondo guardaba mucho oro. Cuando el oficial se asomó, ella lo empujo y éste cayó al fondo. Ella terminó de matarlo arrojándole piedras. Finalmente, declaró que lo había hecho por salvar a sus hijos y no estaba arrepentida. Cuando Alejandro le preguntó quién era, le contestó que era la hija del hombre que había liderado a los tebanos en la batalla de Queronea, la batalla definitiva que libró Filipo contra los estados griegos. Aquella declaración podía suponer su sentencia de muerte, ella lo sabía, y los presentes era lo que esperaban. Sin embargo, Alejandro la encomió por su valentía y ordenó que la escoltaran a ella y sus hijos hasta un lugar donde estuviera a salvo. En cuanto a los cabecillas de la revuelta ateniense, Alejandro ordenó su destierro con una excepción, Demóstenes podía quedarse con la condición de que se le prohibiera ejercer la política; porque así -dijo con ironía- su castigo sería el más duro, al obligársele a permanecer callado. 


Esta vez no fueron los dioses, que parecían darse ya por satisfechos y decidieron no retrasar más la ansiada aventura de Alejandro, sino los consejeros ancianos, los que intentaron disuadirlo de llevar a cabo lo que ellos consideraban una locura. Según los ancianos, Alejandro se dejaba llevar por su impulsividad, por lo que, sus posibilidades eran insignificantes contra el ejército persa que podían llegar a reunir hasta un millón de soldados. Pero Alejandro, seguro de sí mismo, se negó a escuchar cualquier consejo que le hiciera retrasar su proyecto. Así que, una mañana de abril del año 334 a.C, el joven rey de Macedonia, con solo veintidós años, se despedía de su madre, Olimpia; luego subía a su caballo y se puso a la cabeza de su ejército, que abandonaba Pela para dirigirse hacia la península de Galípolis, en la actual Turquía. A su lado, su gran amigo Hefestión, que a partir de ese momento se convertiría en su mano derecha. No marchaba con él el mejor y más fiel de sus generales, Antípatro, que quedaba como regente de Macedonia en su ausencia. Treinta mil soldados de infantería y cinco mil de caballería se pusieron en marcha con provisiones para un mes, por lo que, tenían que darse prisa en llegar a Asia. Veinte días tardaron en recorrer seiscientos kilómetros hasta llegar al puerto de Sesto. Desde allí cruzaron en barcos el estrecho de los Dardanelos que separa la península de Asia por solo un kilómetro y medio. 

Alejandro salió con su ejército desde Pela y recorrió 600 kilómetros en 20 días hasta el puerto de Sesto. En medio de la travesía, Alejandro sacrificó un toro al dios del mar Poseidón. Una vez llegados a Asia, lo primero que hizo fue ir directo hacia la legendaria ciudad de Troya, donde buscó la tumba de su antepasado Aquiles para presentar sus respetos. Hoy día, los historiadores se preguntan qué tenía Alejandro realmente en la cabeza cuando entró en Asia y hasta dónde estaba dispuesto a llegar, pero en vista del dramatismo y escenificaciones mostradas con los sacrificios y la visita a la tumba de Aquiles parece como si quisiera mostrar a todos que estaba a punto de comenzar una misión grande e histórica. Sabemos que su padre, Filipo, había anunciado que únicamente entraría a Asia para recuperar las ciudades griegas en poder de los persas. Pero, ¿qué pensaba Alejandro? ¿Iba a consistir su misión solo en eso o ya había planeado hacer algo más? Nadie lo sabe qué pasaba por su cabeza. Sir William Woodthorpe, historiador británico dijo que “Alejandro invadió Asia porque nunca se le pasó por la cabeza no hacerlo, era parte de su herencia.”

El imperio persa o aqueménida comenzó a expandirse bajo el reinado de Ciro II allá por el año 500 a.C. con la anexión del reino medo (de ahí que para los griegos, todos los asiáticos eran medos), para llegar a abarcar los estados de Libia, Bulgaria y Pakistán y algunas regiones de Sudán y Asia Central. En el año 530 a.C. cuando Darío I llegó al trono, el imperio ya se extendía hasta los actuales estados de Iran, Irák, Turquía, Rusia, Siria, Israel, Egipto, parte de Grecia y algunos estados más. Darío I dio muestras de ser un gran gobernante sabiendo unir (o al menos controlar) a múltiples pueblos de diferentes culturas, religiones y lenguas. Dividió el imperio en 20 provincias gobernadas por virreyes, que a su vez eran controlados por unas fuerzas de seguridad de diez mil hombres llamadas los Inmortales, creadas para tal fin, para asegurar el buen funcionamiento de las provincias y que ningún virrey cayera en la tentación de independizarse. Darío I construyó un gran canal desde el Nilo hasta el mar Rojo, grandes puertos y una importante red de carreteras que comunicaban rápidamente todo el territorio. Gracias al rápido movimiento de los correos, el actual rey, Darío III, no tardó en ser informado de la presencia de tropa griegas en Asia. [caption id="" align="alignnone" width="480"]

La tumba de Aquiles, Nicolas Servandoni[/caption] En tiempos de Darío III el Imperio Persa ya no era lo que fue en tiempos de Darío I. Tampoco el tercero estaba demostrando la inteligencia del primero, aunque era un bravo guerrero; pero lo cierto es que vivía de las rentas de lo que fue el imperio en tiempos pasados y algunas cosas las tenía desatendidas, como por ejemplo, las fuerzas de seguridad, los Inmortales, ya no existían y algunos virreyes se habían vuelto desleales. Era el síndrome que llegan a padecer todos los grandes imperios, que cuando llegan a lo más alto relajan todas sus vértebras y sus reyes se dedican a vivir la buena vida. Aun así, tal como le habían anunciado los ancianos a Alejandro, Persia podía movilizar perfectamente a un millón de soldados; y eso, eran muchos soldados para un pequeño ejército (en comparación) como el que acompañaba a Alejandro.

 

La batalla de Gránico

Ante la presencia de los macedonios, las fuerzas de Espitridates, virrey de Lidia y Jonia, y de Arsites, sátrapa de Frigia se pusieron en guardia. Alejandro aún estaba a unos cien kilómetros de distancia, pero fueron tomando posiciones defensivas detrás del río Gránico. Según nos cuenta Arriano, los persas contaban con veinte mil mercenarios griegos y otras veinte mil unidades de caballería. Su general era un tal Memnón, también griego de la isla de Rodas, que igual se ponía al frente de un ejército de tierra como gobernaba la flota persa. Memnón habló con los líderes y les propuso poner en marcha la estrategia de la tierra quemada para luego embarcarse en su poderosa flota e invadir Macedonia en vez de enfrentarse a Alejandro. Es decir, desgastar al ejército macedonio haciéndoles recorrer grandes distancias para encontrar alimentos en vez de enfrentarse a ellos y causar bajas innecesarias entre los persas. Hubiera sido una buena treta, pero Espitridates y Arsites rechazaron la idea. Aquella estrategia era demasiado laboriosa y costosa, pues significaba tener que incendiar sus propias cosechas y transportar víveres de un lado a otro; así prefiriendo enfrentarse a los macedonios. Los persas se habían colocado al otro lado del río y en cuanto Alejandro se acercó lo suficiente para ver sus posiciones se percató de un grave error que, por supuesto, estaba dispuesto a utilizar a favor de los suyos. Aparentemente, las posiciones persas eran inmejorables, encima de una colina y con el rio de por medios. Desde allí controlaban cualquier movimiento enemigo, y en cuanto intentaran cruzar el río se lanzarían contra ellos. Alejandro, aparentemente, tenía pocas posibilidades de cruzar. Pero Alejandro vio que el lugar donde se habían subido era demasiado escarpado. La caballería no podría lanzarse de inmediato contra ellos, sino que debían bajar por senderos menos pronunciados y eso les haría perder tiempo. Además, la infantería estaba situada detrás, lo cual quería decir que los primeros en atacar serían la caballería. ¿Les daría tiempo a cruzar? [caption id="" align="alignnone" width="640"]

La batalla del Gránico, Charles Le Brun[/caption] A estas alturas huelga decir lo impulsivo que era Alejandro. Su decisión fue rápida y firme, cruzarían de noche, antes del amanecer. Cuando los persas se dieron cuenta ya lo estaban cruzando. Con muy poca luz, la formación de la caballería y la bajada de la escarpada colina se hizo lenta y difícil; y aunque infringieron algunas bajas entre los macedonios mientras cruzaban el río, no pudieron detener a la caballería con Alejandro al frente, que se dirigió de inmediato a golpear el flanco persa por la derecha, mientras el general Parmenio atacaba por la izquierda. Por el centro atacarían las temibles falanges con sus larguísimas lanzas de más de cinco metros. En su empuje por el flanco izquierdo persa, Alejandro se encontró y se batió cuerpo a cuerpo contra algunos de sus líderes, uno de ellos, Mitridates, el yerno de Darío III que venía en su busca. Alejandro era fácilmente distinguible por su reluciente armadura y todos querían acabar rápidamente con él para desmoralizar a su ejército. Aquel joven macedonio sería fácil de abatir para un experimentado guerrero como Espitridates, pero la primera embestida del persa fue esquivada, y la segunda, y la tercera, quedando el persa de espaldas y desequilibrado. Y apenas hubo terminado de darse la vuelta, tuvo la lanza de Alejandro clavada en su rostro. Espitridates cayó al suelo fulminado. Resaces, otro general persa, le atacó por la espalda y le golpeó en la cabeza con un hacha de forma que resquebrajó el yelmo de Alejandro, que quedó momentáneamente aturdido, pero sin sufrir herida alguna. Y cuando Resaces intentaba darle un nuevo golpe, Alejandro se revolvió y le clavó su espada en el pecho atravesando la coraza. Pero el peligro para Alejandro no había pasado y a punto estuvo de morir a manos del mismo virrey de Lidia, Espitridates, que avanzaba hacia él con la espada en alto; pero uno de los jinetes de Alejandro llamado Clito, se dio cuenta y actuó rápidamente dándole al virrey un gran golpe de espada en el brazo, cortándoselo a la altura del hombro para luego rematarlo clavándole la espada en el pecho. Mientras tanto, las falanges macedonias se empleaban a fondo hasta romper completamente la organización del ejército persa que terminó huyendo. Alejandro no dio orden de perseguirlos, pero había otros dos mil mercenarios griegos completamente rodeados que fueron hechos prisioneros. La victoria fue completa. Los persas sufrieron 7500 bajas. Arsites, el general de caballería se suicidó y Memnón escapó. Por su parte, Alejandro perdió unos 115 hombres; otros elevan la cifra de los persas a doce mil, aunque es probable que todas las cifras se hayan exagerado; las persas hacia arriba y las macedonias hacia abajo. Los mercenarios griegos apresados fueron enviados a Grecia para ser vendidos como esclavos; sin embargo, los tebanos que se encontraban entre los mercenarios fueron apartados del grupo para ser liberados. ¿Por qué liberó Alejandro a los tebanos? Sin duda arrastraba una gran culpabilidad por haber arrasado y destruido Tebas y quiso tener este gesto de generosidad con ellos. La victoria sobre los persas les proporcionó un rico botín que fue repartido en su mayoría entre los soldados. Habían tenido un buen comienzo de campaña y la recompensa los animaría a seguir adelante. Otra pequeña parte fue reservada para sí mismo; y de esta parte eligió lo más valioso para enviárselo a Olimpia. Quiso tener, además, un detalle con la ciudad de Atenas, donde envió un regalo de trescientas armaduras completas junto a un escrito que decía: “Alejandro, hijo de Filipo, a todos los griegos excepto a los espartanos ofrezco este botín tomado a los extranjeros que habitan Asia.” ¿Buscaba Alejandro la admiración ateniense, que le consideraran griego a sabiendas que lo trataban como un bárbaro macedonio? Puede ser, pero lo que sin duda consiguió fue que aquellos que quizás tenían la esperanza de que Asia fuera su tumba para montar una nueva sublevación, estuvieran informados de que Alejandro seguía ahí.

 

Las ciudades griegas de Asia Menor

Ahora, Lidia y Jonia estaban en poder de Alejandro y su próximo paso fue visitar sus ciudades, a las cuales se aproximó de forma pacífica y anunciando que llegaba para liberarlas de la opresión persa y que nuevamente volvían a ser griegos. Reconquistar las ciudades de Asia Menor era precisamente el objetivo que se había propuesto su padre. Pero, ¿por qué se consideraban griegas estas ciudades? Pues porque fueron fundadas siglos atrás por colonos helenos que habían abandonado Grecia para establecerse en las costas mediterráneas de Asia, en la actual Turquía. Luego llegaron los persas y las conquistaron, pero entre los griegos siempre existió el sentimiento de que estas ciudades seguían formando parte del Hélade. En Sardes y Éfeso recibieron calurosamente a Alejandro como un libertador. 

Los de Éfeso quedaron encantados cuando Alejandro les anunció que el templo de Artemisa sería reconstruido. ¿Qué le había ocurrido a este templo? Que había ardido misteriosamente el mismo día que Alejandro nació, hacía ya veintidós años. Las relaciones que se establecieran con estas ciudades eran de vital importancia para la buena marcha de la misión. Solo era seguro seguir adelante si dejaban atrás ciudades amigas. De momento, las cosas habían ido bien en Sardes y Éfeso. Sin embargo, las cosas iban a ser diferentes en su próxima parada. Más al sur se encontraba la ciudad de Mileto, centro de la civilización griega jonia, con un importante puerto. Los jonios colonizaron el territorio aproximadamente en el año 1000 a.C. y se convirtió en la ciudad más rica del mundo griego. Todo era prosperidad en Mileto y el nivel de vida era superior al de cualquier otra ciudad griega; hasta los mejores atletas de los Juegos Olímpicos eran de Mileto. Y al llegar frente a sus murallas… 

…Nadie había esperándolos y las enormes puertas estaban cerradas. Tras mucho esperar, salieron algunos emisarios a hablar con Alejandro. La propuesta que traían era que pasaran de largo y no hicieran ningún daño a la ciudad; a cambio, los de Mileto se mantendrían neutrales en su guerra contra los persas. Estaba claro que los milesios no consideraban a Alejandro como un libertador, antes bien creían que su irrupción en Asia no haría sino perjudicar la buena marcha de su economía. Además, no eran precisamente simpatizantes de los macedonios, a los que, como la mayoría de los griegos, consideraban bárbaros venidos de los Balcanes. Tampoco es que se sintieran demasiado oprimidos por los persas, que habían dado a aquella ciudad más autonomía que a cualquier otra. 

Egesístrapo, comandante griego de la guarnición persa en Mileto, en un principio, había pensado recibir a Alejandro con las puertas abiertas, pero habiendo sido informado de que la flota persa estaba cerca, cambió de opinión y le propuso mantenerse neutral. Pero Alejandro no había venido hasta allí para hacer tratos, sino para quedarse con la ciudad, dada la importancia de sus puertos. La flota helena llegó con 160 barcos y ancló en las costas de la isla de Lade, muy cerca de Mileto. Poco después llegaba la flota persa con más de 400 barcos. La contienda parecía inevitable, y los hombres de Alejandro, incluido el veterano Parmenio, le animaban a atacar, pues, aunque estaban en inferioridad, habían visto un águila posada en tierra, junto a la tienda de Alejandro; aquello era un augurio de que los dioses estaban con ellos. 

Pero Alejandro no era de la misma opinión. Enfrentar 160 barcos contra 400 era una locura que no les aportaría nada. Ni siquiera si vencían a los persas les reportaría grandes ventajas. Y además, la interpretación que el daba sobre el águila posada en tierra, era que ellos vencerían en tierra. El poder naval persa se disolvería por sí mismo si ellos vencían en tierra; por lo tanto, no hubo batalla naval. Hubo sí, algunas escaramuzas, pues los barcos persas retaban a los griegos a salir de su fondeadero para enfrentarse a ellos, cosa que no conseguían. Lo que sí consiguieron es que algunos barcos persas cayeran en poder de Alejandro, pues debían acercarse a la costa para conseguir agua potable. Y es que, a pesar de contar con más del doble de barcos que los griegos, los persas se encontraban en una situación desfavorable, ya que no podían acercarse a tierra para abastecerse. Alejandro sabía que no serían un problema y no tardarían en abandonar aquellas aguas. 

Y así fue. Mileto fue tomada al asalto y después de duros combates, sus defensores fueron masacrados. Los mercenarios griegos que fueron apresados, esta vez correrían diferente suerte; no serían vendidos como esclavos, sino que pasarían a formar parte del ejército macedonio, si así lo deseaban. Alejandro daba un cambio a su política, pensando que no podía considerar enemigos a todos los griegos que lucharan contra él, siempre y cuando se unieran a su causa, y de esta forma, también aumentaba en número su ejército. Después de la toma de Mileto, Alejandro decidió disolver su flota. Una flota que le había dado un gran servicio al principio de la campaña, manteniendo siempre una vía de comunicación con Grecia y transportándole suministros. Pero una vez conquistadas las ciudades costeras ya no tenía sentido seguir manteniéndola. Un mantenimiento que le costaba muy caro estando sus arcas semivacías. Las ciudades griegas conquistadas no iban a aportar mucho, pues sus impuestos eran condonados con el fin de mantener su fidelidad, y las ciudades del interior que estaban por conquistar tampoco aportarían gran cosa, ya que Alejandro quería aproximarse a ellas de forma amigable, evitando la violencia y los saqueos. Por lo tanto, la flota griega debía ser disuelta.

Halicarnaso

Con la flota griega disuelta, era de mayor importancia ocupar todas las regiones costeras, con sus ciudades y sus puertos, a fin de asegurar el bloqueo continental. En la costa del mar Egeo aún quedaba por conquistar la región de Caria, y en ella la importantísima ciudad de Halicarnaso. La Caria había gozado de cierta independencia bajo la gobernación de Hecatomnos, aunque realmente era una satrapía persa. A Hecatomnos le sucedió su hijo Mausolo, quien siguió con los planes independentistas de su padre, agrandó Halicarnaso mediante la fusión de otras seis pequeñas ciudades y planeó incluso la anexión de Mileto. Después de morir Mausolo le siguió en el poder su hermana y esposa Artemisa, según la costumbre caria. A Artemisa le siguió su otro hermano Idreo y a éste su esposa Ada, a quien su hermano menor, Pixodaro, le arrebataría el poder. Fue Ada la primera en recibir a Alejandro nada más pisar la región Caria. Pixodaro había estado planeando aliarse con Macedonia para luchar por la independencia de la Caria, pero a la muerte de Filipo los planes se disolvieron y tuvo que someterse a los deseos del rey persa y casar a su hija con un noble llamado Otontopates. Con este casamiento, Darío III disolvía los planes independentistas carios, pues a la muerte de Pixodaro en el 333 a.C. Otontopates le sucedía como sátrapa. La destronada Ada prometió a Alejandro ayudarle por todos los medios posibles en la conquista de su país, asegurándoles que le pondría en contacto con personas muy pudientes que estaban descontentas con los nuevos vínculos contraídos con Persia. Alejandro, no queriendo ser descortés, no rechazó su ayuda, pero en sus planes no entraban ayudar a ninguna región a independizarse, sino la de liberar ciudades griegas del dominio persa. A su paso por las ciudades carias, al igual que ya había hecho con las demás, las iba liberando del pago de impuestos y declarándolas libres, recibiendo a cambio muestras de afecto y sumisión, según Diodoro. Solo quedaba la conquista de Halicarnaso, y no iba a ser tarea fácil, al tratarse de una ciudad muy fortificada. En el interior ya se habían refugiado Otontopates y Memnón, con los restos del ejército derrotado en el río Gránico. Memnón había estado precediendo los pasos de Alejandro desde dicha batalla. Primero se retiró a Éfeso y luego a Mileto, pero en ninguna de aquellas ciudades había podido organizar de nuevo a su ejército para hacer frente al macedonio. Halicarnaso era la última ciudad importante de Asia Menor y estaba dispuesto a defenderla uniendo sus fuerzas con las de Otontopates. Situada en una península, Halicarnaso estaba rodeada de unas potentes murallas, menos una parte que daba al mar. Disponía de tres ciudadelas, la acrópolis, elevada sobre las colinas de la parte norte, la Salmácide, en el sudoeste y la fortaleza del rey, situada en una pequeña isla de la bahía. Memnón, al que Darío había entregado el alto mando y todo el poder naval sobre las costas persas, reforzó las fortificaciones de la ciudad, ensanchó los fosos e hizo entrar los barcos al puerto para que sirvieran de apoyo a la defensa y pudieran suministrar víveres en caso de un asedio prolongado. La isla de Arconesos, que dominaba la bahía, fue fortificada y se enviaron guarniciones a las ciudades circundantes de Mindos, Caunos, Tera y Calípolis. Todo esto, mientras Alejandro recorría las demás ciudades carias, pues Amnón sabía, que su meta era hacerse con Halicarnaso. La defensa de la ciudad no podía haberse organizado mejor; y desde la Hélade, los griegos permanecían expectantes ante tan emocionante acontecimiento. No fueron pocos los que auguraban el final de la aventura de Alejandro, y no pocos también los que quisieron ser espectadores privilegiados y ya de paso participar en el evento. Se trataba de anti macedonios y enemigos de Alejandro: atenienses sometidos a la fuerza o desterrados, tebanos derrotados que vieron cómo destruían su ciudad y hasta macedonios huidos sospechosos de haber participado en la muerte de Filipo. Si Alejandro quedaba boqueado en aquel lugar de Asia Menor, se acabaría su aventura y la Hélade se rebelaría de nuevo contra Macedonia. Al llegar a las murallas, acamparon como a medio kilómetro de ellas, convencidos de que el asedio iba a ser largo y la lucha muy dura. Quizás la flota que había hecho volver a Grecia, ahora les era más necesaria que nunca para que el cerco a la ciudad fuera completo por aquella parte en que la ciudad daba al mar. Pero, en cualquier caso, la flota de Mamnón seguía siendo superior en número y el enfrentamiento se hubiera hecho finalmente inevitable. Nada más verlos, los persas salieron a hacerles frente, aunque el ataque fue fácilmente rechazado. Al día siguiente, Alejandro dio una vuelta para inspeccionar las murallas, y viendo que éstas eran prácticamente infranqueables, ordenó ir rellenando el foso por varios puntos con el fin de acercar las torres de asedio. Tarea dura y peligrosa, bajo una lluvia de flechas, de las cuales se resguardaban bajo techos de madera construidos para tal fin. 

Una noche, cuando el relleno ya casi llegaba hasta las murallas, los macedonios fueron molestados por una salida de los persas que intentaban incendiar las torres de asalto. Hubo un leve enfrentamiento, pero los persas tuvieron que retirarse sin conseguir su propósito. Fueron muchos días de duros enfrentamientos, las torres de madera eran incendiadas y las catapultas lanzaban piedras que destrozaban partes de la muralla mientras se excavaban minas que hicieron hundirse algunas torres. Y en medio de tan dramáticos episodios, los historiadores antiguos nos dejan anécdotas como la de un combate que se inició de la forma más curiosa. Caía la tarde cuando algunos macedonios bebían y se divertían. Dos de ellos desenvainaron sus espadas y se fueron hasta las murallas a incordiar a los persas, que al verlos salieron por una de las partes que estaban derruidas y se enfrentaron a ellos. Los dos macedonios no tardaron en dar muerte a los persas y pronto salieron más; pero los macedonios resistían. Al ver lo que ocurría, desde el campamento macedonio pronto corrieron en ayuda de sus dos compañeros; y a la vez, acudieron más persas, y lo que en principio no fue más que una riña, pronto se convirtió en una escaramuza y de ahí a un autentico combate. Los persas llevaron las de perder y huyeron al centro de la ciudad. Los macedonios, envalentonados, esperaban a que Alejandro diera la orden de entrar. Pero Alejandro, en vez de eso, ordenó que todos se retirasen al campamento. Hacía días ya que las murallas estaban derruidas por algunos puntos, pero Alejandro no quería meter a sus hombres en una ratonera donde los persas estarían esperándolos. Por otra parte, no quería que se combatiera en el interior por no dañar la ciudad. Había que esperar a que el enemigo se rindiera. Se construyeron más torres de asalto y se multiplicaron los ataques con catapultas. Las murallas se desmoronaban y dentro de la ciudad no daban abasto para reconstruirlas, por lo que, Memnón, a instancias de un tal Efíaltes, decidió que lo mejor era una salida general antes de que las cosas se pusieran peor. De esta forma, Alejandro consiguió lo que quería, enfrentarse al enemigo en campo abierto. Efíaltes salió por la puerta que se encontraba más en peligro, mientras desde las murallas lanzaban teas ardiendo contra las torres enemigas que pronto se incendiaron. Al verlos salir, una lluvia de piedras procedente de las catapultas macedonias cayó sobre las tropas de Efíaltes causando numerosas bajas; y tras una encarnizada lucha, el propio Efíaltes cayó herido de muerte. Aun así los macedonios estaban siendo castigados y Alejandro, con él al frente, ordenó una carga para prestarles ayuda. Al verlo llegar galopando sobre Bucéfalo y espada en alto, los persas emprendieron la huida hacia el interior de la ciudad. En su atropellada huida, el puente tendido sobre el foso cedió y muchos de ellos perecieron. Los demás murieron a manos de sus perseguidores, pues los persas cerraron las puertas para que en la ciudad no entraran los macedonios. Sin embargo, Alejandro no quiso asaltar la ciudad, ni aun en unas condiciones propicias como la que se daba en esta ocasión, sino que ordenó retirada, para que ni la ciudad ni sus habitantes sufrirán daño alguno. No obstante, fueron sus defensores los que la destruyeron, pues sabiendo que todo estaba perdido provocaron un incendio antes de huir. Memnón se embarcó en su flota y desapareció, mientras otros se refugiaron en las ciudadelas. Alejandro, después de dos meses de asedio, no quiso perder más tiempo y dejó una guarnición de 3000 mercenarios y 200 caballos con el objeto de terminar de rendir las ciudadelas y proteger a la princesa Ada, a la cual había puesto al mando de la satrapía Caria, concediéndole autonomía y librándola de pagar impuestos. La conquista de las costas de Asia Menor podía darse por concluida.

 

Darío y sus consejeros

El rey Darío no le dio gran importancia a la derrota de su ejército en el río Gránico. Sin embargo, le producía gran enojo el hecho de que los macedonios avanzaran por la costa apoderándose de todas las ciudades griegas. En cualquier caso –pensaba el rey- todo se había debido a un error. Espitridates y Arsites debían haber hecho caso a Memnón cuando propuso la estrategia de la tierra quemada mientras él llevaba la guerra a Grecia; y por eso Darío le concedió el mando absoluto de todos sus ejércitos, tanto en mar como en tierra. Memnón no había podido resistir el asedio de Alejandro, pero demostró una hábil estrategia de defensa y pudo escapar. Ahora, alentado por la disolución de la escuadra macedonia, se adentró entre la infinidad de islas del mar Egeo con la intención de cortar todas las comunicaciones entre Grecia y Alejandro. Pero el plan completo de Memnón consistía en hacerse con el control de las ciudades de las principales islas y luego llevar la guerra al Hélade. No le sería difícil si contactaba con los numerosos enemigos que Alejandro tenía en las ciudades helenas. Grecia entera se levantaría contra los macedonios. Pero Memnón no llegaría a ver su plan cumplido porque cayó enfermo y murió mientras asediaba la ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos. Cuando Darío recibió la noticia de la muerte de Memnón, convocó a sus consejeros y entre todos acordaron que el mismo rey debía ponerse al frente de un gran ejército que acabara con los molestos macedonios. El ejército persa, como ya se ha ido contando, estaba plagado de mercenarios griegos, entre ellos el mismo Memnón, que había llegado allí desde Rodas. Ahora era otro griego, Caridemo, un ateniense que había llegado hasta Darío huyendo de Alejandro, el que pretendía que el rey persa pusiera bajo su mando un ejército de cien mil hombres para hacer frente a Alejandro. Pero los persas desaconsejaron la propuesta; no querían que otro extranjero se hiciera con el control del ejército. La respuesta de Caridemo fue que subestimaban el poder y la inteligencia de Alejandro, por lo que, no debían jugárselo todo a una carta y debían reservar la leva principal del ejército y al rey para un último recurso, en el supuesto caso de que Alejandro saliera victorioso y siguiera avanzando. Por eso, insistió en que el rey no se expusiera a peligro alguno y le entregaran cien mil soldados, sabiéndose conocedor de las estrategias de Alejandro y viéndose capacitado para derrotarlo. La opinión del extranjero no fue bien recibida por los consejeros de Darío. Según ellos, la presencia del rey daría ánimos a los soldados y a todas las ciudades por donde pasara. Con su rey al frente, el ejército persa sería invencible; la sola insinuación de una derrota era una ofensa. Los ánimos se caldearon y las discusiones fueron a más. Darío, que en un principio estaba considerando todo cuanto había propuesto el ateniense, fue hinchándose de orgullo ante el peloteo generalizado de sus consejeros, hasta acabar ordenando que sacaran a rastras a Caridemo y lo ahorcaran en el árbol más cercano. Las últimas palabras de Ceridemo antes de morir fueron para advertirles que quien había de vengar su muerte estaba cerca. Farnabazos fue el sustituto propuesto por el propio Memnón antes de morir. Ahora era reconfirmado en su cargo por el propio rey, que, sin embargo, le pedía que desembarcara la mayoría de mercenarios que tenía a bordo para que se incorporasen al ejército de tierra. Con esta petición, que Farnabazos se apresuró a cumplir, la flota persa, y por consiguiente, los planes de Memnón quedaban aparcados; aunque no renunciaron del todo a ellos y con cien barcos, Farnabazo siguió en su afán de conseguir la lealtad de otras islas para asegurar el bloqueo.

La marcha sobre Licia

Entre las tropas macedonias había muchos guerreros recién casados, a los cuales se les dio permiso para que regresaran a Grecia a pasar el invierno junto a su familia. Con ellos viajaron tres oficiales, también recién casados, con la orden de regresar en primavera con la mayor cantidad posible de tropas frescas. El invierno se echaba encima y Alejandro dividió su ejército en dos. Una columna, al mando de Parmenio, formada por la caballería macedonia y tesaliense, las topas de aliados y toda la maquinaria de guerra, se dirigiría hacia Trales y Sardes, donde pasarían los meses fríos. Alejandro se dirigiría con las falanges, los arqueros, los tracios, hipaspistas ylos agrianos, hacia Hiparna, cuya guarnición estaba formada por mercenarios griegos y no tardaron en rendirse. Luego entraron en territorio licio. A las costas de Licia fueron llegando colonos griegos durante los siglos VII y VI a.C. En el año 545 a.C. fue incorporada al imperio persa por Ciro II, aunque pronto recobró su independencia a cambio de pagar un tributo; hasta que fue incluida en la satrapía Caria. En Licia no había guarniciones persas. Alejandro se hizo con toda la provincia, de ricas ciudades e importantes puertos de mar, sin oposición ninguna, casi como quien da un paseo. Y así, de ciudad en ciudad, recibiendo sátrapas y embajadores que le rendían honores por devolver la libertad a tan antiguas e importantes ciudades griegas, pasó Alejandro la mitad del invierno. Y fue durante estos días cuando Alejandro descubrió que uno de sus más importantes generales urdía un plan para asesinarlo. Este general mantenía contactos con Darío por medio de otros macedonios que habían huido y se habían unido a los persas. Habían contactado en ciudades como Éfeso o Halicarnaso y había hecho llegar hasta Darío su decisión de ponerse a su servicio para lo que fuera menester. Cuando uno de los enviados de Darío llegó hasta el traidor y le estaba transmitiendo instrucciones, fueron descubiertos y apresados. El traidor era Alejandro de Lincestia, sospechoso de estar implicado en la muerte de Filipo. Entonces, ¿qué hacía este individuo entre las filas de Alejandro y con el grado de general? Nadie está seguro, pero su madre, Olimpia, ya se lo venía advirtiendo en sus cartas: «Hijo, no confíes demasiado en quienes, habiendo sido enemigos tuyos, son ahora tenidos por ti como amigos.» Dos hermanos del lincestio habían sido condenados a muerte, acusados de haber participado en el asesinato del monarca, sin embargo, él se apresuró a rendir pleitesía al nuevo rey y Alejandro no solo lo creyó inocente, sino que le confió grandes cargos. Alejandro, qué duda cabe, era inteligente y muy maduro para su edad, pero en algo debía notarse que tenía poco más de veinte años. Alejandro, el lincestio, terminó confesando que el rey persa le había encomendado la tarea de asesinar a Alejandro, a cambio de mil talentos y ayuda para hacerse con el reino de Macedonia. Reunido con sus más allegados, Alejandro pidió consejo sobre qué debía hacerse con el traidor. Sus amigos fueron sinceros con él y opinaron que nunca debió confiar en el lincestio y mucho menos ponerlo al mando de la caballería, las fuerzas más importante del ejército; y el consejo dado por ellos no podía ser otro que quitarlo de enmedio cuanto antes. El traidor permaneció detenido, pero Alejandro no dio la orden de ejecutarlo. Había dos razones para dejarlo con vida. La primera: el lincestio era yerno de Antípatro (recordemos, Antípatro había sido un general fiel a su padre Filipo, Alejandro confiaba en él y lo había dejado como regente en Macedonia durante su ausencia). La segunda: la ejecución provocaría rumores inquietantes en Grecia y en el seno de su propio ejército. Mejor dejar las cosas como estaban. 


El nudo gordiano

En la primavera del año 333 a.C., se volvieron a unir en Gordión las dos columnas del ejército macedonio, la de Alejandro y la de Parmenio con toda su maquinaria pesada de guerra. Volvieron además los recién casados con unos refuerzos de 3.000 hombres y 200 caballos. La ciudad de Gordión había sido desde años remotos residencia de los reyes frigios. En su ciudadela se conservaba aún el palacio de Gordio. Según una antigua leyenda, Frigia necesitaba un rey, por lo que, consultaron al oráculo. La respuesta fue que aquel que entrase con un cuervo posado sobre un carro tirado por bueyes sería el elegido para gobernar. Y de esta manera entró un labrador llamado Gordias, cuyas únicas riquezas eran su carro y sus bueyes. Gordias, una vez nombrado rey, fundó la ciudad de Gordión y en agradecimiento, ofreció su carro al dios Zeus. El carro quedó en el templo con la lanza y el yugo atados por un nudo tan complicado que sus cabos se escondían en el interior, de tal forma que era imposible que nadie pudiera desatarlo. Todos decían entonces, que aquel que lo lograra desatar, conquistaría toda Asia. Cuando Alejandro llegó al palacio, se puso a dar vueltas al carro observando el nudo. Cuantos lo acompañaban estaban expectantes. ¿Sería Alejandro capaz de lograrlo? Y entonces Alejandro desenvainó su espada, y de un golpe seco cortó el nudo por la mitad. “Tanto da cortarlo que desatarlo”- dijo Alejandro. Aquella noche hubo tormenta con abundantes rayos. Alejandro entendió que Zeus estaba de acuerdo en la forma en que había resuelto el dilema del nudo. Fernando el Católico usaría como lema personal “Tanto monta” haciendo alusión a las palabras de Alejandro “Tanto da o tanto monta cortar o desatar”, o da igual cómo se haga, lo importante es hacerlo. El lema de Fernando, además, se presenta sobre un yugo con una cuerda cortada alrededor. Un yugo y unas cuerdas que han estado presentes en el escudo de España hasta muy recientemente y que fueron suprimidos por simple ignorancia histórica.

Cilicia

Al cruzar la satrapía de Cilicia, Alejandro apenas si encontró resistencia; las tropas de vigilancia abandonaban sus puestos ante la presencia de los macedonios. En realidad, estas tropas habían sido dejadas para retener en lo posible el avance de Alejandro, mientras Arsames, el sátrapa cilicio, marchaba a unirse al gran ejército del rey persa. A su paso, Arsames pretendía saquear y devastar la provincia, para que los macedonios, a su llegada, no encontraran más que un desierto. Pero Alejandro cruzó rápidamente por unos desfiladeros que pronto lo condujeron hasta el río Tarso, de tal forma, que Arsames se vio sorprendido de tener al enemigo tan cerca y aceleró su marcha sin detenerse en los saqueos. Los hombres de Alejandro llegaron fatigados hasta el río Cidnos, afluente del Tarso que baja de las montañas; el propio Alejandro se sentía muy cansado, y al ver las cristalinas aguas del río decidió darse un baño. El agua era fría, pero relajante en aquellos calurosos días del verano del 333. Y de pronto, Alejandro sintió unos escalofríos que lo dejaron agarrotado. Quienes estaban más cerca lo sacaron rápidamente y lo llevaron a su tienda. La pérdida de conciencia, la fiebre y las convulsiones, hicieron que muchos, incluso los médicos que le atendieron, temieran por su vida. Y así paso Alejandro varios días, mientras sus hombres se desesperaba sin saber qué hacer, viendo que su rey agonizaba y el ejército persa estaba cada vez más cerca. Y he aquí que un médico llamado Filipo que conocía a Alejandro desde pequeño se acercó para ofrecer un brebaje asegurando que lo curaría. No está claro de dónde venía Filipo, pero al mismo tiempo llegó un mensaje de Parmenio, que se encontraba con sus tropas en otro punto de la provincia, previniéndole contra el supuesto médico, asegurando que había sido sobornado por el rey Darío para que le asesinase. Alejandro, que estaba consciente, leyó el mensaje y luego se lo entregó a Filipo. El médico leyó la carta, y sin inmutarse, le ofreció la copa con el bebedizo a su rey mientras le decía con serenidad: “confía en mí, te pondrás bien”. Alejandro no dudó y bebió el contenido de la copa. El médico asintió y sonrió. Durante los próximos días, Filipo no se apartó de Alejandro, cuidándolo como a un hijo. Hablaron de Filipo, el rey de Macedonia, padre de Alejandro; de su madre Olimpia, de sus hermanas, de las maravillas de los países de Oriente y de las victorias que estaban por venir. El brebaje y los cuidados del viejo médico hicieron efecto y el joven rey no tardó en estar de nuevo al frente de su ejército. 


La batalla de Issos

Darío partió de Babilonia y cruzó el Éufrates con un enorme ejército, cuyo número de soldados nunca sabremos, aunque algunos historiadores antiguos como Arriano, Justino, Plutarco o Diodoro hablan de cifras de entre 300.000 y 600.000. Hoy se cree que estas cifras son exageradas y posiblemente fueran bastantes menos. En cualquier caso, eran muchos, demasiados, para los 30.000 o 40.000 macedonios que componían el ejército de Alejandro. Cuentan que a Darío le acompañaba toda su corte y su harén, sátrapas y príncipes persas, también con sus harenes, eunucos, sirvientes y una interminable caravana de carros lujosamente adornados con todo tipo de bagaje; Darío se había llevado consigo hasta su enorme tesoro. La gran masa se detuvo en los vastos llanos de Sojoi, que pronto se llenaron de miles de tiendas; era un lugar espléndido para enfrentarse al enemigo, y allí lo esperarían. Alejandro, una vez recobrada la salud, se desplazó hasta Issos. En aquella ciudad quedaron los enfermos y heridos, donde podrían recuperarse mejor que en las duras jornadas de marcha. Ya había sido informado del enorme ejército que Darío había desplegado y de que estaba acampado en Sojoi, a dos días de marcha, si cruzaban los desfiladeros de los montes Amanos. Inmediatamente convocó un consejo de guerra con sus generales, donde quedó decidido que había que ponerse en marcha y atacar a los persas allá donde los encontraran. Desde Issos, Alejandro tuvo que elegir entre cruzar la montaña por los desfiladeros o seguir hacia el sur bordeando la costa. El cruce de la montaña quedó descartado, por ser peligroso y por tratarse de la ruta más dura; los soldados llegarían muy fatigados para hacer frente al enemigo. Al día siguiente se pusieron en marcha por la franja que hay entre la costa y las montañas, rumbo sur. Eran los primeros días de noviembre, y aquella noche, estando acampados cerca de la ciudad de Miriandro, muy cerca ya de territorio sirio, se desató una gran tormenta. Al día siguiente, el viento y la lluvia impidieron reanudar la marcha. Los espías de Darío no tardaron en comunicarle que los macedonios no andaban muy lejos de allí; el rey persa ansiaba el momento de que Alejandro cruzara los desfiladeros y apareciera ante él. Alrededor suyo tenía toda una pompa de aduladores que lo habían convencido de que, con su enorme poderío, era invencible y haría pedazos a Alejandro y sus macedonios. Por si fuera poco, Darío había tenido un sueño en el que había visto cómo un enorme incendio devoraba el campamento macedonio. Del campamento salió Alejandro a lomos de su caballo, vestido de príncipe persa, hasta desaparecer en las sombras. El rey no tenía dudas de que aquello era un buen presagio. Pero los días pasaban y los macedonios no aparecían, y su pompa de aduladores le animaban a ponerse en marcha e ir a buscarlos, ya que, seguramente se habían acobardado ante el poderío del ejército persa. Sin embargo, entre los mercenarios griegos había un macedonio llamado Amintas, que había desertado de las filas de Alejandro, y avisó a los generales de Darío de que aquella demora no era señal de cobardía y no debían confiarse; que no debían aventurarse a entrar en aquellos estrechos valles, pues tratándose de un ejército tan grande, aquellas amplias llanuras eran el lugar más adecuado para presentar batalla. Sus sugerencias fueron objeto de risas y Darío desconfió de él, al tratarse de alguien que había traicionado a su propio rey, y a punto estuvo de correr la misma suerte que Arsames cuando le pidió entregarle cien mil hombres para enfrentarse a Alejandro. Todo cuanto no era útil para la batalla o pudiera entorpecer la marcha fue enviado a Damasco, incluido el tesoro. Darío, hinchado de orgullo y seducido por los aduladores no quiso esperar más y ordenó levantar el campamento para cruzar las montañas a través de los desfiladeros. Podía haber marchado hacia Miriandros para evitar el penoso viaje, en cuyo caso se habría encontrado con Alejandro, pero tanta prisa tenía por atrapar al enemigo que no quiso perder el tiempo en dar un rodeo. El caso es que, casi sin pretenderlo, a Darío le salió muy bien su jugada, pues nada más cruzar las montañas se había colocado en una posición en la cual le cortaba a Alejandro toda comunicación con las ciudades que podían prestarle ayuda. Los macedonios tenían ahora la retaguardia bloqueada. 

Desfiladeros de los montes Amanos[/caption] Cuando el ejército macedonio se dio cuenta de su delicada situación, hubo un gran revuelo entre los soldados, con opiniones y actitudes de todo tipo. El propio Alejandro era consciente de que la situación era delicada, de nada servía tener como aliadas todas las ciudades que iban dejando atrás si las comunicaciones con ellas estaban bloqueadas. Pero lejos de desesperarse decidió que la única opción era dar la vuelta y enfrentarse a Darío. Cuando los persas entraron en Issos y encontraron a los enfermos y heridos que Alejandro había dejado allí, no les cupo duda de que los macedonios los habían abandonado a su suerte para huir con más facilidad. Las torturas que los enfermos sufrieron fueron espantosas y finalmente todos fueron degollados. Los persas, además, pronto se dieron cuenta que les habían cortado todas las comunicaciones con las ciudades de Asia Menor y con Macedonia, por lo que, su júbilo aumentó, a la vez que su impaciencia por darles caza y acabar con ellos. En este punto, hay quien ve una gran imprudencia en Alejandro. Un fallo que le pudo costar la aniquilación de su ejército y el final de su aventura asiática. Incluso hay quien le acusa de haber dejado desamparados a los enfermos. Pero, lo cierto es que, la decisión de dejarlos en la retaguardia, el lugar más seguro, fue la más acertada, cargar con ellos en una marcha forzada en busca del enemigo y una posterior batalla no solo suponía un entorpecimiento, sino un peligro para los propios enfermos. Dar un rodeo por Miriandros en lugar de atravesar los desfiladeros también parece una decisión razonable. Pero, ¿Qué hubiera ocurrido si la flota persa ataca por la costa? En este caso, Alejandro parecía estar muy seguro de que no sería así, al haber sido desprovista de hombres por el propio Darío para aumentar su ejército de tierra. Si en algo había fallado Alejandro, fue en no prever  que los persas cruzaran los desfiladeros y le cortaran la retaguardia; pero, ¿cómo podía imaginar que Darío abandonaría un lugar tan favorable para él? Una vez dada la vuelta, Alejandro tenía a su izquierda el mar, a su derecha las montañas y al frente un pasillo de entre dos y cuatro kilómetros de ancho para avanzar hacia una enorme masa de soldados persas. Entre ambos ejércitos, nuevamente un río, aunque no demasiado caudaloso y fácil de cruzar; un obstáculo, en cualquier caso. La superioridad numérica hacía pensar a Darío que su ejército arrollaría fácilmente a los macedonios a través de la costa. Alejandro, sin embargo, con su singular sentido de la observación, pronto se dio cuenta de que la superioridad numérica, en un paso tan “estrecho” no le iba a servir de mucho, pues la anchura no daría para extenderse lo suficiente y realizar una maniobra envolvente. Por lo tanto, haber sido sorprendidos por la retaguardia, ya no le parecía a Alejandro un contratiempo, sino una ventaja. Los persas disponían entre sus filas de aproximadamente 30.000 mercenarios griegos, quizás los mejores guerreros, pero que no preocupaban demasiado a Alejandro, que sabía, que al fin y al cabo, solo luchaban por una paga, y no por su tierra. Mucho más temibles le parecían los famosos Inmortales, una tropa de élite formada por 10.000 persas formidablemente entrenados, llamados así, no porque no murieran como los demás, sino porque cada vez que uno caía en combate, era inmediatamente reemplazado por otro, de forma que siempre eran 10.000. Alejandro, sin embargo, confiaba ciegamente en cada uno de sus soldados; en su caballería, y en sus falanges, creadas por su padre y que tan buenos resultados habían dado siempre al ejército macedonio. Las falanges eran formaciones de infantería armadas por lanzas (sarissas) de entre cinco y seis metros (aunque también iban armados con sus respectivas espadas, distribuidos en dieciséis filas. En su avance, sobresalían las puntas de las lanzas de las primeras cinco filas. A partir de la sexta fila, las puntas iban al aire, inclinadas hacia adelante, sobre los hombros de las filas precedentes, de manera que cada formación falangista parecía un enorme erizo que lo arrollaba todo a su paso. Polibio daba la explicación siguiente sobre las falanges macedonias: «Los hombres alineados más allá de la quinta fila no pueden utilizar sus sarissas para golpear al enemigo. Esto es porque, en lugar de bajarlas a la horizontal, las tienen con la punta en el aire, pero inclinándolas hacia los hombros de los soldados que tienen delante de ellos, para proteger a toda la tropa contra las saetas que llegan sobre ella, pues todas estas astas puestas unas al lado de las otras paran los proyectiles.» 

Esta forma de combatir estuvo considerada durante mucho tiempo como “invencible”. Como inconveniente, las falanges eran lentas, pero es que, la movilidad no era precisamente lo que buscaba esta infantería pesada, sino el desgaste y el cansancio del enemigo, para luego arrollarlo y destrozarlo. Alejandro estaba a punto de poner a prueba la imbatibilidad de estas tropas, quizás la prueba más dura a que se habían enfrentado hasta el momento. [caption id="" align="alignnone" width="753"]

5 de noviembre 
En principio, la caballería persa se repartió entre el ala izquierda y derecha, pero, en vista de que su ala izquierda era impracticable por lo accidentado del terreno próximo a la montaña, todos fueron desplazados hasta la orilla de la playa. Por allí vendría la embestida más fuerte hacia los macedonios Alejandro, que no tardó en darse cuenta del movimiento hecho por Darío, mandó enseguida reforzar su ala izquierda, pero ordenando que los desplazamientos se hicieran por la parte trasera del frente, para que los persas no se percataran del movimiento de tropas. Había que parar la embestida para que los persas no los superasen y lograran colocarse en la retaguardia; cosa que Darío también intentaría con 20.000 soldados enviados a la parte montañosa sustituyendo a la caballería. La caballería persa asestó un duro golpe por la playa, pero se encontraron con que el ala izquierda macedonia estaba fuertemente cubierta y superarla le iba a costar más trabajo del previsto. Al mismo tiempo una gran masa de soldados persas se desplazaba montaña abajo atacando el ala izquierda de Alejandro, pero los arqueros les enviaban nubes de flechas, frenando su descenso, y los que bajaban, se iban incrustando sobre las largas lanzas de las falanges macedonias. Mientras tanto las otras falanges avanzaban por el centro, Alejandro, al frente de la caballería, se lanzó sobre las escarpadas orillas del Pínaro, y después de cruzarlo, intentar romper el centro del enemigo, justamente donde se encontraba el carro de Darío. La caballería persa estaba sufriendo una feroz resistencia en la playa. Por su parte, los persas de la montaña fueron puestos en fuga y la mayoría tuvo que refugiarse en los desfiladeros. Pero el más feroz de los combates se estaba librando en el centro, pues la prioridad ahora era la protección del rey Darío, a muy poca distancia ya de Alejandro. En su defensa salieron generales y sátrapas como Reomitres, Aticíes o Sabaces; todos ellos murieron. Alejandro había sido herido en una pierna, y aun así parecía no encontrar rival que lo detuviera; hasta que el rey persa se dio cuenta de que quien avanzaba hacia él no era un hombre, sino un lobo rabioso, arreó sus caballos y salió a toda prisa de entre el tumulto. Su huida fue acompañada por su guardia real y por parte de las tropas que llegaban montaña abajo huyendo también, ante su infructuoso intento de rodear el flanco derecho macedonio. El efecto que produjo le huida de Darío fue desastroso, pues, al ver que su rey abandonaba el combate, la fuga fue generalizada. Los miles (o cientos de miles) de soldados que aguardaban tras el frente, para entrar de refresco cuando se los generales lo estimaran oportuno, al no permitir la estrecha franja de terreno desplegar un frente más amplio, al contemplar la desbandada, salieron huyendo también. La victoria en este sector fue completa, pero la línea izquierda no lo estaba pasando demasiado bien en la playa. Si la caballería persa acababa con el flanco macedonio, la batalla todavía podía decidirse a favor de Darío, aun sin estar presente. Darío no hizo nada por replegar sus filas, entre las cuales se podría haber refugiado, sino que, rodeado por su más allegados, emprendió una huida veloz sin mirar atrás. Alejandro no quiso perseguirlo, pues entendió que su presencia era importante en un momento en que su ala izquierda lo estaba pasando mal. Así que dejó a un lado la idea de capturar a Darío y ordenó cargar contra la caballería persa que atosigaba a su ejército en la playa. El grito de “el rey huye” se iba esparciendo y la llegada de Alejandro puso en fuga a la caballería persa. El ejército de Darío fue perseguido y fueron dispersándose por entre las montañas intentando librarse del acoso macedonio. La victoria del ejército de Alejandro fue completa. Una vez acabada la batalla, Alejandro salió en busca de Darío, por si había alguna posibilidad de atraparlo, pero la noche caía y el rey persa había desaparecido. Solo pudieron encontrar su carro, su manto, su arco y su escudo, de los cuales se había deshecho (o había perdido) para seguir a caballo y que nada le entorpeciera en su huida a través de la montaña. Alejandro los recogió y regresó con ellos como trofeos. En cuanto al botín, poca cosa, pues todo lo de valor había sido enviado a Damasco antes de la batalla. Sin embargo, aún quedaban otros trofeos por descubrir. El campamento persa fue ocupado y saqueado por los macedonios, y en este campamento se encontraban la reina madre, la esposa de Darío y sus hijos. Aquella noche, mientras Alejandro cenaba, llegaron hasta él los gritos y los lamentos de las mujeres que daban por muerto a Darío, al ver que por el campamento eran paseados su carro, su manto y sus armas. Alejandro envió a uno de sus soldados de confianza a tranquilizarlas, haciéndoles saber que Darío estaba vivo y que nada tenían que temer, pues serían resetadas y recibirían toda clase de atenciones, como princesas que eran. Al día siguiente, Alejandro y Hefestión se acercaron hasta la tienda de las damas, y a continuación, tendría lugar una famosa anécdota. Poco se ha hablado hasta ahora de Hefestión, salvo que era gran amigos de Alejandro y salió de Pela junto a él para emprender la campaña asiática. Los historiadores creen que es posible que ambos compartieran las enseñanzas de Aristóteles, y que a partir de aquí los unió una gran amistad, tan grande, que no falta quien les atribuye una relación sentimental, sobre todo, después de la anécdota siguiente. Hefestión tenía aproximadamente la misma edad que Alejandro, y si hacemos caso a las crónicas antiguas, los dos eran guapos, de la misma estatura y se vestían de la misma manera, con idénticas armaduras y yelmos. Otros cuentan que Hefestión era algo más alto que Alejandro, y que fue por ese motivo por el que Sisigambis, la reina madre, creyó que Hefestión era el rey de Macedonia. El caso es que, los dos entraron en la tienda y Sisigambis se postró ante los pies de Hefestión, que de inmediato dio un paso atrás. La reina, al darse cuenta del error cometido, temió por su vida, sin embargo, Alejandro se dirigió a ella sonriendo mientras le decía: “No has de temer nada, no has cometido ningún error, pues Hefestión es como yo mismo.” 

La familia de Darío a los pies de Alejandro, Charles Le Brun[/caption] ¿Qué quiso decir Alejandro con que Hefestión era como él mismo? Parece ser que Hefestión no era un gran guerrero, pero era buen estratega. La combinación del conocimiento logístico de Hefestión y la capacidad de observación de Alejandro estaban siendo un arma letal en aquella guerra. Por eso, Hefestión no solo era un amigo, casi un hermano, sino su mano derecha y su hombre de confianza; y teniendo en cuenta todo esto, con aquellas palabras puede que quisiera dar a entender a la reina, que a pesar de haberse equivocado de líder, se había postrado ante alguien también muy poderoso que recibía toda su confianza. Pero estas palabras, quizás mal traducidas o cuya expresión puede que no muestre su verdadero significado, han sido interpretadas como una muestra de que entre Alejandro y Hefestión existió algo más que amistad. Y todo ello, a pesar de que sobre la relación entre ambos existe muy poca información. Pero el hecho de que los escritores antiguos adornaran la amistad con poesía y algunas florituras, y de que Alejandro creciera en un hogar donde no recibió todo el cariño y comprensión necesarios, lleva hoy día a algunos estudiosos de su biografía a la conclusión de que él y su gran amigo eran amantes. La batalla de Issos debió ser una verdadera carnicería, aunque las cifras de muertos, casi con toda seguridad están adulteradas, pues se habla de que los macedonios solo perdieron unos 450 hombres, frente a las cien mil bajas que causaron a los persas. En cualquier caso, el golpe al ejército persa fue brutal. Muchos huyeron a través de las montañas hacia el Éufrates, otros hacia Cilicia. Ocho mil mercenarios griegos, comandados por Amintas, escaparon a Siria y llegaron hasta las playas de Trípoli, donde embarcaron en las mismas naves que les habían traído hasta allí, quemaron las que no les servían y cruzaron el mar hasta Chipre, luego llegaron a Pelusión, con la intención de apoderarse del puesto del sátrapa Sabaces, caído en batalla. Y estando a las puertas de Menfis fueron interceptados por los egípcios, que odiaban a los mercenarios griegos por sus insolentes saqueos. Todos fueron pasados a cuchillo, incluido Amintas. Aparte de las bajas sufridas, el ejército persa se dispersó de tal manera que Darío lo tenía francamente difícil para reorganizarlo de nuevo. En cualquier caso, en su huida se hacía escoltar por un pequeño ejército de 4.000 hombres. Una vez a salvo, al otro lado del Éufrates, se dio cuenta de la infamia que había cometido. No solo había expuesto a un gran peligro a su familia, sino que los había abandonado a su suerte. Aquello le dolió enormemente y le hizo sentir vergüenza, así que se puso a escribir una carta a su enemigo, la cual le haría llegar a través de una embajada. La carta comenzaba reprochándole a Alejandro el no haberse dignado enviar embajadores hasta él, hasta Darío, una vez nombrado rey, para renovar la antigua amistad que unía a Macedonia con Persia. Y que en vez de eso, había venido hasta Asia con su ejército, para desencadenar tremendas desgracias; por lo cual, a él, el rey de los persas, no le había quedado más remedio que reunir a su ejército para lanzarlo contra el invasor. Pero ya que la suerte le había sido adversa, le pedía que le devolviese a su madre, a su mujer y a sus hijos, ofreciéndose a sellar con él la amistad y una alianza. La contestación de Alejandro fue, que los antepasados de Darío fueron a Macedonia y al resto del Hélade, acarreando toda suerte de infortunios, sin que los griegos hubieran dado motivo para ello. Su padre, Filipo, había sido asesinado por conspiraciones venidas de Asia. Constantemente Darío había estado apoyando conspiraciones en Tracia y otras regiones del norte para atacar Macedonia. También había intentado asesinarlo a él mismo, a través de infiltrados que habían conseguido seducir a algunos de sus hombres. Finalmente, invitaba a Darío a venir a buscar a su familia, pero debía tener presente, que de ahora en adelante, no debía dirigirse a él como a un igual, sino como a su señor, pues el rey de Asia ahora era él, Alejandro. 


El sitio de Tiro

Después de la gran victoria sobre el rey Darío, Alejandro no quiso lanzarse inmediatamente en persecución de los persas, cruzar el Éufrates y apoderarse de Babilonia. Hacerlo suponía un gran riesgo, pues aún le quedaba por asegurar buena parte de la costa mediterránea. La flota persa seguía siendo la dueña de los mares y la única manera de neutralizarla era bloqueando los puertos para que no pudieran atracar, reparar sus naves ni abastecerse. Bajando hacia el sur, entre el mar y la cordillera del Líbano, se encontraban las ciudades fenicias, estados que se mantenían aislados del centro y mantenían casi intacta su independencia. Sin embargo, su flota y sus puertos estaban al servicio de los persas, por lo que, era indispensable hacerse con estas ciudades, la más importante de ellas, por su situación, era la ciudad de Tiro.

Arado, Mariamne, Maratos, Biblos y Sidón, fueron ciudades fenicias que se sometieron voluntariamente o mediante pactos al poder macedonio. Sin embargo, camino de Tiro, salieron a su encuentro una delegación de los más ricos vecinos de la ciudad encabezados por el hijo del príncipe Acémilco. Los comisionados se declaraban neutrales en la guerra entre persas y macedonios. Aquello ya le sonaba a Alejandro, lo cual no le gustó. Y cuando le preguntaron qué deseaba de ellos, Alejandro les contestó que deseaba hacer un sacrificio ante el altar de Hércules. No había problema, los tirios le facilitarían el altar de la ciudad antigua, pero no dejarían que utilizara el de la Tiria nueva. Era una norma que habían adoptado los tirios ante el conflicto asiático, su isla no debían pisarla ni macedonios ni persas.
Tiria era una ciudad costera que había sido abandonada al construirse una nueva ciudad en un lugar mucho más seguro, en una pequeña isla a medio kilómetro de distancia de la costa. La nueva Tiro disponía de dos puertos, fue fuertemente amurallada con torres, almenas y muros que llegaban a medir, por algunos tramos, más de cuarenta metros de altitud. Era una ciudad prácticamente imposible de conquistar. Siglos atrás, el rey babilonio Nabucodonosor la tuvo sitiada trece años sin conseguir rendirla.

La negativa a que pudiera entrar a Tiro a hacer el sacrificio puso de mal humor a Alejandro, que veía impotente, que si aquellos orgullosos tirios no daban su brazo a torcer, nada podía hacer, puesto que no disponían de barcos ni siquiera para cruzar los poco más de 700 metros que separaban la isla de la costa fenicia. Por otra parte, Tiro debía tomarse a toda costa, pues no podía aventurarse a dejar atrás una ciudad, que por muy neutral que se declarara, estaba obligada a servir de puerto a la flota persa. Alejandro los despidió y se quedó farfullando y cagándose en la madre que los parió. Después buscó a sus ingenieros y les pidió que estudiaran la manera de poder llegar hasta las altas murallas que rodeaban la isla. El tema no era nada fácil. Una isla. Una ciudad en el centro. Altas murallas. Con ochenta barcos que la circundaban. 700 metros de mar. Sin barcos propios con los que atacar. ¿A nadie se le ocurría ninguna brillante idea? El caso es que, los ingenieros descubrieron algo. Quizá era una idea descabellada pero…

Alejandro no se lo pensó dos veces: hay que reclutar por toda la zona a cuanto hombre esté en edad de mover una piedra, hay que demoler la ciudad antigua y cortar gran cantidad de árboles, hay que construir un dique, una pasarela hasta la isla. Habían descubierto que la profundidad era escasa. Cerca de la isla, la profundidad permitía la navegación y era de unos seis metros, pero más hacia la costa, la profundidad se reducía a solo dos y su fondo era un cenagal de sedimentos. Unos sedimentos que iban llegando con las lluvias y con el paso de los siglos irían aumentando hasta unir la isla con el continente y convertirla en una península. El primer paso para conseguirlo lo iba a dar Alejandro.

Sobre el fondo marino fueron clavándose estacas y entre ellas se vertían escombros y piedras. Las obras avanzaban con rapidez, pero al llegar a mayor profundidad, se ralentizaron y fue cuando los tirios, que en un principio solo sintieron curiosidad, comenzaron a preocuparse y a actuar. Enviaban expertos nadadores que se sumergían y ataban las estacas a largas cuerdas que luego enganchaban a sus barcos para tirar y arrancarlas, provocando el derrumbe de los escombros y la necesidad de añadir más material. Los obreros eran acosados constantemente con dardos lanzados por los barcos que se acercaban o desde las propias murallas de la ciudad; hasta que Alejandro decidió poner remedio construyendo dos torres de madera y las hizo colocar en la punta del dique. Tal como avanzaban las obras las torres se iban desplazando hacia adelante. Las torres se protegieron con pieles húmedas para evitar que fueran incendiadas, y en su parte superior montaban catapultas para lanzar proyectiles. De esta forma, pretendían proteger a los obreros y la buena marcha de las obras.

Los tirios entonces enviaron un brulote. Un barco enorme, de los que empleaban para el transporte de caballos, y lo llenaron con todo tipo de material inflamable, azufre, brea, ramas secas. Habían cargado la parte trasera de modo que la proa llegara levantada y pudiera quedar empotrado encima del dique. El barco fue remolcado por varios trirremes para que alcanzara velocidad, y cuando estaba a punto de chocar contra el dique, los escasos tripulantes que lo dirigían saltaron al agua a la vez que una lluvia de flechas encendidas caían desde las murallas para convertirlo en una bola de fuego. El resultado fue desastroso. Las torres ardieron en cuestión de minutos, y con ellas muchos de los postes del espigón, y aquellos que intentaban apagar el fuego fueron acribillados desde las murallas. Los tirios, además, tuvieron aquella noche, como aliada, una gran tormenta que levantó grandes olas en el mar que acabaron con gran parte del dique.

Otro en su lugar no habría continuado en su empeño y habría abandonado Tiro. Se habían perdido varios meses a cambio de nada; y muchos meses más les llevaría volver a intentarlo sin garantías de éxito. Pero renunciar a conquistar Tiro era como renunciar a conquistar toda Asia. No podía dejar ciudades enemigas atrás. Ni un cabo suelto que pudiera dar al traste con sus planes. Tiro debía cae, Alejandro no se rendiría. El espigón se reanudó y esta vez sería más ancho para albergar más torres y estaría mejor construído. Y mientras continuaban los trabajos, Alejandro marchó a recorrer algunas ciudades con la intención conseguir apoyo y de reunir barcos con los que poder hacer frente a la flota tiria. Consiguió que los habitantes de Sidón acudieran a ayudar con el dique. En Biblos y Arados prestaron 80 embarcaciones, en Rodas 10 y en Chipre 120. A finales de julio del 332, ya casi llegaban a las murallas de Tiro.
  
A su regreso, Alejandro contaba con más de 200 barcos superando en número a la flota tiria. Además, uno de sus generales había vuelto de Grecia con 4.000 soldados de refresco. Con todo esto, Alejandro estaba decidido a provocar un combate en mar abierto, pero los tirios respondieron encerrándose en sus dos puertos y bloqueando sus entradas. Entonces la flota chipriota, con su rey al Nitágoras frente, que había acudido personalmente en ayuda de Alejandro, se colocó frente al puerto norte y la fenicia frente al puerto sur. Si ellos no podían entrar, los tirios tampoco podrían salir. Sobre el dique avanzaban escaleras, torres y todo tipo de máquinas de asedio; y varios barcos de carga con catapultas a bordo comenzaron el bombardeo. Ahora sí, Tiro estaba completamente rodeada y sitiada.

El constante bombardeo sobre las murallas comenzó a hacer efecto provocando importantes daños. Los tirios iban siendo conscientes del peligro, y entonces, salieron sus barcos y atacaron a los chipriotas, a los que hundieron tres naves, una de ellas la del rey. Alejandro acudió rápidamente con sus barcos a bloquear la entrada del puerto. De esta manera los tirios se vieron entre dos fuegos y sin la posibilidad de correr a refugiarse. Los barcos que no fueron hundidos fueron capturados, y los que se habían quedado al resguardo de los puertos no se atrevieron a salir. Alejandro ya solo tenía que dedicarse a la demolición de las murallas.

La parte norte resistía el impacto de las grandes piedras lanzazas por las catapultas, pero en la parte norte comenzaban a desmoronarse; y en cuanto hubo una brecha, los macedonios comenzaron el primer asalto que fue rechazado. Las máquinas de asedio fueron trasladadas al sur, donde Alejandro quería concentrar toda la fuerza y abrir una brecha mayor. No obstante, los barcos seguían atacando varios puntos de las murallas con el fin de despistar a sus defensores. Una vez que los macedonios hubieron conseguido poner los pies en la muralla, algunas torres de defensa cayeron rápidamente en su poder, lo cual facilitó la entrada masiva de las tropas asaltantes y muy pronto se estuvo combatiendo en el interior de la ciudad. Mientras tanto, la flota aliada consiguió reducir a la flota tiria, con lo que los puertos fueron tomados. Tiria había caído.

La toma de Tiro fue una masacre. Los macedonios estaban más enfadados de lo normal por varios motivos, uno de ellos la larga duración del asedio. Muchos se la tenían jurada por la hostigación sufrida durante la construcción del dique y los muchos muertos que causaron las flechas lanzadas desde las murallas. Pero la gota final fue el lanzamiento desde las murallas de varias decenas de macedonios que habían caído en manos tirias. La venganza no se hizo esperar, y nada más tomar la ciudad, fue arrasada y miles de ciudadanos degollados. Más de 8.000 tirios murieron, entre los combates y los asesinados en las represalias. Unos 30.000 fueron hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Solamente se pusieron en libertad varios cientos de peregrinos cartaginenes que habían venido a visitar el templo de Melkart y no habían podido salir a tiempo.

Gaza 

Mientras Alejandro seguía hacia el sur con el objetivo de llegar a Egipto, una gran cantidad de obreros quedaron demoliendo la ciudad de Tiro para que no volviera a servir de fortaleza a ningún ejército persa. La entrada en Palestina no supuso ningún problema, pues la ciudad de Acre le abrió sus puertas y se sometió con facilidad; pero al llegar a Gaza, su comandante, el eunuco Batis no se lo iba a poner tan fácil. Tiro había resistido siete meses. Gaza podía resistir mucho más, y para tal fin, Batis había ordenado abastecerse. Gaza estaba situada en una colina, rodeada de altas y resistentes murallas. Estaba como a un kilómetro del mar, así que de nada le serviría a Alejandro la flota que había reclutado. Se había corrido la voz de que Darío estaba recomponiendo su ejército, y Batis estaba seguro de resistir y entretener a Alejandro hasta su llegada.

En efecto, la toma de la ciudad no se antojaba nada fácil para nadie. Algunos de sus ingenieros declararon que asaltarla era imposible. Era todo cuanto Alejandro necesitaba oír. Si su asalto era imposible, significaba que debía hacerse. Si Tiro era un importante puerto que debía controlarse, Gaza era un punto estratégico importante que entraba en las líneas de comunicación entre Asia y Grecia y tampoco podía dejarse atrás sin ser controlada. Además, un solo signo de debilidad envalentonaría a las demás ciudades. Alejandro lo tenía claro: Gaza debía ser conquistada; y lo haría como fuera.
Una alta colina. Grandes murallas. A su alrededor, solo desierto. Las catapultas quedaban tan bajas con respecto a las murallas, que era imposible que un proyectil llegara hasta ellas. Lo cual quería decir que… las catapultas debían alzarse. ¿Por qué no construir un terraplén y subir las máquinas hasta arriba? Y así se hizo. Arena, piedras, graba, todo servía para elevar el terreno, y una vez conseguida la altura necesaria, una rampa para subir las catapultas, que de inmediato comenzaron a disparar. Y cuando menos lo esperaban, los persas salieron por sorpresa al ataque. En enfrentamiento fue tan feroz que el propio Alejandro acabó herido. Una flecha le atravesó la armadura y se le clavó en el hombro. Aquello envalentonó tanto a los persas, que a punto estuvieron de llegar hasta las maquinas con la intención de incendiarlas. Solo la intervención de Alejandro, que aun herido siguió al frente de sus hombres, hizo retroceder a los persas.

Mientras tanto, a la playa llegaban las torres de asalto y demás maquinaria que habían sido usadas en Tiro. Se construyeron más terraplenes y los ataque a las murallas se multiplicaron, sin embargo, las murallas eran tan resistentes, que apenas sufrían daños. Hubo que minarlas por debajo, escarbando bajo sus cimientos, para que por su propio peso se fueran derrumbando, dejando espacio para penetrar en el interior de la ciudad. Los hipaspistas jugaron un papel fundamental en estos ataques. ¿Quiénes eran los hipaspistas? Eran otro cuerpo de élite macedonio, de los cuales aún no se ha hablado. Significa algo así como “escuderos de los compañeros”, y eran la infantería ligera del ejército. Habíamos dicho que las falanges eran como enormes erizos que lo demolían todo a su paso, pero lentas en su desplazamiento. Los hipaspistas, sin embargo, eran la parte del ejército más movible y ágil, a ellos se les encomendó la tarea de asaltar Gaza por los agujeros abiertos.

En principio, intentar entrar era un verdadero suicidio, pero a medida que hubo más derrumbes consiguieron entrar los soldados suficientes como para conseguir llegar hasta las puertas y abrirlas, para que todo el ejército macedonio pudiera entrar. Gaza fue tomada y sufrió la misma suerte que Tiro, unos diez mil muertos y el resto vendido como esclavos. Cayó también en combate el eunuco Batis, que fue herido y siguió luchando hasta que la pérdida de sangre lo dejó sin fuerzas. Cuentan algunas fuentes que Alejandro lo ató a su carro, e imitando a Aquiles, lo arrastró alrededor de las murallas, tal como su antepasado hiciera con Héctor después de vencerlo. Alejandro, además, se hizo con un enorme botín. Ahora sí, ya podía continuar hasta Egipto.

Tras la caída de Gaza, se adentraron por las regiones judía y samaritana. A las pocas semanas, entraban en Jerusalen, que no opuso ninguna resistencia, sino que salieron a recibirlo entre un ambiente festivo, como a alguien que venía a liberarlos de la tiranía persa. Alejandro se mostró respetuoso con sus gentes, sus leyes y sus costumbres y se ofreció a hacer un solemne sacrificio ante el altar de Jehová, siguiendo las instrucciones del alto sacerdote.

Egipto

La dureza empleada en Tiro y Gaza, y la bondad mostrada en Jerusalén, donde no opusieron resistencia, hicieron sin duda su efecto para que al llegar a Pelusio nadie osara plantar cara al ejército macedonio. Los pelusios pusieron rápidamente Egipto a disposición de Alejandro. Después de haber sido una nación poderosa, Egipto cayó en manos persas, que nunca fueron del agrado de los egipcios; en realidad, odiaban a los sátrapas persas, y quizás por eso, en Pelusio vieron a Alejandro como a alguien que los libraría de la tiranía a la que estaban sometidos. Recordemos que en Pelusio, los egipcios aniquilaron a los mercenarios que habían escapado de la batalla de Issos, tal era la aversión que tenían por los los persas y por quienes luchaban junto a ellos.  Había también en Egipto una gran comunidad griega que estaba dispuesta a apoyar al rey macedonio. Y tal como venía haciendo cada vez que conquistaba una ciudad, mostró respeto por las costumbres religiosas egipcias, lo cual fue del agrado de los sacerdotes del lugar.

Las arcas egipcias fueron puestas a disposición de Alejandro, al cual solo le faltaba reclamar el título de faraón. Y lo hizo. Pero no por derecho de conquista, sino por derecho divino. Y he aquí uno de los puntos que sirve a los historiadores para pensar que Alejandro, realmente se creía un dios. Su madre, Olimpia, le había inculcado desde niño que era hijo del dios Zeus Amón, el principal dios egipcio. Si realmente Alejandro lo creía o no, nunca lo sabremos, pero este fue el motivo que expuso a los sacerdotes egipcios para reclamar su derecho al trono. El caso es que, nadie se opuso y la propuesta fue hasta recibida con agrado de los. Y si los sacerdotes lo veían con buenos ojos, la opinión pública del país, y sobre todo de la comunidad griega, no podía ser más que positiva.

Dejaron atras Pelusia y cruzaron el Nilo hasta Menfis, antigua capital de Egipto, donde fueron recibidos con honores. Luego se embarcaron y navegaron por el Nilo hacia la costa mediterránea. Y al llegar al mar, encontraron el lugar idóneo donde Alejandro quería construir un nuevo puerto; justo en una franja de tierra entre un lago y el Mediterráneo. Se cuenta que Alejandro, del cual ya conocemos su impulsividad, quiso trazar inmediatamente los planos de su nueva ciudad y llamó a su arquitecto Deinócrates. Como no tenían dónde ponerse a dibujar, pidió harina y el mismo Alejandro comenzó a indicar cómo quería las calles y las plazas, y dónde ubicar los templos de los dioses. La harina atrajo a numerosos pájaros, algo que fue interpretado como un presagio de futura prosperidad. Y así fue, el nuevo puerto se convertiría en poco tiempo en una próspera ciudad. Los comerciantes griegos vieron con ilusión la oportunidad de incrementar sus negocios con un puerto situado en un lugar estratégico para el comercio entre Grecia y Egipto, y desde allí llegar hasta cada rincón del nuevo imperio que se abría con la llegada de aquel “semidiós” al que nadie podía detener. La nueva ciudad llegaría a llamarse Alejandría

La familia de Darío

Con toda la costa mediterránea en poder de Alejandro, los cimientos del Imperio comenzaron a resquebrajarse peligrosamente. Más aún cuando Alejandro había conseguido su propósito de poner fin a la supremacía de la flota persa, que con los puertos en manos macedonias se vieron con toda comunicación cortada con el continente asiático; de manera que iban deambulando de isla en isla perdiendo poderío. Todo esto en beneficio de la flota griega que a partir de ahora tenían ante sí una próspera ruta comercial: Alejandría.

Mientras tanto, Darío tampoco perdía el tiempo y después de fracasar en sus negociaciones con Alejandro, al cual había ofrecido todos los territorios al oeste del Éufrates, había vuelto a reunir un potente ejército para enfrentarse de nuevo a él, ya que no le quedaba otra alternativa, si quería recuperar a su familia. Muchos historiadores ven en esta historia a un rey tierno y leal, respetuoso con su madre y cariñoso con su esposa e hijos. Cuentan que Estatira, su esposa (se dice que también era su hermana o hermanastra), era la más bella de las mujeres persas. Le dio un hijo, Oco y dos hijas, Estatira y Dripetis. En el momento en que Estatira cayó prisionera, estaba embarazada. Frente a todo esto, la crueldad de un joven impetuoso que se cree un dios, que no acepta tratos ni condiciones, sino la sumisión del hasta ahora rey de reyes de toda Asia. Alejandro no se conformaba con compartir el imperio asiático, sino que lo quería para él solo.

Pero, ¿Por qué no entrego a Darío su familia? Puede que en nuestra mente no quepa otro motivo que la crueldad, pero recordemos que en aquella época era muy común la toma de rehenes. Incluso se pactaba la cesión de rehenes para garantizar los acuerdos. El propio padre de Alejandro recibió estudios y se formó como militar durante el tiempo que estuvo como rehén. Tener en su poder a la familia de Darío le daba a Alejandro la oportunidad de utilizarla como moneda de cambio, en caso de que fuera necesario. Cierto es que en este caso, los rehenes no habían sido cedidos, sino capturados, pero para el caso era lo mimo. Y como los rehenes solían ser escrupulosamente respetados, Alejandro quiso ser respetuoso con la familia de su enemigo.

Así y todo, Alejandro no quedó indiferente ante la belleza de Estatira y evitaba verla para no caer en la tentación de hacerla suya. Según Plutarco, en una de las cartas dirigidas a Parmenio le confiesa que sufría por desear ver a la esposa de Darío o cuando hablaban de su belleza delante de él. Estatira murió en el año 331 al dar a luz. Darío recibía la triste noticia de boca de un eunuco llamado Tireo, sirviente de Estatira, que logró escapar y llegar hasta su rey. Darío llora amargamente, se golpea la frente y lamenta que la reina de los persas no pueda gozar del honor de una digna sepultura. El eunuco le consuela contándole que, si en vida el rey macedonio la colmó de atenciones, tampoco en la muerte se olvidó de que era la esposa de un rey y le dedicó los más altos honores, enterrándola a la usanza persa y derramando lágrimas por ella. Darío, ante la revelación del eunuco, quedó conmovido.

A continuación, no pudo evitar hacerle una delicada pregunta: si su esposa permaneció casta y fiel hasta su muerte o Alejandro la obligó a entregársele contra su voluntad. El eunuco se postra a sus pies y le jura por lo más sagrado que Estatira permaneció fiel y que la virtud de Alejandro era tan grande como su valentía, por lo que, siempre la respetó. Darío levantó entonces los brazos al cielo y pidió a los dioses:
«Ayudadme a conservar mi imperio, si es vuestra voluntad, para ponerlo de nuevo en pie. Si salgo vencedor, compensaré a Alejandro por las atenciones tenidas con mi familia. Pero si está dispuesto que yo no siga siendo el dueño y señor de Asia, no entreguéis la tiara del gran Ciro a otro que no sea él»
De tales palabras y hechos se desprende que entre ambos, a pesar de todo, había respeto y admiración.

El oráculo de Zeus-Amón

Alejandro puso rumbo al oeste hacia Paretono donde se encontró con embajadores de la antigua colonia griega de Cirena, que lo recibieron y le ofrecieron presentes como una corona de oro y trescientos caballos. Luego, se dirigió hacia el sur, dispuesto a cruzar trescientos kilómetros del desierto Líbico, hasta llegar al oasis de Siwa. Muchos le advirtieron que era muy peligroso si agotaban las reservas de agua o si los sorprendía alguna de las fuertes tormentas de arena, y le aconsejaron que no lo hiciera. Pero Alejandro se había acostumbrado a los retos difíciles y estaba decidido a emprender el viaje. Según cuenta Plutarco: “como no le era suficiente salir victorioso en el campo de batalla, debía doblegar también a las estaciones y a la naturaleza”. Pero, ¿qué le empujaba a internarse en el desierto? Era algo que quería hacer desde que llegó a África, porque en aquel oasis se encontraba el oráculo del dios Zeus-Amón, su padre, según Olimpia.

El desierto Líbico comienza en las mismas orillas del Nilo y abarca los territorios de Egipto y Libia, aunque en realidad solo es una región del desierto más grande del mundo, el Sahara, que se extiende hasta las costas del océano Atlántico y ocupa la mayor parte del norte de África. Y sin embargo, a pesar de sus miles de kilómetros de arena y su extrema temperatura, existen paraísos en su interior, como el oasis de Siwa, situado a unos 50 kilómetros de la actual frontera con Libia. Tiene una extensión aproximada de unos 80 kilómetros de largo por 20 de ancho, con agua y vegetación abundantes, predominando las altas palmeras.

Partió Alejandro con varios guías y unas cuantas tropas, adentrándose entre un mar de arena, en cuyo horizonte no se divisaba un solo árbol ni una sola colina. Corría un viento caliente cargado de arena fina, bajo un sol abrasador y un cielo donde no se veía ni una sola nube. Durante la noche, la temperatura bajaba hasta tales extremos que necesitaban abrigarse y resguardarse entre dunas. El único respiro que les dio el desierto fue el día que aparecieron unos negros nubarrones que dejaron caer abundante lluvia y los alivió refrescando sus cuerpos, endureciendo la arena y evitando que el viento los castigara con ella. Cuando dejó de llover aparecieron en el cielo una bandada de cuervos. Alejandro lo interpretó como una señal del dios Amón y ordenó seguirlos. Cuando ellos se paraban a descansar, los cuervos se posaban en la arena, cuando reemprendían la marcha, los cuervos echaban a volar, y así, un día aparecieron en el horizonte las esbeltas siluetas de las palmeras del oasis.

La soledad de aquel paraíso en medio de la nada era el lugar idóneo para la vida devota de los sacerdotes que salieron a recibirlo. Allí proclamaban sus oráculos a quienes acudían a consultarlos tanto de lugares cercanos como remotos. Hasta aquellos hombres sagrados habían llegado historias de cómo Olimpia había organizado orgías y con su brujería había atraído hacia ella a Zeus Amón para concebir un hijo con él, tal como concibieron en tiempos pasados Alcmena, madre de Hércules, y Tetis, madre de Aquiles, ambos antepasados directos de Alejandro.

Arriano cuenta que, al llegar, Alejandro quedó maravillado al observar el lugar, y que el alto sacerdote lo recibió como el hijo de Amón, aunque esto no nos debe llevar a engaño, teniendo en cuenta que ya se había convertido en faraón. Los egipcios consideraban a los faraones hijos de Amón. A partir de aquí, nadie está seguro de lo que Alejandro vio o habló con el sacerdote en el interior del templo. Algunas fuentes cuentan que Alejandro le preguntó si todos los que participaron en el asesinato de su padre habían sido castigados. La respuesta fue que hablara con más respeto, pues ningún mortal podía matar a su verdadero padre, Amón. No sabemos si la respuesta fue del todo satisfactoria, pero desde luego. Había cumplido su deseo de visitar el templo del dios Zeus-Amón, pero además había podido comprobar que el gran desierto existe y que además podía hacer de barrera protectora. Ningún ejército atacaría por aquel lugar. Alejandro salió bastante cambiado de allí. Según cuentan, a su vuelta comenzó a comportarse de una forma bastante rara, quería aparentar que era un semidios. Quizá lo hacía para ganarse el respeto de los egipcios, pero desde luego dejó desconcertados a cuantos le conocían. En cualquier caso, las tonterías le iban a durar poco, pues le llegaron noticias de que en Babilonia se habían congregado nada menos que un millón de soldados. Darío ya estaba preparado para salir en busca de los macedonios. Un millón de soldados. ¿Qué era eso para un semidios?


La batalla de Gaugamela

En julio del 331 Alejandro marchó hacia el Éufrates con 40.000 hombres de a pie y 7.000 a caballo. Para principios de agosto se hallaban en Tapsaco, lugar por donde cruzarían el río. Delante de ellos habían llegado algunos destacamentos con el fin de tender dos puentes. Estos puentes no estaban aún terminados a la llegada de Alejandro. El motivo era que habían sido descubiertos por el persa Maceo y desde la otra orilla atosigaba a los macedonios con 10.000 hombres. Los macedonios, que eran muchos menos, no se atrevían a continuar con el puente hasta llegar al otro lado. Pero Maceo retiró rápidamente sus tropas al ver aproximarse al ejército de Alejandro. Los puentes se terminaron y el ejército cruzó a la orilla oriental del Éufrates. Aun cuando Alejandro sospechaba que Darío y su ejército se encontraban en las llanuras de Babilonia, no seguirían el camino del Éufrates, que discurre a través del desierto y haría demasiado fatigosa la marcha. El camino más adecuado sería la gran calzada que va hacia el nordeste y cruza una región montañosa, con una temperatura mucho más fresca y rica en vegetación.

Alejandro pudo descubrir, gracias a unos jinetes persas que patrullaban por allí y que fueron hechos prisioneros, que Darío se hallaba ya apostado a la otra orilla del Tigris. También pudo saber que el ejército persa era en esta ocasión mucho mayor que en Issos, una información que no era nueva para él, pero que venía a confirmar lo que todos decían. Las intenciones de Alejandro eran, en principio, continuar por la calzada hasta llegar a Nínive, el lugar más adecuado para cruzar el río. Pero si Darío ya se encontraba por allí, tendrían que cruzarlo cuanto antes, para no exponer a su ejército a los dardos enemigos durante la travesía de un río tan ancho y caudaloso como el Tigris. Una vez al otro lado, y en vista de que no había enemigos cerca, Alejandro dio a sus hombres un día de descanso.

La noche del 20 de septiembre hubo luna llena. De pronto el disco comenzó a oscurecerse y a teñirse de rojo, para poco después desaparecer. Los guerreros salían de sus tiendas para ver el tenebroso espectáculo, asustados, temerosos de haber ofendido a sus dioses. Pero el adivino Aristrando los calmó a todos diciendo que aquello era un presagio favorable. Les recordó que cuando Jerjes salió a conquistar Grecia tuvo lugar un eclipse de sol; sus magos interpretaron que era un gran presagio, pues el sol es el astro que representa a los helenos, mientras la luna representa a los persas. Si la luna oscurece al sol, significa catástrofe para los helenos. En esta ocasión era la luna la que se oscurecía. La catástrofe era inminente para los persas.

Al día siguiente se levantó el campamento y avanzaron hacia el sur con la orilla del Tigris a la derecha y los montes Gordienos a la izquierda. El día 24 avistaron una avanzadilla persa. Unos mil jinetes. Alejandro no se lo pensó dos veces, ordenó a un destacamento que lo siguieran y salió como una exhalación tras ellos. Los persas, al verlo venir huyeron a toda velocidad, pero algunos de ellos fueron alcanzados y hechos prisioneros, cosa que le vino muy bien a Alejandro para que lo pusieran al corriente de lo que ocurría más al sur. Las noticias eran que Darío no se encontraba muy lejos. Concretamente en los alrededores de Gaugamela. Con un millón de soldados esperándole.

La cifra del millón de soldados suena de nuevo. Los historiadores modernos se resisten a creer los números que dan sus colegas de la antigüedad. Tachan de exageradas tales cifras y las sitúan en 250.000, como mucho. Son números mucho más moderados y quizás lleven razón y se ajusten más a la realidad. Pero son los que daban ya desde un principio los ancianos macedonios, cuando recomendaban a Alejandro no embarcarse en tan descabellada aventura, pues los persas podían reunir sin problemas hasta un millón de soldados. Nunca sabremos el número exacto que reunió Darío, pero todas las fuentes coinciden en que se trataba de un enorme ejército que podía destrozar de un solo zarpazo a las insignificantes tropas de Alejandro, de solo 47.000 hombres.

 
Alejandro intuía que el rey persa no volvería a caer en el mismo error de Issos y no se movería de la llanura donde estaba acampado; era el mejor lugar para librar una batalla con tal cantidad de soldados. Sin embargo, a Alejandro no le asustaba enfrentarse a ellos, fuera en el lugar que fuere, y decidió salir a su encuentro. Todo el bagaje y gente no apta para el combate quedó en el campamento, los demás, partieron la noche del 29 al 30 de septiembre. Al amanecer llegaron a unas colinas desde donde se divisaba una vasta llanura, y a una hora de distancia el campamento persa. Las líneas enemigas formaban una imponente masa que hacía imposible calcular su número. Alejandro detuvo a las tropas y reunió a todos sus jefes, estrategas y demás gente de confianza para que dieran su opinión sobre si debían acampar o atacar de inmediato.

La mayoría ardía en deseos de lanzarse contra el enemigo cuanto antes y propusieron atacar. Pero, ¿es que nadie iba a usar la prudencia y la cordura? Las tropas habían marchado toda la noche y estaban fatigadas. Los persas llevaban mucho tiempo acampados en aquel lugar y les había dado tiempo a atrincherarse. Posiblemente habrían llenado el terreno de todo tipo de trampas. ¿Por qué entonces precipitarse? ¿Por qué arriesgarse? Esa fue la sensata opinión de Parmenio, el más veterano de los generales macedonios. Y esa fue la opinión que acabó imponiéndose. Alejandro ordenó acampara a la vista del enemigo. Pasarían todo el día estudiando el terreno.

Darío, a la vista del ejército macedonio no pudo evitar estremecerse. Se sentía seguro y a la vez inquieto. Aquellos macedonios, al mando de su joven rey, eran los mismos que le habían vencido en Issos, los mismos que habían secuestrado a su familia. Pero esta vez sería distinto. En Issos no hubo espacio suficiente para mover debidamente a sus tropas. Había reclutado a cientos de miles de soldados persas y había prescindido de los mercenarios griegos, que solo luchaban por dinero y no por su tierra, a excepción de su guardia personal que siempre le habían demostrado lealtad. En aquella llanura todo sería distinto. Sus soldados se abrirían a lo largo y ancho de muchos kilómetros y engullirían fácilmente a los macedonios. Disponía además de  cientos de carros de guerra con afiladas cuchillas en sus ruedas, para los cuales había hecho limpiar grandes extensiones de terreno, y que pudieran rodar con facilidad e ir segando las piernas de todo macedonio que se cruzara ante ellos. Incluso había conseguido traer quince elefantes indios, que sembrarían el terror entre las tropas enemigas. Darío estaba muy cerca de su gran victoria sobre Alejandro. Lo estuvo esperando todo el día, pero  Alejandro no atacaba, y  Darío sospechaba que lo haría durante la noche, por eso ordenó que en el campamento, que carecía de trincheras ni ningún tipo de protección, nadie durmiera y todos permanecieran en alerta. En el campamento macedonio, sin embargo, todo el mundo se fue a dormir a pata suelta.

 
El mismo rey Darío se paseó con su caballo delante de las tropas persas aquella noche, dándoles ánimos y asegurándoles que nadie podría vencerles. En el campamento macedonio, Parmenio seguía preocupado y le hizo una visita a Alejandro antes de irse a dormir. Había podido observar con detenimiento aquella masa oscura que se asentaba en la llanura. Eran demasiados persas. ¿Por qué no atacar aquella noche, pillándoles desprevenidos? La imprevisión y el desconcierto podrían ser una ventaja y les daría más posibilidades que un combate abierto a pleno día. Cuenta la tradición que Alejandro contestó: «mi designio no es robar la victoria, sino ganarla.» Dicho esto, se echó a dormir.

1 de octubre de 331 a.C.
Ya había amanecido y todo estaba preparado. Solo faltaba el rey. ¿Dónde estaba Alejandro? Parmenio en persona fue a buscarlo a su tienda y lo encontró dormido profundamente. Tuvo que llamarlo hasta tres veces, hasta que por fin se despertó y se puso su armadura rápidamente. Una vez al frente de sus tropas, abandonaron las colinas para poco después avanzar sobra la extensa llanura babilonia en orden de batalla. Por el centro marchaba la infantería pesada, las falanges. A su derecha la infantería ligera, los hipaspistas.  Y más a la derecha la caballería comandada por Alejandro. Por el ala izquierda marchaba la caballería de Parmenio. Estaba previsto que, dada la superioridad numérica persa, serían envueltos casi con toda seguridad por ellos. Por eso dispuso que tras la primera línea se colocaran dos columnas, una tras cada ala, para reforzar estas en caso de que el enemigo intentara envolverlos, o que se replegaran para reforzar el centro, según fuera necesaria una cosa u otra.

Comienza el acercamiento. Alejandro había pedido a sus hombres que lo hicieran en silencio y que guardaran sus energías para cuando comenzara la batalla y pudieran lanzar sus gritos con mayor fuerza. Y así lo hicieron. Los elefantes indios avanzaban por el centro. Parecían un duro rival para las falanges que eran como un enorme erizo cuyas púas se clavaban en sus cuerpos. La caballería pronto acudió en su ayuda. Caballos contra elefantes furiosos por cientos de dardos que les habían caído encima, asustados y enloquecidos, que no tardaron en sembrar el caos en las propias filas persas.

Los hipaspistas seguían avanzando por el ala izquierda en perfecto orden. Más a la derecha de lo que Darío había previsto, pues sus carros con cuchillas en las ruedas no podrían rodar por un terreno desnivelado. El ala izquierda de los macedonios, mientras tanto, es duramente castigada por la caballería persa. Parmenio se lleva, una vez más, el golpe más duro, pero resiste. Los carros con cuchillas avanzan a toda velocidad hacia las falanges, una nube de flechas, jabalinas y piedras derriban a gran parte de los jinetes. Los que siguen adelante se estrellan contra un muro de escudos y lanzas. A continuación, las tropas se apartan y abren pasillos, por donde entran los demás, que llegando a toda velocidad, entran por ellos antes que quedar ensartado en las lanzas macedonias. Una vez dentro de los pasillos, son masacrados desde un lado y otro.

Alejandro, al  frente de su caballería, sigue avanzando en diagonal hacia la derecha. La lucha es encarnizada. De pronto, se da la orden de que una parte de la caballería persa se desplace al centro. Esto hace que se abra una brecha entre sus filas. Era el momento que Alejandro esperaba. La caballería de Alejandro, con él al frente, se cuelan en cuña por la brecha a toda velocidad sembrando el caos. Las filas persas comienzan a dispersarse en desorden. Las falanges macedonias avanzan ensartando con sus picas a las masas que corren de un lado a otro sin saber dónde. Darío, encima de su carro, en el centro de la batalla, ve cómo Alejandro se acerca. Esto ya lo había vivido y no puede creer estar viviéndolo de nuevo. Alejandro avanza sin que nadie pueda detenerlo. Va a ser verdad que, como van diciendo por ahí, Alejandro es un semidiós, un nuevo Aquiles. Darío no se lo piensa y sale echando leches, una vez más.
Sin embargo, la extensión del frente de batalla era tan grande, que la voz de que el rey había huido tardó en propagarse, y en el ala izquierda macedonia, por ejemplo, Parmenio lo estaba pasando realmente mal y no tuvo más remedio que enviar un mensaje a Alejandro para que acudiera a socorrerle. Alejandro, que se abría paso como podía para salir en persecución de Darío, no recibió con agrado la petición y en principio, cuentan que contestó airado que Parmenio se las apañara como buenamente pudiera, pero enseguida rectificó y volvió para ayudarle. Efectivamente, ve cómo su veterano y bravo general, al frente de sus hombres, resiste a duras penas la embestida enemiga. Una vez más hubo que emplearse a fondo para doblegar a la caballería persa, que finalmente, ante la presencia del rey macedonio, opta por retirarse. La victoria vuelve a ser completa, y entonces Alejandro reemprende la persecución de Darío. Como viene siendo habitual a la hora del recuento de víctimas, las cifras son mínimas en el bando macedonio y muy altas entre los persas. En este caso Arriano nos cuenta que Alejandro solo perdió 60 hombres, mientras los muertos en el bando persa superaron los 30.000. Otros dicen que murieron 500 macedonios y 90.000 persas. ¿Cómo puede ser que en una batalla de estas dimensiones, los macedonios, estando en minoría, causaran tantas bajas a los persas? Tan malos guerreros tenía Darío en sus ejércitos? Hay varias explicaciones para tal fenómeno. La primera no puede ser otra que los datos oficiales proporcionados por el bando vencedor. Dar una batalla a un coste muy bajo de víctimas, mientras causas verdaderos estragos en las filas enemigas, siempre proporcionaba gran prestigio. Por su parte, los historiadores y cronistas se limitaban a anotar los datos que les eran proporcionados, o bien hacían sus propios cálculos, añadiendo o disminuyendo números, dependiendo de la simpatía que sintieran por vencedores y vencidos. Una segunda explicación la encontramos en el excelente equipamiento del ejército macedonio; sirvan como ejemplo, una vez más, las falanges, cuyas formaciones eran una mezcla de muros y erizos casi inexpugnables. Y por último, y quizás el motivo más claro por el que la diferencia de víctimas era tan desproporcionado, podamos encontrarlo en las persecuciones tras la batalla. Según algunas fuentes, el combate cuerpo a cuerpo causaba más heridos que muertos. Era en el momento en que un bando decidía salir huyendo cuando los soldados caían a miles. Si además, el bando vencedor decidía emprender una persecución, la carnicería aumentaba de forma exagerada. Y por último, si había ensañamiento y se remataban a los heridos o se ejecutaban a los prisioneros, ya te cagas el montón de malvas que se criaban ese año. 

Babilonia 
Después de saquear el enorme campamento persa de todo cuanto había de valor, Alejandro, que había abandonado la persecución de Darío, marchó con su ejército más de 300 kilómetros hasta Babilonia. La ciudad disponía de unas enormes murallas y una red de canales que la rodeaban. Pero en su interior se preguntaban cuánto tiempo tardaría el rey macedonio en salvar tales obstáculos, y temían las consecuencias de una fallida resistencia, viniéndoles a la mente las noticias de lo ocurrido en Halicarnaso, Tiro o Gaza. Así que, cuando los macedonios llegaron a sus puertas, éstas estaban abiertas de par en par y los babilonios salieron a recibirlos con cánticos, coronas de flores y regalos. La ciudad fue entregada a Alejandro y los tesoros puestos a su disposición. Alejandro dio a sus hombres tiempo libre para disfrutar de un merecido descanso aunque les prohibió saquear la ciudad. A cambio, todos recibieron una buena recompensa, ya que los botines y los tesoros obtenidos eran abundantes. Babilonia era la primera ciudad propiamente oriental que veían. Todo lo anteriormente conquistado era de origen griego. Babilonia era diferente, era enorme, por sus calles había gran afluencia de gente, comerciantes que venían de Arabia, Persia, Armenia o Siria. Había asombrosas construcciones, como la torre de Belo, en forma de dado, contra cuyas paredes cuentan que el rey Jerjes quiso romperse la cabeza, loco de vergüenza tras la derrota en la batalla de Salamina. Todo rebosaba encanto, refinamiento y esplendor. Para los bravos guerreros occidentales, aquella ciudad era el gran premio a sus conquistas, donde podían abandonarse al placer del vino servido en vasos de oro, entre júbilo y cánticos, tumbados sobre mullidos y suaves tapices, perfumados por los más exóticos aromas. Allí, en Babilonia, estuvieron un mes, al cabo del cual marcharon otros 350 kilómetros hasta la ciudad de Susa, otra de las capitales persas. También allí fueron bien recibidos. En Susa le esperaba a Alejandro otro gran tesoro de oro y plata, que, como era costumbre, repartió una parte entre sus hombres, otra la reservó para enviar regalos a Grecia y otra para sí mismo. En esta ciudad acabaría su viaje la familia real, quedando la madre de Darío, Sisigambis, acomodada en un espléndido palacio junto a su nieta. Diodoro cuenta una anécdota durante la visita de Alejandro al palacio de Darío. Alejandro fue a sentarse en el trono de Darío, que por lo visto era muy alto, bastante más que Alejandro, y como los pies no le llegaban al suelo, pidió que le acercaran una mesa donde reposarlos. En esto que uno de los esclavos de Darío se echó a llorar. Cuando Alejandro le preguntó por qué lloraba, éste explicó entre lágrimas, que le daba mucha pena ver cómo alguien ponía los pies en la mesa donde su amo solía comer. Alejandro, muy cortés, le contestó que no había problema, que retirasen la mesa, que ya encontraría otro reposapiés. Pero uno de sus amigos le pidió que no le hiciera caso al esclavo, pues aquello era un gran presagio y significaba que pronto podría pisotear al gran Darío. Alejandro, que tenía la superstición en las venas, mandó a tomar por culo al esclavo y ordenó que le trajeran de nuevo la mesa.

El largo camino a Persia
A mediados de diciembre, Alejandro se puso en marcha hacia las ciudades reales de Persia. Solo así la dominación de Asia se haría efectiva. Con dirección sudeste, se proponían recorrer los más de seiscientos kilómetros que hay hasta Persépolis, la capital de Persia. Atravesaron las llanuras de Susiana, cruzaron ríos y se internaron en tierras de lo que hoy es Irán, hasta llegar a los montes Zagros. En las faldas de estas montañas moraban los uxios, agricultores sometidos por los persas. En las montañas, sin embargo, moraban los uxios pastores, un pueblo intratable al que nadie había podido someter; tan intratables, que, según Estrabón y Arriano, los reyes persas acostumbraban a ofrecerles regalos como pago por cruzar sus tierras para no tener problemas con ellos. Alejandro, parece ser que tuvo problemas con ambos grupos. Al llegar a sus tierras, los uxios de las llanuras, gobernados por un tal Medates, quisieron impedirles el paso y hubo algunos combates. Mientras Alejandro permanecía en aquellas llanuras, llegó a oídos de Sisigambis, la madre de Darío, lo que estaba ocurriendo, la cual decidió de inmediato mediar en el conflicto y enviar un mensajero con una carta. La razón no era otra que, Medates era el marido de una sobrina suya y, conociendo cómo se las gastaba Alejandro, temió que su sobrina se quedara viuda. Queda así demostrado que Alejandro sentía gran respeto por la familia de Darío, y sobre todo por la reina madre. Medates y Alejandro pactaron una capitulación en la que los uxios no salieron malparados. Los macedonios siguieron su camino.

Los uxios montañeses los estaban esperando y no tardaron en tener frente a ellos una comisión uxia para exigirles peaje por cruzar sus montañas, a lo cual Alejandro respondió que no había ningún problema, que iban a cobrar. Y vaya si cobraron. Los poblados uxios fueron saqueados y antes de que pudieran reaccionar y bloquear los pasos, los macedonios, a marchas forzadas, corrieron a ocupar los altos. Los uxios quedaron atrapados en sus propios desfiladeros. Fue una masacre. Los supervivientes, según cuenta Arriano, quedaron sujetos a pagar un tributo anual en ganado.

Continuando con su viaje, se adentraron en las montañas en pleno invierno teniendo que soportar el frío y la nieve. Cruzaron valles y desfiladeros donde el sol no llegaba en todo el día. Las cadenas montañosas parecían interminables. Alejandro divide entonces sus tropas en dos. Por un lado seguirá Parmenio por el camino real, más largo, pero más seguro y practicable para los carros, con todo el bagaje del ejército. Alejandro acortará terreno por una ruta más directa a través de un desfiladero al que llamaban las Puertas Persas. Allí lo esperaba Ariobarzanes con unos 30.000 infantes y 500 jinetes. Habían construido un muro para impedirles el paso a los macedonios. Alejandro no lo tenía fácil esta vez. Aquel muro era como las murallas que rodeaban cualquier ciudad. Una de tantas como había conquistado. Ninguna muralla le había impedido hacerlo. Solo que, detrás de aquel muro no había ninguna ciudad. No había asedio posible. Era atacar o retroceder. Alejandro decidió atacar.
La osadía le costó a Alejandro muchas bajas. Persistir en el ataque era una locura. Hubo que retirarse para urdir un plan. Habían sido hechos algunos prisioneros, quizás les fueran de ayuda. Al ser interrogados le informaron que había senderos que les permitirían rodear las posiciones persas hasta llegar justo detrás. Solo había un problema, era enero y los senderos eran casi impracticables. Pero ese problema, no era un impedimento para que Alejandro dividiera sus tropas en tres columnas y se pusieran inmediatamente en marcha dos de ellas. Dos columnas seguirían un sendero distinto hasta encontrarse tras el enemigo. Los demás se quedarían donde estaban. La marcha a través de la montaña fue dura, pero al cabo de dos días se encontraban exactamente donde habían dicho los prisioneros, detrás de las líneas enemigas. Los persas fueron atacados por varios puntos, y cuando pensaban que todos los macedonios estaban tras ellos se vieron sorprendidos por el grueso del ejército que Alejandro había dejado tras el muro. Los macedonios habían vencido, una vez más. Ariobarzanes consiguió escapar y descendió a la llanura con la intención de refugiarse en Persépolis, pero se encontró con las puertas cerradas. Tiridates, el guardián de los tesoros reales, había ordenado que no lo dejarán entrar. Tiridates sabía que la resistencia de Ariobarzanes era en vano. Alejandro estaba protegido por los dioses o era uno de ellos. Nadie había conseguido detenerlo y nadie lo iba a detener a las puertas de Persépolis. Sabía muy bien de parte de quién debía ponerse. Ariobarzanes no debía entrar, pero él mismo, Tiridates, le abriría las puertas y le entregaría los tesoros al más Grande.


Persépolis

Persépolis se comenzó a construir aproximadamente sobre el año 518 a.C. por orden de Darío I para convertirse a partir de ese momento la capital de Persia, país situado en el actual Irán, desde donde se originaría su expansión hasta convertirse en un gran imperio. Su nombre sería Parsa, y más tarde los griegos la llamarían Persépolis, «ciudad de los persas». Darío I eligió la ladera suroeste del monte Kuh-e Rahmat o monte de la Misericordia, y allí hizo construir una plataforma de piedra de 300 por 450 metros, alzándose unos 15 metros de altura. Sobre ella se levantaron monumentales edificios y espléndidos jardines, con ingeniosas canalizaciones y alcantarillados que garantizaban el riego con las aguas procedentes de las montañas, al tiempo que evitaban el deterioro o inundaciones de la ciudad. A la entrada de ésta, sobre el lado sur, se hizo una inscripción que decía:
«Yo soy Darío, el gran rey, rey de reyes, rey de muchas naciones, hijo de Hystaspes, un descendiente de Aquemenes. Por la voluntad de Ahuramazda éstas son las naciones de las que yo me he apoderado, que me temen y dan tributo: Elam, Media, Babilonia, Arabia, Asiria, Egipto, Armenia, Capadocia, Lidia, los jonios del continente y los del mar y las naciones que están más allá del mar: Sagartia, Partia, Drangiana, Areia, Bactria, Sogdiana, Corasmia, Sattagidia, Aracosia, India, Gandara, los escitas y Maka».
Y justo al lado otra inscripción que dice:
«La nación Persa que me ha entregado Ahuramazda, es bella y rica en buenos hombres y caballos, no siente temor ante nadie. Que Ahuramazda me dé su apoyo con todos los dioses y proteja a esta nación del enemigo, de la hambruna y de la mentira. Que Ahuramazda con todos los dioses me conceda esta petición».
En 475 a.C. su hijo Jerjes I construyó una espléndida puerta de 25 metros de ancho cuyo tejado se soporta por cuatro columnas de 18 metros de alto. La puerta tiene un pórtico de entrada y otro de salida, y a ambos lados de cada uno, la figura de un lammasu, toros alados con cabeza de hombre. Todo ello adornado con metales preciosos. Encima de los lammasus podemos encontrar nuevas inscripciones:

«Ahuramazda es un gran dios que creó esta tierra, el cielo, al hombre, la felicidad del hombre, que hizo a Jerjes rey de muchos, señor de muchos.

Yo soy Jerjes, el gran rey de reyes, rey de los pueblos con numerosos orígenes, rey de esta gran tierra, el hijo del rey Darío, el aqueménida.

Gracias a Ahuramazda, he hecho este Pórtico de todos los pueblos; hay muchas cosas buenas que han sido hechas en Persia, que yo he hecho y que mi padre ha hecho. Todo lo hemos hecho gracias a Ahuramazda.

Ahuramazda me protege, así como a mi reino, y lo que yo he hecho, y lo que mi padre ha hecho, que Ahuramazda lo proteja también. »

Es la puerta de Todas las Naciones, construida para hacer referencia a todas las naciones conquistadas y que todas ellas estaban bajo su protección. Sin embargo, Ahuramazda había permitido que ahora, toda aquella grandeza cayera en manos de Alejandro. ¿Qué haría con todo ello el que ahora era más grande que todos los que habían gobernado Persépolis? Justamente lo que nadie esperaba que haría. ¿O sí lo esperaban?

Alejandro sometió Persépolis al saqueo, al fuego, a la destrucción. Es uno de los episodios más controvertidos en la historia de Alejandro. La ciudad no opuso resistencia. Los tesoros fueron puestos a su disposición y Persépolis era una de las ciudades más bella de la antigüedad. Por eso, ni historiadores antiguos ni modernos se pones de acuerdo en el motivo por el cual Alejandro cometió tal barbaridad. Pero pistas no faltan para que cada cual saque su propia conclusión. Para empezar, no es del todo cierto que Persépolis no opusiera resistencia. El guardián del tesoro le abrió las puertas, sí, pero hemos visto cómo en el desfiladero de las Puertas de Persia Alejandro perdía gran cantidad de hombres para poder cruzar, y esto, ya era motivo suficiente para dar rienda suelta a sus soldados; lo hicieron en Tiro y Gaza. Pero hay otras razones de más peso. Veamos cuales son.

Persépolis era la capital principal de Persia, por lo cual, había sido desde casi dos siglos atrás la principal capital enemiga de Grecia. Lo dice Diodoro: «La ciudad más hostil de Asia. » y también Curcio: «Ninguna otra ciudad había sido más nefasta para los griegos que la antigua capital de los reyes de Persia. De allí habían partido inmensos ejércitos, primero Darío y luego Jerjes llevaron a Europa una guerra impía.» Por tanto, a nadie debería extrañar que el punto final a la conquista de Asia fuera precisamente, a modo de ceremonia, la destrucción de la capital más odiada en el Hélade. Veamos otros motivo añadidos.

Los persas tenían como esclavos a miles de griegos y los empleaban en las minas. El castigo por intentar escapar era la mutilación. Otros cuentan que incluso se los mutilaba como prevención para evitar intentos de fuga. El caso es que a su llegada, Alejandro fue recibido por una multitud de griegos ancianos que habían sufrido tal castigo por reyes anteriores. Alejandro quedó impresionado y les prometió devolverlos a Grecia, aunque ellos contestaron que eran demasiado mayores y querían permanecer en aquellas tierras hasta el final de sus días. Esto también lo cuentan Diodoro y Curcio, aunque muchos historiadores modernos dudan de su veracidad y creen que no hacen sino justificar el terrible comportamiento de Alejandro. Pero hay más.

Alejandro bebía demasiado. Nada extraño. Todos los soldados y generales lo hacían. Su propio padre había bebido como un cosaco. Aún así, se cuenta que Alejandro, a sus 26 años, ya bebía demasiado. Quizá era la única manera que tenían aquellos fieros soldados de afrontar tanta violencia y muerte. La decisión de incendiar el palacio real parece ser que se tomó después de una fiesta en la que todos estaban demasiado ebrios. Entonces, ¿fue el alcohol el responsable de todo?
Plutarco nos cuenta de la siguiente manera el momento en que Alejandro entra en palacio y se sienta en el trono del Gran Rey Darío:
“Cuando se sentó por primera vez en el trono real situado bajo la bóveda dorada que asemeja una imagen del cielo, el Corinto Demarato, un hombre ya anciano que le apreciaba y que había sido amigo de su padre, le dijo llorando: de qué gran alegría se ven privados los griegos que han muerto antes de ver a Alejandro sentarse en el trono de Darío.”
Una escena que significaba, sin duda, la culminación simbólica de la conquista. Pero todavía faltaba algo para poner el punto final. 180 años antes, Darío I puso los pies en Europa iniciando un largo conflicto en el que Atenas resultó incendiada y destruida. Era la gran oportunidad de vengarse y de ganarse por fin el favor de los atenienses.
Arriano cuenta que Alejandro quería tomar venganza sobre los que habían arrasado Atenas y habían incendiado los santuarios, causando grandes males sobre los griegos, por eso quería hacer justicia. Diodoro, por su parte, cuenta que los macedonios se dedicaron a saquear la ciudad, dando muerte a quienes encontraban a su paso, mientras Alejandro ocupó el palacio y se hacía con los tesoros reales, los cuales se calculan en 120.000 talentos de plata. Sin embargo, este autor culpa del incendio a una tal Tais, amante de Tolomeo, uno de los generales de Alejandro y futuro faraón de Egipto cuando esta aventura acabara. En medio de la fiesta, estando todos borrachos, incitó a todos para que cogieran antorchas e incendiaran el palacio. A Alejandro no le pareció mal la idea y así comenzó el incendio que luego se propagaría a casi toda la ciudad. Los relatos de Curcio y Plutarco cuentan que fue el propio Alejandro el que decide incendiar el palacio, aunque el segundo autor dice que pronto se arrepintió y ordenó que fuera apagado, aunque la ciudad resultó destruida igualmente. En lo que casi todos coinciden es en que Permenio, el veterano general, siempre estuvo en contra tanto del saqueo como de la destrucción de tan bella ciudad.
¿Reprimenda por la resistencia y muerte de sus soldados a las Puertas de Persia, venganza por las invasiones persas y destrucción de Atenas en siglos pasados, crueldad incontrolada, o simplemente consecuencia del alcohol en una fiesta desenfrenada? Puede que todo combinado a la vez. Casi nadie se pone de acuerdo en la actualidad, pero ahí están todos los ingredientes que en la antigüedad se nos han aportado.


Traición al Gran Rey

Alejandro y sus hombres pasaron el invierno del año 331 al 330 en Persépolis. Llegada la primavera salieron de nuevo en busca de Darío, del cual tenían noticias de que había ido a refugiarse a Ecbatana, donde pretendía reclutar un nuevo ejército para enfrentarse, una vez más, a Alejandro. Al llegar los macedonios a Ecbatana Darío había partido ya hacia la provincia Bactria, sin duda avisado de que Alejandro estaba cerca. No se sabe con seguridad los miles de hombres con que contaba Darío, pero se dice que estaba muy confiado en que su suerte estaba a punto de cambiar. Estaba rodeado, según él, por los príncipes persas de más confianza, entre los que se encontraban su hermano Oxatres y un pariente muy cercano llamado Bessos. Pero en lo que más confiaba Darío era en sus embajadores enviados a Esparta y Atenas. Tenían la misión de averiguar el impacto causado por los éxitos obtenidos por Alejandro y conspirar junto a los partidarios de abandonar la liga corintia. Muchos ya se habían alineado con Esparta, por lo que, si una nueva rebelión estallaba en el Hélade, Alejandro se vería obligado a regresar. El caso es que, no era la primera vez que Darío intentaba que en la Hélade se conspirara contra Alejandro para obligarlo a abandonar Asia, pero cada vez que el macedonio conseguía una victoria sobre él o conquistaba una nueva ciudad persa, en Grecia nadie se atrevía a levantar la voz contra Alejandro, por temor a que apareciera, por arte de brujería, delante de ellos, les diera a todos por culo y volviera a Asia tan pancho.

De momento, a Darío no le quedaba otra que seguir huyendo y procurar no ser cazado. En su camino hacia la Bactria, apenas le sacaba unos 30 kilómetros de ventaja a las tropas macedonias, que le perseguían a toda velocidad. Se dio cuenta que al final le darían caza y decidió aminorar la marcha para, en caso de enfrentamiento, sus tropas no estuvieran tan cansadas. Darío reunió entonces a sus hombres de confianza y les comunicó la intención de esperar a los macedonios y enfrentarse a ellos. La cagalera que aquello produjo entre sus leales príncipes no se la había imaginado el hasta entonces Gran Rey. Pocos fueron los que estuvieron de acuerdo, solo los que de verdad estaban dispuestos a dar la vida por su rey, pues todos sabían que el enfrentamiento les llevaría al desastre total. Entonces, un tal Nabarzanes, quiso pronunciarse: las circunstancias –dijo- no eran las más propicias para un enfrentamiento. Lo más sensato era seguir hacia el este, donde podrían reclutar las tropas suficientes que garantizasen una victoria sobre los macedonios. El problema era, que los pueblos del este ya no tenían confianza en su rey. Lo más conveniente sería, pues, que cediera la tiara a alguien en el que aquella gente todavía confiara, (solo hasta que la situación estuviera de nuevo dominada) y ese no era otro que su pariente Bessos. Las palabras cayeron como una bomba entre los presentes. La reaccíon de Dario fue sacar un puñal y dirigirse hacia Nabarzanes con intención de rebanarle el cuello, pero este salió echando leches y desapareció de su vista.

Detrás de Nabarzanes salió Bessos, por lo que, Darío se dio cuenta de inmediato que aquel discurso no había sido improvisado, sino detenidamente meditado; había una conjura contra él. Nabarzanes y Bessos disponían de la mayor parte de las tropas. Conscientes de ello, los que permanecían fieles a Darío le exhortaron para que no perdiera la calma. El rey les envió entonces un mensaje en el cual les hacía saber que estaba de acuerdo en seguir hacia el este y que perdonaba tanto las palabras de Nabarzanes como la actitud de Bessos. El perdón les vino que ni pintado, pues ambos, a pesar de que tenían ya hechos sus planes, no habían logrado convencer a sus huestes de separarse de los fieles al rey por miedo a ser acusados de traición, por lo tanto, Nabarzanes y Bessos volvían, aparentemente, a ser fieles a Darío.

Al día siguiente se reanudó la marcha en silencio. La traición se palpaba en el aire y el jefe de los mercenarios griegos se acercó a Darío para pedirle que, si quería seguir con vida, se encomendara a su protección. Darío, que había confiado siempre en su guardia griega, así lo hizo. Aun así, aquella noche, Nabarzanes, Bessso y su gente, asaltaron la tienda de Darío mientras todos dormían y el rey fue atado, amordazado y secuestrado. Cuando la voz de lo sucedido se corrió por el campamento, Darío y sus secuestradores ya estaban muy lejos de allí.

Después de conceder a sus tropas un descanso, Alejandro reanudó la marcha y cruzaron las Puertas Caspias, un desfiladero que cruza las montañas al sureste del mar Caspio, casi en la frontera con Rusia. Desde aquel momento, el desfiladero se haría famoso y a menudo se le confundiría con unas murallas, según la leyenda contruídas por él, y llamadas las Puertas de Alejandro. Lo cierto es que, a su paso, Alejandro no encontró ninguna barrera ni se detuvo a construirla. Mientras tanto, con los macedonios pisándoles los talones, pocos fueron los “leales príncipes persas” que abogaron por correr en ayuda de Darío, por el que ya no podían hacer nada, así que decidieron ponerse a salvo huyendo hacia las montañas del norte. Otros, sin embargo, pensaban que lo mejor era salir al encuentro de los macedonios y unirse a sus tropas. Fueron estos los que informaron a Alejandro de lo sucedido después de rendirse a él. Alejandro salió en persecución de raptores de Darío dejando la mayor parte de las tropas al mando del general Crátero. Después de dos días de marcha llegaron a Thara, donde encontraron a Melon, el intérprete de Dario, que había quedado allí enfermo, sin poder continuar al lado de su rey. Por él fueron informados de que Bessos había sido reconocido rey por los bactrianos y los persas y de que su plan era retirarse a las provincias orientales y ofrecer a Darío a cambio de que Alejandro le reconociera la posesión e independencia de aquellas provincias. En caso de ser rechazada su oferta, Bessos estaba dispuesto a ofrecer resistencia.

Siguiendo su marcha llegaron a una aldea, en la cual pudieron saber que la caravana de Bessos había acampado allí la noche anterior, por lo que, no podían andar muy lejos. La siguiente pregunta que hizo Alejandro fue, si no había un atajo por el que dar alcance a los fugitivos. La respuesta fue sí, pero muy peligroso y ningún río o fuente para poder repostar agua. La decisión fue rápida. Cogerían el camino más corto por penoso que éste fuera. Escogió 500 de los mejores caballos y a 500 de los mejores y más bravos jinetes y se pusieron en marcha a la caída de la tarde para cabalgar toda la noche. El resto continuaría por el camino más largo.

Este tipo de impulsos, mezcla de pasión, valentía y cólera, fue lo que llevó a Alejandro a conseguir más de lo que él mismo hubiese podido esperar. Muchos se habían dejado la vida debido a estos impulsos salvajes, propios de un déspota implacable, y más de un reproche habría recibido de sus más valientes hombres, de no ser por que él mismo compartía con ellos el esfuerzo y la fatiga poniéndose siempre a la cabeza. Cuentan que durante aquella larga persecución, que duraba ya muchos kilómetros y muchos días, le acercaron agua, de la poca que quedaba. Cuando fue a beber vio cómo los demás, que también estaban sedientos, le miraban, pero noo había agua para todos. Entonces apartó el agua y dijo: “si solo bebiese yo, mis hombres se sentirían abatidos”. Al ver el gesto de su rey, los macedonios gritaron: “¡Llévanos donde quieras, no estamos cansados, no tenemos sed, eres nuestro rey y somos inmortales!”
Al despuntar el alba pudieron ver la caravana de Bessos. No sabemos cuántos eran, pero sí que iban dispersos y posiblemente muy cansados. No menos cansados estaban los 500 jinetes de Alejandro, que habían hecho un esfuerzo sobrehumano por alcanzarlos durante toda la noche. De hecho, muchos no tuvieron fuerzas suficientes para lanzarse contra la caravana cuando Alejandro dio la orden de ataque y cayeron exhaustos al intentarlo. El resto siguió a Alejandro, que se lanzaron por sorpresa sembrando el terror y el desconcierto. A un primer intento de resistencia le siguió la desbandada general, huyendo despavoridos. Alejandro estaba ya muy cerca del carro donde viajaba Darío atado de pies y manos. Paradojas de la vida, esta vez no intentaba llegar hasta él para matarlo, sino para salvarlo. No lo consiguió. Bessos y sus compinches le habían atravesado con sus espadas antes de salir huyendo.

Darío III no murió a manos de quien vino a apoderarse de su imperio y de su propia familia, quien lo venció por dos veces en ambas sangrientas batallas y le hizo perder la confianza de su pueblo. Había muerto como un fugitivo a mano de unos vulgares traidores. Únicamente se llevó la gloria de no haber comprado su vida a cambio de ceder su corona a unos criminales. Murió como un rey, y así lo reconoció el propio Alejandro, que al encontrarlo lo cubrió con su capa color púrpura y envió el cadáver a Persépolis, donde se le dio sepultura con todos los honores.
 
Los hombres de Alejandro estaban cansados, por lo que, no tenían más remedio que dejar escapar, de momento, a los asesinos de Darío. Además, todo el ejército y el bagaje de Alejandro estaba disperso y debían hacer un alto para reunirse de nuevo. Mientras tanto, fueron acudiendo a Alejandro muchos de los sátrapas y príncipes que, o bien habían sido fieles a Darío, o se habían arrepentido de haberlo traicionado. Entre ellos el bravo Ariobarzanes, el defensor de las Puertas de Persia. Todos fueron perdonados, aunque solo los que se mantuvieron hasta el final fieles a Darío se ganaron la confianza de Alejandro y fueron confirmados de nuevo como sátrapas en sus respectivos territorios.
En cuanto hubieron descansado lo suficiente marcharon hacia Bactra, donde se había retirado Bessos con los suyos. Al llegar a la ciudad de Susia les salió al paso Satibárzanes, el sátrapa de la provincia Aria, para someterse a Alejandro e informarle del paradero de Bessos. Alejandro confirmó en su puesto a Satibárzanes, dejó algunas tropas de vigilancia y continuó su marcha, pero poco después le alcanzó un mensajero informándole de que Satibárzanes le había traicionado y había matado a todos los que había dejado en el puesto de vigilancia. El sátrapa de Aria se había puesto de acuerdo con Bessos y otros sátrapas para tenderle una trampa. Seguir adelante era una temeridad y Alejandro dio media vuelta y se llevó consigo a la mitad del ejército, dejando la otra mitad al mando de Crátero. Satibárzanes, que no se esperaba la rápida vuelta de Alejandro huyó despavorido con sus hombres a refugiarse en las montañas. Alejandro los persiguió y dio muerte a gran número de ellos. Otros muchos fueron hechos prisioneros y vendidos más tarde como esclavos.

En cuanto las tropas de Alejandro y de Crátero se reunieron de nuevo tomaron rumbo sur, con la intención de someter a todos aquellos territorios antes de internarse por la provincia bactriana, evitando así el peligro de insurrecciones como la ocurrida en la Aria. De camino fundaría alguna que otra ciudad, todas llamadas Alejandrías. Todo esto en los últimos meses del año 330, hasta llegar a los confines de las faldas del Cáucaso Índico. Durante estos viajes y entre una aventura y otra, ocurrieron cosas que no están suficientemente documentadas o incluso pasan por leyendas. Algunas son bastante curiosas como la vez que le robaron el caballo a Alejandro. Ya hemos visto cómo llegó a hasta él y lo encariñado que estaba con el animal, así que no nos puede extrañar que montara en cólera y etuviera dispuesto a hacer locuras por recuperarlo. Fueron los mardos quienes lo robaron; Alejandro pareció enloquecer y ordenó talar los bosques y lanzar un aviso por todo el territorio amenazando con aniqular a toda la población si el caballo no aparecía. Los mardos se aterrorizaron y le devolvieron a Bucéfalo acompañado de abundantes regalos. Pero hay otra leyenda más desconcertante aún.

Durante su estancia en Hicarnia Alejandro habría recibido la visita de Talestris, la reina de las Amazonas, y permaneció con él trece días con el objeto de engendrar un hijo con él. Algunos autores dieron por buenos estos relatos, otros sin embargo, creen que este relato se funde con otro, donde Alejandro, en una carta dirigida a Antípatro, le cuenta que un rey excita le entregó a su hija para que la hiciera su esposa. A este relato se le iría dando colorido hasta convertir a la princesa excita en la reina de las Amazonas. Pero nadie está seguro de qué es leyenda y qué es realidad. Lo que sí parece cierto, es que Alejandro llevaba un ritmo de vida desenfrenado.

Este desenfrenado ritmo estaba haciendo mella entre el ejército macedónico. Asia era inmensa, parecía no tener fin. Su conquista no se acababa nunca y Alejandro no estaba dispuesto a parar hasta llegar al último rincón de cada montana, de cada valle. Su rey era todo energía, no desfallecía, realmente parecía ser un dios, y por eso lo seguían. Pero todo tiene un límite, ellos no eran dioses, y aunque seguían adorándolo, muchos ya no se sentían con las mismas energías que el día que salieron con él de Pela. Muchos añoraban su tierra natal, sus familias, sus esposas e hijos, sus madres. No tenían ganas de seguir atravesando desfiladeros y ríos, de seguir jugándose la vida en cada batalla. Habían encontrado tesoros suficientes para hacerse ricos todos ellos; más de lo que habían imaginado. No necesitaban más. Querían volver. Sin embargo, Alejandro no quería dejar ningún cabo suelto; no quería dejar inacabada su obra.

No había venido a Asia para expoliar sus tierras, destruir sus ciudades y llevarse sus tesoros. Alejandro había venido a conquistar un imperio y sostenerlo en pie; hacerlo incluso más grande. Y era esto lo que los macedonios no acababan de entender. No veían con buenos ojos que su rey se vistiera con ropajes a la usanza oriental, ropajes que los macedonios consideraban afeminados, o que ensillara los caballos con arneses persas; que reuniese en torno suyo a los grandes príncipes, los colmase de honores, los honrara con distinciones o les confiara misiones importantes a la vez que los nombraba sátrapas de esta o aquella otra provincia. Muchos de sus hombres de confianza comenzaban a verse humillados y traicionados. ¿Era a esto a lo que habían venido a Asia? ¿A regalarles el fruto de sus victorias a los vencidos? ¿Por qué Alejandro elevaba a los persas al mismo rango que los macedonios?

El caso es que, muchos de los autores antiguos tampoco acababan de entender por qué Alejandro llegó a “orientalizarse” y lo ponen de vuelta y media. Diodoro dice que «empezó a imitar el lujo persa y las extravagancias de los reyes de Asia». Curcio es más crítico aún y dice que: «dio rienda públicamente a todas sus pasiones, y la continencia y moderación, bienes sobresalientes en la más elevada fortuna de cada cual, se convirtió en soberbia e impudicia.» Diodoro también cuenta que llegó a tener un harén con tantas mujeres como días tiene el año, tal como tenían los reyes persas, aunque viendo la desaprobación de sus hombres, pronto se deshizo de él. Acostumbrados como estaban a que su rey fuera un compañero más, muy cercano a ellos, con estos nuevos hábitos quizás veían con desilusión cómo se alejaba de ellos.

Alejandro no ignoraba el malestar de los suyos. Su madre ya le había advertido en repetidas ocasiones que fuera cauteloso y se abstuviera del exceso de confianza para sus más allegados, y sobre todo con los provenientes de la antigua nobleza macedonia. Alejandro sabía que, incluso entre aquellos más cercanos que le mostraban apoyo, los había que seguían sus pasos con recelo. Parmenión, por ejemplo, lo censuraba a menudo, pero el viejo general era, en el fondo, un buen consejero. Su hijo Filotas, sin embargo, se tomaba demasiadas confianzas a la hora de hacer sus críticas, sin embargo, no se lo tenía nunca en cuenta, debido, en parte, al cariño que le tenía a su padre y a que era un gran guerrero, no en vano Filotas era uno de sus mejores comandantes en la caballería de los Hetairoi (Compañeros). Le dolía mucho más que Crátero, al que apreciaba y tenía en alta estima, no estuviera casi nunca de acuerdo con él. Los únicos que parecían entenderle eran su gran amigo Hefestión y pocos más. Solo ellos sabían, como él, que para que aquella obra se mantuviera en pie, el vencido no debía ser humillado, sino hacerlo partícipe de ella, de lo contrario se derrumbaría irremediablemente.

Entre el cansancio, el deseo de volver a casa y el descontento por ver cómo los persas pasaban a tener los mismos privilegios que ellos, comenzó a haber una brecha entre los generales macedonios, visible cada vez más en los consejos de guerra, donde se hicieron habituales las explosiones de cólera, irritaciones y discusiones estériles. Fue el caldo de cultivo perfecto para ir alimentando una conjura contra el rey.

Conspiración contra Alejandro

Alejandro pasó el otoño del 330 en Frada, la capital de la satrapía Drangiana. Nicanor, hijo de Parmenión, hermano de Filotas, había muerto hacía poco debido a una enfermedad; su muerte había sido dolorosa para sus familiares, pero también para Alejandro. Se acababan de reunir las tropas de Crátero, de Filotas y otros generales que andaban dispersos. Parmenión se había quedado en la Media custodiando los caminos que conducían al Hélade y los tesoros acumulados hasta el momento. No se reuniría con Alejandro hasta la próxima primavera. Había un gran movimiento de tropas en torno a la ciudad.
El ejército de Alejandro se calcula en unos 40.000 efectivos, aunque no se sabe con seguridad cuántos de ellos eran aptos para el combate en aquellos momentos. Estos efectivos aumentaban dependiendo de los mercenarios que se iban incorporando allá por donde pasaban, o con tropas de refresco llegadas desde Grecia, o disminuían por los contingentes que quedaban en algunas plazas conquistadas para garantizar su seguridad. Su composición era la siguiente:
  • Hipaspistas (Infantería ligera y semipesada)
  • Falange (Infantería pesada)
  • Hetairoi o Compañeros (Caballería pesada y ligera, comandada por los hombres de confianza, con Alejandro al frente).
  • Caballería ligera.
  • Caballería aliada.
  • Arqueros y lanzadores de jabalina.
Con ellos viajaban todo tipo de bagaje y maquinaria de guerra, que a veces tomaban caminos diferentes para su facilidad de transporte. Alimentos y agua, cocineros, tiendas de campaña, carpinteros, constructores de puentes, médicos, sacerdotes, adivinos, prostitutas, esposas y hasta hijos de soldados. Una gran caravana que se había movido ya por casi toda Asia. Casi con seguridad podríamos afirmar que los más ansiosos por volver a sus casas eran esas esposas y esos niños, que ya tenían asegurado un futuro con lo que sus padres habían obtenido en los enormes botines que Alejandro repartía.
Y entre todo este ajetreo de ir y venir de tropas, de pronto, es descubierta una conspiración contra Alejandro. Arriano, Diodoro, Curcio y Plutarco nos cuentan cada uno su versión de los hechos, y en ellos está basada la siguiente narración:

A las puertas del palacio de la ciudad de Frada, donde se hospedaba Alejandro aquellos días, esperaba un tal Cebalino intentando contactar con alguien próximo al rey. En esto vio llegar a Filotas y se acercó a él pidiéndole ser escuchado, pues lo que tenía que contarle era de máxima importancia y quería que alguien se lo transmitiera al rey con urgencia. Filotas le escuchó y le aseguró que así lo haría. Aquella noche, Cebalino vio de nuevo a Filotas, e interesándose por lo que habían hablado aquella mañana le preguntó si el rey había recibido el mensaje. Pero a pesar de que estuvo en palacio y habían tratado algunos asuntos, Filotas no le contó nada sobre aquel tema, así que, poniendo algunas excusas, le contestó que lo haría al día siguiente, que había tiempo de sobra y no tenía por qué preocuparse.

Pero al día siguiente, Filotas sigue callando. Cebalino le pregunta de nuevo, y ante las constantes excusas de éste, empieza a sospechar que, por alguna razón que él desconoce, Filotas no quiere transmitirle el mensaje al rey. Entonces decide actuar por su cuenta y contacta con Metrón, paje del rey. Cuando Cebalino le cuenta lo que sabe, Metrón no duda en conducirlo ante la presencia de Alejandro. Una vez ante el rey Cebalino le cuenta que hay una conjura para asesinarlo, le da todos los detalles y los nombres de los implicados y le pide disculpas por no habérselo podido comunicar antes. ¿Cuánto hace que lo sabes? –le pregunta Alejandro-, y al responderle que hacía dos días que tenía la información, Alejandro le amenaza con arrestarlo si no le da una buena explicación de por qué no había ido a contárselo antes. A Cebalino no le quedó más remedio que contarle que Filotas estaba al tanto desde el primer momento. Alejandro agradece a Cebalino su lealtad y ordena que Dimnos sea arrestado inmediatamente. Cuando Dimnos ve que van a por él se suicida antes de ser detenido.

Dos días antes, Nicómaco, el hermano de Cebalino, llegó a él muy alterado y le contó los motivos de su nerviosismo. Dimnos de Calestra era íntimo amigo suyo, se dice que eran amantes y acababa de estar con él. Dimnos lo había puesto al corriente de lo que se estaba tramando entre algunos altos cargos del ejército macedonio. Él mismo, Dimnos, estaba implicado. Todo estaba ya bien planificado y en tres días darían muerte a Alejandro. Todo esto se lo había contado a Nicómaco con la intención de que se uniera a ellos. Pero Nicómaco tuvo pánico y dijo no querer formar parte de la conjura. Dimnos confió en que al menos no contaría nada, pero apenas se habían despedido salió corriendo hasta su hermano a pedirle consejo sobre lo que debía hacer. Cebalino tenía claro que había que avisar al rey, pues su vida estaba en peligro, él mismo se encargaría de hacerlo, pues vio el estado de nerviosismo en que estaba su hermano y temió que cometiera algún error y alguien descubriera su intención de delatar a los conjurados. Quizás ya le seguían los pasos y lo estaban vigilando.

Tras el suicidio de Dimnos, Alejandro ordenó que buscaran a Filotas y lo trajeran para pedirle explicaciones. ¿Qué tenía que decir al respecto el hijo de Parmenión? Pues que creía que era una bravuconería de Dimnos y no le dio importancia, y que se sintió muy sorprendido por el suicidio del susodicho. En cualquiera caso -dijo-, el rey sabía de sobra cuáles eran sus sentimientos de lealtad. Alejandro, sin exteriorizar ninguna duda, le agradece sus explicaciones y le dice que puede retirarse, pidiéndole que siga sentándose a su mesa como siempre lo había hecho antes.

Nada más salir Filotas de la estancia, Alejandro convoca en secreto a sus hombres de confianza y fieles amigos como Hefestión, Crátero, Coino, Erigio, Pérdicas y Leonato. Nadie se fía de Filotas, el rey pide consejos y opiniones. Filotas no tenía ninguna posibilidad de salir bien librado, pues sus antecedentes no le favorecían en absoluto. Todos los allí presentes sabían lo arrogante y grosero que era Filotas y a ninguno de ellos le caía bien. Ya en Egipto se había mofado de Alejandro por haberse vestido con las ropas del dios Ammón. Más tarde, alguien le denunció acusándolo de estar tramando un complot contra el rey. Alejandro se negó a creer que tal cosa era cierta, cegado quizá por la estima hacia su padre. Otra de las perlas de las que todos estaban al corriente era que Filotas se jactaba ante su concubina, una tal Antígota, de que todas las victorias obtenidas en Asia se habían conseguido gracias a su padre y a él mismo, ridiculizando a Alejandro cuanto podía. Y junto a estas, muchas fanfarronadas más, que más tarde la concubina iba difundiendo entre los amigos de Alejandro que se acostaban con ella, para finalmente llegar hasta los oídos del mismo Alejandro.

Nada a lo que hubieran dado demasiada importancia, hasta el momento. Pero todo comenzaba a tener sentido ahora. Alejandro ya había tenido entre sus mejores generales a aquel Alejandro de Lincestia, que quiso atentar contra él años atrás. Su madre le había aconsejado que no confiara en él y no le hizo caso. Ahora, no dejaba de pensar que, Filotas no había sido partidario suyo cuando fue coronado rey. Pero ni siquiera esto, y siempre gracias a la amistad hacia su padre, se lo había tenido en cuenta. El tema no era como para seguir negándole importancia, pues todos sabían, y más que nadie Alejandro, que su padre, Filipo, había sido asesinado como resultado de una conjura que todavía no había sido resuelta del todo.

Alejandro pidió llevar el asunto con mucha cautela y que a la hora de la comida todos se comportasen con normalidad, pero más tarde debían reunirse para tomar decisiones. Durante la cena, Filotas se sentó, como de costumbre, a la mesa de Alejandro, junto a los más íntimos. Todo discurrió como si no hubiera ocurrido nada, pero llegada la media noche, tal como pidió Alejandro, y sin que Filotas supiera nada, se volvieron a reunir. Se refuerza la vigilancia en palacio y en las puertas de la ciudad. Además, todos los implicados en la conjura serían detenidos sin llamar la atención. Por último, se detiene a Filotas y se registra su casa. Fue una noche muy ajetreada.

A la mañana siguiente es reunido el ejército en asamblea. Nadie sabía nada, ni por qué les hacían comparecer. Alejandro aparece ante ellos y les pone al tanto de lo ocurrido. Siguiendo la costumbre macedónica, el ejército debía ser quien juzgara los hechos. Nicómaco, Cebalino y Metrón declaran como testigos. Se hace traer el cadáver de Dimnos y se dan los nombres de los cabecillas. Alejandro salió entonces a dar un discurso en el que saldrían a relucir cosas que siempre había callado, pues siempre se había negado a darles la importancia que otros le daban, pero que, después de los últimos acontecimientos, las veía más claras. Primeramente, informa a los asistentes sobre el hecho de que Filotas estaba al tanto de la conjura desde hacía dos días y no se lo había comunicado a nadie. Luego, sacó una carta, seguramente encontrada durante el registro de la casa donde se alojaba Filotas, que Parmenión le había dirigido a sus hijos. Decía lo siguiente: “Velad primero por vosotros, luego por los vuestros y alcanzaremos lo que nos proponemos.”

Para Alejandro, aquellas palabras venían a corroborar el propósito de llevar a cabo el más infame de los crímenes. Parmenión, por mucho que le doliera, estaba implicado en la conjura. No le tuvo en cuenta -siguió hablando Alejandro-, que después de la muerte de Filipo, Filotas se mostró partidario de que fuera coronado Amintas. Estando en Asia, enviado por Filipo para ir preparando la campaña, no se le ocurrió otra cosa que sublevarse al frente de sus tropas cuando supo que el rey fue asesinado. Podría haberlo perseguido y dado muerte -decía Alejandro-. Él, sin embargo, se lo había dejado pasar, siempre gracias a la lealtad mostrada por Parmenión. Como también dejó pasar el hecho de que Atalo (yerno de Parmenión), los persiguiera a él (Alejandro) y a su madre Olimpia. Nada de eso fue obstáculo para que él honrara a esa familia con toda clase de distinciones y pruebas de confianza. En reiteradas ocasiones había podido comprobar su carácter violento e impulsivo y su insensata soberbia. Su mismo padre lo había tenido que amonestar frecuentemente, ahora entendía perfectamente que lo hacía por miedo a que la insensatez de su hijo dejara el complot al descubierto antes de tiempo. Hacía ya mucho tiempo -ahora estaba convencido-, de que esa familia no le servía lealmente.

Alejandro llegó incluso a decir que la batalla de Gaugamela estuvo a punto de perderse por culpa de Parmenión. Algo que siempre había pensado y de lo que ahora no dudaba. Esto último, se intuye que es más una rabieta que un hecho demostrable, pues Parmenión se empleó a fondo contra la caballería de Darío. El descontento de Alejandro viene porque lo hizo llamar justo cuando emprendía la persecución del rey persa.

Los soldados habían escuchado las palabras de Alejandro conmovidos, con muestras de profunda indignación. Sin embargo, cuando vieron cómo era llevado ante ellos Filotas, con las manos atadas, muchos de ellos no pudieron evitar sentir pena por él. A continuación toma la palabra Amintas, que lo acusa de haber querido destruir con su plan las esperanzas de todos de volver a Grecia. Luego intervino Coino, cuñado de Filotas, en términos más duros aún, y dispuesto a emitir sentencia. Pero Alejandro le detuvo, pues antes, el reo tenía derecho a defenderse. Y para que el acusado pudiera hablar sin sentirse cohibido, Alejandro se retira.

Filotas niega la veracidad de todas las acusaciones que se han hecho contra él y les recuerda a todos los servicios prestados por su familia y por él mismo. Reconoce que silenció la denuncia de Cebalino, pero explica que lo hizo convencido de que todo era falso. No quería resultar molesto al rey, para que no ocurriera como el día que su padre le advirtió contra el brebaje de aquel médico que lo curó de las fiebres sufridas en Tarso.

Los macedonios no le creen y declaran a Filotas y a todos los implicados en la trama culpables de alta traición y los condenan a la pena de muerte. Alejandro suspende el juicio, pues quiere que Filotas confiese su culpabilidad y a ver qué puede averiguar sobre la implicación de su padre en aquel asunto. De nuevo se reúne en secreto con sus hombres de confianza. Hefestión, Crátero y Coino aconsejan torturar al reo y todos están de acuerdo. Alejandro les pide a los tres que estén presentes durante la tortura y sean testigos de la confesión.

Bajo el suplicio de la tortura, Filotas confiesa que su padre y él hablaron de atentar contra el rey, pero que no quisieron llevar a cabo ningún plan mientras Darío siguiera vivo, pues de lo contrario, los únicos beneficiados hubieran sido los persas. Unos argumentos que tenían bastante sentido. Sin embargo, Filotas declara que esta conjura había sido tramada por él sin el conocimiento de su padre, al cual deja al margen de todo. A la mañana siguiente, Filotas es llevado ante el ejército y ejecutado; atravesado por las lanzas de sus propios compañeros.

¿Qué sería ahora de Parmenión? El veterano general gozaba de gran prestigio entre sus hombres y en esos momentos se encontraba custodiando los tesoros que se le habían confiado. Parmenión podía convertirse ahora en un gran problema para Alejandro, por lo que, la decisión que se tomara respecto a él, debía tomarse con la mayor brevedad posible, antes de que alguien se les adelantara con la noticia de que su hijo había sido ejecutado. El general no estaba implicado en aquella conjura, pero era culpable de llevar años incitando a su hijo a conspirar. Podría enviar a detenerlo, pero nadie podía aventurar cuál sería la reacción de sus tropas, tan afectas a él. En tales circunstancias, Alejandro no tenía elección. Parmenión debía morir.

La enorme distancia (más de 1000 kilómetros) que separa la capital de Drangiana de Ecbatana, donde se encontraba Parmenión, fue recorrida por Polidamas, del círculo de los hetairos, junto a dos árabes, en solo 12 días a lomos de camellos. Llegaron y encontraron a Parmenión en su jardín. Le dijeron que traían una carta de parte de Alejandro, Parmenión, confiado, cogió la carta, y mientras se disponía a leerla, Polidamas le clavó la espada en el corazón. Luego le cortó la cabeza para llevársela a Alejandro y salió huyendo antes de que los soldados pudieran encontrarle. Pero ahí no acabaría todo; en los días siguientes saldrían los nombres de algunos traidores más, que fueron igualmente ejecutados. Amintas, otro de los mejores generales de Alejandro, también fue acusado, pero supo exponer una buena defensa y demostrar su lealtad, hasta el punto de que Alejandro siguió confiando en él y le compensó con honores.


Dos conjuras en una

Y ahora vienen algunas preguntas. ¿De verdad Filotas y Parmenión estuvieron implicados en una conjura contra Alejandro? Filotas era un arrogante y no gozaba de mucha popularidad entre sus compañeros, eso parece bastante claro. El hecho de no denunciar la conjura ya le delata y hace pensar que estaba implicado, pero, ¿y su padre? Hay quien piensa, con bastante fundamento además, que Parmenión siempre había sido un hombre leal, pero que sin embargo no veía con buenos ojos el rumbo que había tomado la conquista de Asia. Él siempre había intentado aconsejar bien a Alejandro, pero al final hacía lo que le venía en gana. Hoy nos puede parecer un crimen aberrante el hecho de asesinar a un rey por no manejar bien los asuntos de estado, pero las cosas se arreglaban de esta manera en aquellos tiempos. Y sí, parece ser que, si no fue Parmenio el que promovió la conjura, estaba al tanto de que su hijo tramaba algo y que él intentaba retenerlo para que no fuera un insensato y esperara el momento adecuado. Pero todo indica que esta no fue la conjura de Filotas. Paralelamente hubo otra conjura. No se sabe si Filotas lo sabía ya o se enteró en el momento en que fue a contárselo Cebalino, pero sea como fuere, a Filotas le venía bien que otros hicieran el trabajo por él. Y Alejandro, sin saberlo, aplastó dos conjuras a la vez. Pero, ¿quién promovió esta otra conjura?

Hay además otra pregunta: ¿A quién pensaban nombrar rey una vez muerto Alejandro? Al hermanastro de Alejandro, Arridaio, nadie lo consideraba como para ser rey, a pesar de que estaba a cargo de un ejército. Impensable se hace también que a nadie se le hubiera ocurrido sentar en el trono a Filotas, entre otras cosas que ya sabemos, porque esta no era su conjura, y lo mismo podemos decir de Parmenión. Pero había un personaje que llevaba tres años encerrado, cuyo suegro no paraba de infiltrar espías en Asia y hasta el mismo corazón del ejército macedonio. El preso era Alejandro, el lincestio, aquel que se puso al servicio de Darío y se disponía a preparar el asesinato de Alejandro. Ya sabemos quién era su suegro, Antípatro, el regente de Macedonia, Alejandro mismo lo había dejado ocupando este cargo. Pero, ¿qué había estado haciendo Antípatro todo este tiempo? Según las cartas enviadas por Olimpia a su hijo, el general se había vuelto desleal y ella se había tenido que exiliar a Épiro en el año 331. Aunque no son más que teorías, no sería descabellado pensar que Alejandro el lincestio podría haber sido el elegido para nombrarlo rey una vez hubieran acabado con la vida de Alejandro. De esta manera podrían ganarse el apoyo del que en esos momentos era el personaje más poderoso de Macedonia, en ausencia de Alejandro. Pero por desgracia, la conjura fue abortada y ahora el lincestio estaba en boca de todos los soldados. Si Filotas había sido condenado a muerte, el lincestio debía morir también. Alejandro no podía negarse y no lo hizo, el lincestio fue ejecutado esos días, mientras en la lejanía Antípatro tomaba buena nota.

El paso del Indukush

En Bactriana, Bessos había sido proclamado rey y ahora se hacía llamar Artajerjes. Allí se preparaba sin descanso ante el esperado avance macedonio. Además de las tropas que le acompañaban después de asesinar a Darío, había conseguido 7.000 jinetes y algunos miles de infantes más. Algunos de los grandes del antiguo imperio todavía seguían a su lado y se encargarían de fomentar insurrecciones en Partia y Aria por lo que, Alejandro se vio obligado a enviar tropas a aquellas provincias. Aquel invierno del año 330 al 329, Alejandro se puso de nuevo en marcha hacia las montañas indias de Indokush en el Cáucaso índico, cerca del actual Kabul en Afganistán. Una vez llegaron a sus faldas pudieron comprobar cómo un espeso manto de nieve las cubría por completo haciendo inaccesible cualquiera de sus desfiladeros, así que acamparon a la espera de que llegara la primavera.

 
Pasados los días más fríos del invierno reanudaron la marcha por profundos desfiladeros que ocultaban el sol casi todo el día, a través de rocas escarpadas y glaciares que hacían que el aire aún fuera muy frío y la nieve espesa. Los caminos eran intransitables, aunque tuvieron la suerte de encontrar algunas pacíficas aldeas de pastores que ofrecieron sus ganados. Fue una travesía infernal que duró dos semanas, para entrar en una zona de campos arrasados y pueblos incendiados. No había nada que comer, solo hierba y hubo que sacrificar mulas de carga. Aquello había sido obra de Bessos, que sabiendo que el ejército de Alejandro llegaría exhausto, quiso prepararle aquella bienvenida, para que no encontraran nada que comer, si una sola casa que pudiera ofrecerles ayuda. Pero aquel ejército no era un ejército cualquiera, y aun habiendo perdido muchos caballos y hombres, el decimoquinto día llegaron a Drapsaca (Inderap) la primera ciudad bactriana, donde pudieron por fin darse un respiro. Los macedonios se dieron cuenta enseguida de que se adentraban en un país muy distinto a aquellos por los que hasta ahora habían pasado. Aquella cordillera que todavía no habían acabado de atravesar ya era distinta, quizás la cadena montañosa más agreste y mortífera que habían cruzado. Tras un merecido descanso se pusieron de nuevo en marcha. Todavía tenían que cruzar los pasos de la vertiente norte para luego descender a las llanuras de Bactriana.

Bessos creyó que la montaña y finalmente las tierras arrasadas impedirían que el ejército macedonio llegara a la Bactriana. Pero en vistas de que nada ni nadie los detenía se cagó las patas abajo y salió echando leches a refugiarse en Nautaca, en la provincia Sogdiana. Con él salieron algunos miles de soldados, pero los jinetes bactrianos, al ver que su tierra era abandonada a la suerte de Alejandro, dieron media vuelta y se dispersaron. Los que siguieron con él, no tardaron en darse cuenta de que el nuevo rey Artajerjes no daba la talla. Un rey que no paraba de huir ante la presencia de Alejandro no hacía más que defraudar a quienes lo apoyaban. Espitámenes, Datafernes, Catanes y Oxiartes, informados de la proximidad de Alejandro, creyeron que había llegado la hora de ponerse de su parte. Bessos fue encadenado y Alejandro recibió la noticia de que estaban dispuestos a entregárselo. Ptolomeo, al mando de seis mil hombres, se adelantaron y llegaron a hasta las murallas de un pequeño pueblo. Ptolomeo hizo saber que si le entregaban al prisionero sus vidas serían respetadas. Las puertas se abrieron y los macedonios, al entrar, encontraron a Bessos y una pequeña tropa que habían dejado con él. Espitámenes y los demás cabecillas se habían marchado, pues habían sentido vergüenza de entregarlo personalmente.

Alejandro había ordenado, que cuando él lo encontrase, Bessos debía estar desnudo y encadenado a la derecha del camino y Ptolomeo así se lo presentó. Cuando llegó hasta él, Alejandro paró su carro y le preguntó por qué había traicionado a Darío. Bessos le contestó que lo que había hecho, lo hizo de acuerdo a lo que pensaban los demás y con la esperanza de congraciarse con él, con Alejando. Acto seguido ordenó que fuera azotado para luego ser enviado a Bactra, donde sería juzgado de acuerdo a las costumbres del lugar. Alejandro no quiso entrometerse a la hora de juzgar el asesinato del rey persa y por eso no impuso la justicia macedónica. Las costumbres del lugar, osea, las persas, no es que fueran unas costumbres muy cariñosas en estos casos. Una vez declarado culpable, la costumbre era cortarle la nariz y las orejas, para luego amarrarlo a dos ramas de árboles flexibles que una vez eran soltadas partían el cuerpo del reo en dos. Una costumbre que era una guarrería, pues lo ponían todo perdido de sangre y cachos de carne. Esos sí, los perros se ponían las botas.

Y ahora, ¿qué pensaba hacer Alejandro? Pues ni más ni menos que ir más allá. Hasta los confines del imperio. Fue cuando se rebelaron las unidades de caballería que habían servido con Parmenión. No estaban dispuestos a alejarse más del mundo conocido por ellos. Alejandro pensó que quizás tenían razón y por un momento se planteó dar por terminado el viaje, pero fue solo por un momento; Alejandro los dejó marchar, ya reclutaría tropas entre los persas. Él partió desde el río Oxus hasta Maracanda (actual Samarcanda) en Uzbekistán. Más al noreste llegaron al río Jaxartes (Syr Darya) frontera nororiental del imperio. Sospechaban que este río desembocaba en el gran océano que entonces se pensaba que rodeaba la tierra. Pero el río, cuya corriente va hacia el norte y luego gira hacia el noroeste desemboca en un gran lago, el mar de Aral.

Alejandro se sorprendió cuando llegaron a recibirles embajadores de pueblos que habitaban al norte, más allá de lo que él pensaba que ya era océano. Pedían su alianza en las guerras que libraban entre ellos. Pero él ya tenía bastante con sus propias guerras como para inmiscuirse otros conflictos. Su viaje por las actuales Afganistán, Uzbekistán y Turkmenistán le estaban dando demasiados quebraderos de cabeza. Pueblos demasiado rebeldes donde los baños de sangre no servían para nada. Cuando lograba apaciguar un lugar, inmediatamente había otro que se rebelaba. Para intentar controlar la situación, Alejandro fue nombrando sátrapas de confianza. Uno de ellos fue Clito, al cual nombró sátrapa de Bactria y Sogdiana. Fue en el otoño del año 328, cuando decidió marchar a Maracanda (Samarcanda), para pasar un tiempo antes de retirarse a invernar en Nautaca. Allí se produjo el nombramiento de Clio, hombre de confianza que había luchado a su lado desde el principio y que incluso llegó a salvar la vida de Alejandro durante la batalla del Gránico.

De los relatos de Plutarco, Arriano, Curcio y Justino, se desprende que quizás Clito no estuviera demasiado entusiasmado con aquel nombramiento. Posiblemente, era el lugar donde mejor servicio le haría a Alejandro en aquel momento, cuando aquellas provincias eran más conflictivas. Pero Clito siempre había luchado al lado de Alejandro y después de la muerte de Filotas compartía el mando de la caballería con Hefestión, por lo que, aquel nombramiento puede que se lo tomara como una degradación más que como un privilegio.
Durante la festividad del dios del vino Dioniso, Alejandro, en vez de hacer sacrificios en honor a este dios, los hizo en honor a Castor y Polux, sin que quede muy claro por qué hizo esto. Durante la fiesta se bebió hasta la extenuación. Entre los temas de conversación se hablaba de los grandes héroes como Hércules, hijo de Zeus, pero, según decían, ninguna hazaña fue tan grande como la conseguida por su rey Alejandro. No se sabe si el mismo Alejandro intervino en el debate, pero sí lo hizo Clito.
Con anterioridad se ha contado cómo a Alejandro le inculcaron desde niño que era hijo del dios Zeus-Amón y cómo una vez en Egipto visitó su templo. Nadie puede asegurar si Alejandro alguna vez se creyó verdaderamente ser un dios, pero según sus hombres, del templo de Amón salió distinto y comportándose como tal. Esto, unido a que en los últimos años había comenzado a orientalizarse, fueron las causas por las que algunos de sus generales hubieran conspirado contra él, o no le miraran como antes. Clito seguía leal a Alejandro, pero en el fondo reprobaba la conducta de Alejandro, y el vino hizo que aquel sentimiento aflorara. Clito criticó las comparaciones entre Alejandro y los antiguos héroes, argumentando que las hazañas de Alejandro no eran solo mérito suyo, sino de todos los macedonios que habían luchado junto a él. Pero los aduladores de Alejandro, no solo se reafirmaban en que Alejandro era más grande, sino que incluso había hecho más méritos que el rey Filipo. Clito, que había servido junto a Filipo, se sintió ofendido por las declaraciones. Parece ser que todo aquello era cosa de los más jóvenes, que para ellos no había más héroe que Alejandro, sin embargo, a los que tenían cierta edad y habían servido junto a Filipo, no les hacía ninguna gracia.
La conversación fue subiendo de tono y estalló cuando Clito le reprochó a Alejandro que lo había nombrado sátrapa para degradarlo, se rió de él por creerse un dios y le echó en cara, que para ser un dios él había tenido que salvarle la vida. Alejandro no pudo contenerse más y se lanzó hacia él con la intención de golpearle, aunque fue sujetado y no pudo llegar hasta Clito, que seguía profiriendo insultos. Alejandro echó mano a su cuchillo, pero alguien se lo había quitado para que no hiciera ninguna locura. Ciertamente, Alejandro estaba fuera de sí, cogió una lanza de uno de los miembros de su guardia y con ella atravesó a Clito.
La fiesta acabó en tragedia. Todos quedaron atónitos, Alejandro más que ninguno, al darse cuenta de lo que había hecho. Plutarco nos cuenta que el arrepentimiento de Alejandro fue inmediato y tan grande, que intentó clavarse la misma lanza en su propio pecho y lo hubiera hecho si los guardias no le hubieran sujetado y llevado a la fuerza hasta su tienda, donde pasó llorando amargamente toda la noche y el día siguiente, sin encontrar otro consuelo que el alcohol; y en él se refugió un día tras otro. Se volvió huraño e intratable y respondía con violencia.
Sus oficiales decidieron hacer algo por él enviándole un filósofo para que hiciera las funciones de psicólogo. Era un hombre de suaves y educadas maneras, según Plutarco. Se llamaba Calístenes y era sobrino de Aristóteles. Toda palabra que salió por su boca fue rechazada por Alejandro y Calístenes salió de su tienda sin saber qué más podía hacer. Los oficiales, entonces, decidieron poner en marcha una estrategia contraria a la anterior y enviaron a Anaxarco. Su entrada a la tienda de Alejandro fue gritando “¿Es este el Alejandro del que todo el mundo está pendiente, el que está tumbado llorando como un esclavo por miedo a la censura y al reproche de los demás?” Luego, con más calma le dijo que un rey nunca se equivoca, que se había comportado de acuerdo a la voluntad de los dioses y que, probablemente, todo había ocurrido porque Dioniso se estaba vengando por no haber recibido ningún sacrificio en honor suyo. Las palabras de Anaxarco hicieron su efecto y decidió ofrecer sacrificios al dios Dioniso para calmar su enfado. Después de esto se propuso olvidar el desgraciado incidente que acabó en la muerte de Clito.
Hay quien ve una similitud en los tres días apartado de todos llorando a Clito, con la retirada de tres días que protagonizó Aquiles en Troya mientras lloraba la muerte de Patroclo. Nadie duda de que el pesar de Alejandro era sincero, sin embargo, parece como si hubiera querido emular al que consideraba antepasado suyo. Recuperado ya del todo y pasados diez días ordena iniciar los preparativos para pasar el invierno del 328 al 327 en la región de Nautaca. Los generales de Alejandro tenían bajo control la zona, pero aún había una plaza fuerte que le preocupaba dejar tras de sí sin haber sido controlada por completo: la Roca Sogdiana, una fortaleza encima de una peña de difícil acceso. Pero si había dos palabras que Alejandro desconocía eran difícil e imposible, y la Roca cayó. Y si había algo que Alejandro admirara era la valentía de sus oponentes. Oxiartes había defendido la Roca con valentía, aunque al final, viéndose perdido tuvo que negociar la rendición. Oxiartes fue confirmado en su cargo, el cual ofreció un banquete a los macedonios en agradecimiento. En la fiesta había un grupo de jóvenes mujeres entre las que se encontraba la hija de Oxiartes. Según cuentan los cronistas de la época, Roxana, así se llamaba la chica, era la mujer más bella de Asia, solo comparable a Estatira, la difunta reina y esposa de Darío. Cuando la vio Alejandro, quedó prendado de ella y de inmediato le pidió a su padre matrimonio. Podría haberla hecho su esposa por derecho de conquista, pero prefirió ser cortés.
Quizás esta cortesía iba dirigida a contentar a su suegro, con el fin de poder dejar el territorio apaciguado antes de partir hacia la india. Los autores antiguos no dudan de que Alejandro se enamoró de Roxana, pero está claro que el matrimonio le beneficiaba políticamente. Así y todo, no le beneficiaba en nada con respecto a sus hombres, que según nos cuenta Curcio, se sentían avergonzados con esta decisión:
“De este modo, el rey de Asia y Europa, se unió en matrimonio a quien había sido introducida en medio de las atracciones del banquete y de la cautiva habría de nacer el que gobernara a los vencedores. Les avergonzaba a sus amigos que hubiera elegido a su suegro de entre los vencidos en medio del vino y el banquete.”
Poco después de su boda con Roxana nacería el primer hijo de Alejandro, pero no de ella, sino de su concubina Barsine, la cual le acompañaba desde el año 333. El nombre del niño fue Hércules o Heracles, que sería el equivalente en Griego.
En los meses siguientes comenzaron los preparativos para marchar a la India. Parece que durante esos preparativos Alejandro tomó la decisión de que al dirigirse a él, tanto persas como macedonios, se prosternaran en señal de adoración. Fue la llamada proskynesis, gesto que formaba parte del ritual persa cuando se dirigían a sus reyes. Un ritual que en Grecia estaba reservado solo al dirigirse a los dioses. Una medida que aumentó más los recelos que los macedonios tenían con su rey. Por eso Curcio continúa contándonos las murmuraciones de sus hombres:
“Después de la muerte de Clito, desaparecida la libertad, a todo decían que sí, que es lo que más les convertía en esclavos”.
¿Se había vuelto Alejandro un tirano o verdaderamente se creía un dios? ¿Después de años al frente de sus hombres como un compañero más, ahora les pide reverencias? Si se creía o no un dios nunca lo sabremos, pero en lo de pedir reverencias en señal de respeto quizá tuvieron mucho que ver los filósofos y poetas que le circundaban, pues ellos fueron los que constantemente le adulaban como hijo de Zeus Amón. En cualquier caso, el malestar entre los macedonios estaba servido, pues si para los persas era algo normal inclinarse ante el rey, para los macedonios era algo humillante y esperpéntico, pues se les estaba pidiendo que se inclinasen ante su líder, que ahora se creía un dios.

Los filósofos que influyeron en Alejandro

La vinculación de Aristóteles a los reyes de Macedonia vino a través de su padre Nicómaco, que fue médico de la corte de Amintas III, padre de Filipo II. Iniciado desde muy niño en la medicina, Aristóteles pronto se encaminó hacia la filosofía y con 17 años fue enviado a Atenas a estudiar en la academia de Platón, donde fue un discípulo destacado. Cuando la academia pasó a manos de Espeusipo, sobrino de Platón, muchos han querido ver que entre Platón y Aristóteles no había muy buena relación, pero esto no tuvo por qué ser así, pues nada hay de raro que la dirección de la academia pasara a manos de un sobrino, por muy destacado que fuera el macedonio. Y aquí es donde otros ven el motivo principal, pues los políticos atenienses no hubieran aceptado a un “bárbaro” al frente de la mejor academia de Atenas. En cualquier caso, parece ser que aquello fue una humillación para Aristóteles.

La revancha de Aristóteles vendría cuando Filipo lo llamó para hacerse cargo de la educación de Alejandro. Ni él mismo hubiera imaginado que se convertiría en el tutor del que llegaría a ser el conquistador más grande de todos los tiempos, una referencia incluso para otros grandes como Julio César en el futuro. Las enseñanzas de Aristóteles despertaron en Alejandro su pasión por la geografía y su afán por descubrir lugares como el gran desierto o llegar hasta donde acababa el mundo y comenzaba un gran océano. Pero también le enseño justicia, retórica, y en general, moldeó la personalidad de Alejandro, para que los logros del futuro rey no solo giraran en torno a la disciplina militar.

Diógenes de Sínope nació hacia el 412, el mismo día que murió Sócrates, o al menos eso es lo que afirma Plutarco. Según cuenta la tradición, Alejandro, a su paso por Corinto, aprovechando su visita a Atenas, (seguramente cuando lo envió Filipo a negociar después de la batalla de Queronea, con poco más de 16 años), preguntó dónde podía ver a Diógenes. Allí, en Corinto, lo encontró tomando el sol al lado de una gran tinaja. La tinaja era su casa, y la desplazaba rodando de un lado a otro, acompañado de unos cuantos perros. Diógenes, llamado el cínico, fue pupilo de Antístenes, que a su vez fue discípulo de Sócrates, para más tarde convertirse en un indigente que vagabundeaba por las calles de Atenas. Según él, la extrema pobreza era una virtud y sus únicas pertenencias eran una manta, un cuenco para beber y poco más. Un día vio a un niño beber recogiendo el agua con sus propias manos; entonces tiró el cuenco.
Su estilo de vida y sus enseñanzas propiciaron que fuera detenido varias veces y fuera considerado un loco. Hacía sus necesidades en publico y a veces iba por la calle con un farol encendido en pleno día gritando: “¡Busco hombres honrados! Ni con el farol encendido puedo encontrarlos.” No es de extrañar, que habiendo oído hablar de él, Alejandro quisiera conocerle. Cuando lo encontró estaba tumbado al sol y absorto en sus pensamientos, según las crónicas de Plutarco.
-Soy Alejandro-, le dijo.
-Y yo Diógenes, el perro- le contestó.
-¿Por qué te llaman Diógenes el perro?
-Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y a los malos les muerdo.
La escolta de Alejandro y los curiosos que se habían congregado alrededor murmuraban y reían. A continuación, y en vista de que Diógenes vivía en la más absoluta pobreza, Alejandro quiso ser generoso con el filósofo.
-¿En qué puedo ayudarte? Pídeme lo que quieras.
A lo que Diógenes le respondió:
-Podrías apartarte, me tapas el sol.
Aquello causó tanto asombro, que los curiosos temieron la ira de Alejandro ante tal impertinencia. Pero Alejandro no reaccionó y continuó la conversación con normalidad.
-¿No me temes?
Diógenes contestó con otra pregunta:
-¿Te consideras un buen o un mal hombre?
-Soy un hombre bueno-, contestó Alejandro.
-Entonces... ¿por qué habría de temerte?
Más asombro, más murmuraciones entre sus hombres y entre los curiosos. ¿Qué tenia Alejandro que decir a esto? Todos salieron de dudas cuando, dirigiéndose a los presentes, sentenció:
-Si no fuera Alejandro, me gustaría ser Diógenes.
No fue el único encuentro entre Alejandro y el filósofo; por lo que cuenta Dión de Prusa, tuvieron ocasión de hablar más pausadamente, cuya conversación influyó profundamente en la forma de pensar del rey macedonio. Según Dión, Diógenes, al saber de los propósitos de conquista del joven rey, le habría dicho lo siguiente:
“Si conquistas toda Europa pero no beneficias al pueblo de esta región, entonces no eres útil. Si conquistas África y Asia enteras pero no beneficias a los pueblos de estas regiones, de nuevo no estás resultando beneficioso ni útil.”
¿Pudiera ser que Alejandro hubiera aplicado los consejos de Diógenes y fue por eso que quiso beneficiar a los persas haciéndoles partícipes de su conquista? Nadie está seguro de la autenticidad de estas crónicas, pero lo cierto es que, las enseñanzas de Diógenes y Aristóteles eran muy diferentes. Tan diferentes como los filósofos que acompañaban a Alejandro a través de Asia en el momento en que se descubre una nueva conjura para asesinarlo.
Calístenes era sobrino segundo de Aristóteles y se alistó a la gran aventura de Alejandro por recomendación de su tío, con la finalidad de ir escribiendo todos los acontecimientos que el rey estaba por protagonizar. Anaxarco había sido pupilo de otro Diógenes, el de Esmirna, y también lo fue de Metrodoro de Quios. Conocía a Alejandro y también decidió embarcarse con el a la conquista de Asia. Debían tener cierta amistad y le hablaba siempre con franqueza, quizás con demasiado peloteo, a veces, cosa que le criticaba Calístenes, pues, mientras Anaxarco ponderaba sus hazañas y no tenía reparos en compararlas con las hazañas de los dioses, Calístenes era más comedido, haciéndole ver que solo era un hombre que debía tener los pies en el suelo. Y sobre todo, le recordaba que era griego y debía seguir comportándose como tal, allá donde estuviera.
Nadie está seguro de si Calístenes estuvo implicado en la nueva conjura, pero hay quien cree que la proskynesis fue la gota que colmó el vaso, y al ver el malestar de los macedonios fue él quien los incitó a asesinar a Alejandro. Calístenes fue detenido y no se sabe con seguridad si fue ejecutado o solo encarcelado, pero cuando allá en Macedonia, a Aristóteles le llegó la noticia de lo sucedido a su sobrino, se dio a la fuga por si a alguien le diera por pensar que él podía estar implicado en la conjura, o simplemente porque era habitual en la época extender las ejecuciones a los familiares de los sentenciados a muerte.


Hidaspes, la última gran batalla de Alejandro

El ejército macedonio seguía su marcha siguiendo la orilla del río Indo. Habían llegado a la frontera más oriental del imperio. Se encontraban en la actual Pakistán, cuando recibieron la visita de Taxila para pedir ayuda contra el rey Poro, gobernante de un territorio al este del Hidaspes. A Alejandro le entusiasmó la idea de adentrarse en la India a conquistar nuevos territorios y aceptó. El mundo era más grande aún de lo que le había contado Aristóteles y él quería llegar hasta el final. Era el verano de 327 estando cerca de la actúal Kabul cuando emprendieron la marcha. Eran aproximadamente 40.000 hombres. Alejandro dividió el ejército en dos. Hefestión cruzaría el paso de Khiber y él avanzaría por otra ruta más al norte. Casi un año más tarde, para la primavera del 326, Alejandro y Hefestión volvieron a juntarse. Sorprende hoy día que se hable de estas divisiones que van por rutas diferentes y vuelven a juntarse después de cientos de kilómetro, a veces miles, cuando ni siquiera existían las brújulas ni más tipo de comunicaciones que mensajeros a caballo. Para llevar a cabo semejantes aventuras no cabe otra explicación que proveerse de los mejores guías locales que conocieran a la perfección el territorio.
Cuentan que el rey Poro era el general más capaz y valiente al que Alejandro se había enfrentado jamás. Su ejército se componía de 30.000 infantes y 40.000 jinetes, además de contar con 200 elefantes. Poro les esperaba al otro lado del río Hidaspes, donde habían construido un fuerte. Los elefantes eran perfectamente visibles; era lo que Poro quería, para que los hombres de Alejandro se sintieran intimidados. Alejandro sabía que no era buena idea cruzar el río en ese momento, y aún así ordenó que hicieran intentos en diferentes puntos, a la vista de Poro. Y mientras los hombres de Poro permanecían entretenidos rechazando los intentos de cruce, Alejandro se había llevado a 5000 jinetes y 6000 infantes río arriba. Cuando Poro se dio cuenta del engaño, los macedonios ya habían cruzado el río.
Poro envió fuerzas al encuentro de Alejandro, pero los macedonios acabaron rápidamente con ellos y siguieron avanzando. Dejando una paqueña guarnición en el fuerte, Poro reunió la mayor parte de su ejército y se encaminó a hacer frente a Alejandro. Los elefantes suponían el mayor escollo, los caballos se asustaban nada más verlos, por lo que, Alejandro no podía arriesgarse a ordenar un ataque frontal. Debía ser la infantería la encargada de derribar a los que conducían los elefantes. Pero si ordenaba cargar a la infantería, la caballería india acabaría con ellos. Alejandro envió a sus arqueros a fustigar el ala derecha de Poro, y éste entonces envió a su caballería a ayudarles, era lo que Alejandro esperaba para atacar por el centro con la infantería mientras él acudía con sus jinetes a enfrentarse a los de Poro. El rey indio desplazó sus elefantes hacia su izquierda dejando el centro descubierto. Era otro de los movimientos previstos por Alejandro, que aprovechó la ocasión para entrar por ahí y provocar el descontrol total sobre los indios. Según cuenta arriano, la infantería india se replegó contra los elefantes “como si fueran un muro amigo en el que refugiarse”. Los arqueros de Alejandro fueron derribando uno a uno a los conductores de elefantes, que al verse sin nadie que los guiara salieron huyendo. Libre de estos animales, los macedonios cruzaron el campo de batalla arrollando a los indios y obteniendo una victoria total.
La batalla, aquí contada en breves líneas, duró ocho horas y Poro perdió unos doce mil hombres, mientras Alejandro perdió solo un millar. Quizás, lo más doloroso para Alejandro fue que su caballo Bucéfalo, tan querido por él, murió durante esta batalla. Estén o no manipuladas las cifras, Alejandro obtuvo una gran victoria en los remotos confines de la India, donde el rey Poro resultó herido. La batalla había sido, posiblemente la más dura librada por Alejandro, encontrando una resistencia sin igual. Poro seguía aguantando, herido, sin querer rendirse, arrojando lanzas desde encima de su elefante, hasta que la pérdida de sangre lo debilitó y cayó al suelo. Alejandro cabalgó hasta él, y a través de un intérprete le pregunto cómo esperaba ser tratado. Poro, haciendo un gran esfuerzo, se levantó. Era un tipo de una gran estatura, y le contestó que esperaba ser tratado como un rey. Alejandro, admirado por su coraje y valentía, lo convirtió en aliado y amigo. Además, para disgusto de los soldados macedonios, prohibió que el reino de Poro fuera saqueado.
A sus hombres no les hizo gracia la decisión de Alejandro. ¿Qué le pasaba? ¿Se había vuelto su rey un “alipollao” que dejaba a sus enemigos en el poder después de vencerlos y además renunciaba a su derecho al saqueo y hacerse con los ricos botines del lugar? Pero a Alejandro parecía ya no estar interesado en aumentar sus tesoros arrasando aldeas. Su interés se centraba más en llegar hasta el fin del mundo, dejando tras de sí aliados que no fueran para él un peligro al volver. Si es que alguna vez decidía dar la vuelta.


Las ciudades de Alejandro 

Cada ciudad que Alejandro fundaba era nombraba como Alejandría. Otras, ya existentes, también eran renombradas con el mismo nombre. A la Alejandría egípcia habría que añadir Alejandía de Cilicia (Actual Alejandreta) en Turquía, Alejandría de Aracosia, Alejandría de Aria y Alejandría de Bactriana en Afganistán, Alejandría de Carmania en Irán, Alejandría de Margiana en Turkmenistán, y muchas más. Alejandría de Bucéfala fue fundada en honor a su caballo, cerca de donde fue enterrado. Bucéfalo tenía ya al menos 30 años, casi la misma edad que Alejandro. Nadie está seguro de las causas de su muerte. Pudo ser por las heridas causadas durante la batalla o por cansancio, debido a la edad.
Estas ciudades no perdurarían en el tiempo debido a que los hombres de Alejandro acabarían abandonándolas. La India era un lugar demasiado lejano, estaban completamente incomunicados con el resto del imperio. Aparecían tribus hostiles por todas partes y el clima tropical era asfixiante. Durante sesenta días, según Diodoro, caminaron bajo una incesante lluvia. Aparecieron las fiebres y las enfermedades extrañas. Las ropas se convirtieron en harapos y las armaduras se oxidaron. Y al final del verano cuando llegaron al río Hifasis, actual río Beas, cuyas aguas bajaban del Himalaya. Las lluvias cesaron y el cielo se aclaró para dejar ante su vista la impresionante silueta de los picos del Himalaya, cubiertos de nieve y brillando bajo el sol.


Los deslumbrantes picos del Himalaya

Aquellas montañas marcarían el fin del mundo y a partir de ellas comenzaría el gran océano que lo rodeaba todo, eso pensaba Alejandro, hasta que apareció alguien que le dio informes sobre el lugar. Más allá del Himalaya se extendían grandes y ricos territorios como los de un rey que poseía un ejército de 250.000 hombres y miles de elefantes. Solo tenían que atravesar un caudaloso río llamado Ganges, a pocas semanas de allí. Aquellas noticias encendieron en Alejandro el afán de continuar adelante, mientras en sus hombres se extendía la desesperación por ver que su rey no se detendría jamás. Alejandro entonces reunió a sus generales y les dio un discurso donde les hacía ver sus intenciones de llegar hasta el gran océano exterior y de demostrarles que tanto el mar Caspio como el golfo Pérsico se unen a él. Cuando consiguieran llegar a ese gran océano, todo el mundo les pertenecería. Alejandro, en esos momentos, dejaba de ser un dios para convertirse, otra vez, en su rey y compañero. En otras circunstancias, su oratoria hubiera hecho el efecto que había hecho tiempo atrás, pero en aquellos momentos, viendo el estado de ánimo de los hombres, y sin dejar de mirar aquellas bellas y a la vez misteriosas montañas que no les causaba otra cosa que no fuera inquietud y temor, los generales permanecían callados. “Hablad”, les pidió Alejandro. Pero sus generales no hablaban. Lloraban. Finalmente, un general llamado Coenius, dio un paso al frente y habló. Coenius era un hombre noble que había ido ascendiendo desde soldado raso, batalla a batalla, demostrando su valía, hasta llegar a general. Arriano nos describe cómo tímidamente le fue hablando de todas las batallas y triunfos en los que habían acompañado a su rey, y poco a poco, sus palabras se hicieron más fluidas:“¡Vuelve, Alejandro! Vuelve a tu país natal, visita a tu madre y lleva a la tierra de tus antepasados la historia de tantas y tan grandes victorias. Después, si lo deseas, comienza una nueva y renovada expedición… ¡El autocontrol es, Alejandro, en medio de la niebla del éxito, la más noble de las virtudes!”. Cuando acabó de decir esto, sus compañeros rompieron también el silencio gritando vítores. Alejandro giró sobre sus talones y sin decir nada se encerró en su tienda durante tres días. Al tercer día de su encierro, Alejandro llamó a su tienda a sus adivinos y les pidió que averiguaran la opinión de los dioses sobre si debía seguir adelante o no. Los adivinos sabían de sobra que animar a Alejandro a seguir adelante con un buen presagio podía desembocar en una deserción del ejército, y quisieron evitar tan desagradable situación para que su rey no se sintiera humillado. Después de sus rituales, sus conclusiones fueron: “los dioses no quieren que cruces el Hifasis.” “Muy bien”, contestó Alejandro, “Volvemos a casa.” Alejandro dio su brazo a torcer. Volverían, sí, pero por la ruta que él eligiera, los dioses no habían dicho nada de explorar el sur. Volvieron hasta el Hidaspis, y una vez allí se embarcaron en una flotilla hasta llegar al Chenab y luego al Indo, para poner rumbo hacia el sur. Era noviembre de 326. Aquello le dio oportunidad de hacer nuevas conquistas. En el asedio de una ciudad sufrió graves heridas que casi acaban con su vida. Muchos de sus hombres le creyeron muerto y sintieron terror, pues si alguien podía llevarlos de vuelta a casa, ese era Alejandro, sin su rey se sentían indefensos e incapaces de hacerlo. Para la primavera de 325 Alejandro estaba ya completamente recuperado de sus heridas. Continuando por el Indo llegaron a su desembocadura aquel verano; Alejandro no pudo contener su alegría al divisar por fin el gran océano. Había alcanzado el límite sur del mundo. Habían llegado al mar de Arabia, el océano Índico. El viaje de vuelta duraba ya un año y aún no habían puesto rumbo oeste. Estaban igual de lejos de casa, por eso los hombres no compartían la alegría de Alejandro, y por otra parte, el océano, que para ellos significaba el fin del mundo, les producía miedo, por lo que, pidieron a Alejandro reanudar el viaje cuanto antes. Su rey estuvo de acuerdo y puso por fin rumbo oeste. El grueso del ejército viajaría algo más al norte, bordeando el desierto. Otra parte navegaría por mar con buena parte del bagaje, Alejandro y los demás, junto a las mujeres y niños que les acompañaban, irían por tierra bordeando la costa. Cada cierto tiempo se encontraría la expedición de mar con la de tierra, que le proporcionaría víveres y agua. Pero el viaje se fue haciendo cada día más penoso debido a lo escarpado de la costa y tuvieron que cambiar la ruta hacia tierra adentro. Pero tierra adentro no había más que desierto y padecieron la escasez de agua. Muchos fueron los que, ante la desesperación se apartaron del camino buscando agua y no aparecieron nunca más. Plutarco dice que solo una cuarta parte de la expedición sobrevivió. Hasta que por fin, después de sesenta días de marcha llegaron a Pura, donde los supervivientes pudieron reponerse. Después de recuperarse de tan penoso viaje y cargar con abundante comida y agua se pusieron en marcha de nuevo hasta llegar a Susa. Alejandro llegó en un momento oportuno, pues, aprovechando su ausencia, la corrupción se estaba extendiendo en el imperio. El tesorero real Harpalo, en quien Alejandro había depositado su confianza, había gastado grandes cantidades de dinero en vivir la vida y conspirar contra Alejandro. Había mantenido comunicación con los ateniense y con el mismo Demóstenes para organizar una sublevación. Ante la llegada de Alejandro, Harpalo había huido llevándose toda la parte del tesoro que pudo cargar. Las noticias que le llegaban de Macedonia tampoco eran muy halagüeñas, pues las cosas estaban cada vez más tirantes entre Antípatro y Olimpia. Y lo peor de todo era que muchos sátrapas se habían sublevado y los propios macedonios campaban por el imperio como bandidos y saqueadores. Había que poner orden cuanto antes. Fue necesaria una exhibición de fuerza y dar algunos escarmientos. Los sátrapas rebeldes fueron ejecutados para que los demás tuvieran claro que Alejandro había vuelto y no estaba dispuesto a tolerar las malas conductas. Restablecido el orden y con algo más de sosiego, Alejandro visitó a la familia de Darío. Y entonces, se dio cuenta de que Estatira, que años atrás la dejó hecha una niña, era ya toda una mujer, con unos 20 años, tan bella o más que su madre, a la cual tuvo que hacer grandes esfuerzos por respetar. Estatira fue elegida para ser su esposa y reina. Pero, por qué conformarse con una, cuando podía elegir las que él quisiera. Alejandro celebraría una boda doble, eligiendo también como esposa a Parisatis, hija de Artajerjes III que estaba en la adolescencia. Estas uniones, y con esta y la anterior Roxana ya serían tres las esposas. Podría ser perfectamente una manera de unirse a la anterior familia real, cosa que sin duda estaría bien visto por los persas. ¿Y qué pensaban de todo esto sus generales y soldados? Pues, contrariamente al rechazo esperado, miles de ellos escogieron esposas entre las asiáticas, incluido el mejor amigo de Alejandro, Hefestión, que escogió a Dripetis, la hermana pequeña de Estatira. Según Arriano, Alejandro y ochenta oficiales se casaron a la vez con mujeres de origen noble, y lo hicieron al estilo persa. Fue una gran ceremonia que se celebró en Susa la primavera del 324. Los oficiales y soldados griegos no tuvieron problema a la hora de casarse con mujeres persas. Pero una vez pasada la calentura dejaron claro que no estaban dispuestos a hacer como Alejandro, es decir, adoptar las costumbres persas. En Grecia, estos matrimonios no fueron bien vistos, sobre todo en Macedonia. Y en Asia las cosas, después de la fiesta se le ponían bastante feas entre su ejército. Diez mil veteranos podían volver a su tierra, si así lo deseaban. Probablemente, una medida para que, de forma escalonada, todos tuvieran ocasión de hacerlo. Obviamente, las tropas que se marcharan debían ser sustituidas con tropas persas, lo cual también despertaba recelos entre sus oficiales. Alejandro estaba buscando la fórmula adecuada para que todos pudieran volver a Grecia sin poner en peligro la estabilidad de un imperio que tanto había costado conquistar. Pero las cosas estaban en un punto en que, hiciera lo que hiciera, Alejandro era duramente criticado y cuestionado. Cuando Alejandro anunció que diez mil veteranos podían volver a Grecia hubo un gran abucheo, casi un motín, reclamando que, o volvían todos o no volvería ninguno. Aquello fue la gota que colmó la paciencia de Alejandro. Tenía que demostrar quién tenía más cojones o aquello se le iba de las manos. Se adentró entre sus hombres y se lio a hostias con unos y otros hasta que los puños le dolieron. Después ordenó que detuvieran a los cabecillas. No hay muchos detalles sobre lo que hizo con ellos, pero hay quien asegura que fueron ejecutados como escarmiento. -Los que queráis marchar, sois libres de hacerlo. Pero cuando lleguéis a casa, no olvidad contar a los vuestros que habéis desertado y habéis dejado solo a vuestro rey, quien os llevó a la victoria a lo largo de todo el mundo y os hizo ricos. Decid que dejasteis a vuestro rey al amparo de los extranjeros conquistados. Seguro que en Grecia os alabarán por ello y recibiréis las bendiciones del cielo. Y ahora: ¡¡¡Fuera!!! Fuera de mi vista, desagradecidos, no os quiero volver a ver a ninguno. Nadie osó decir palabra, todos permanecieron inmóviles. Alejandro se retiró a sus habitaciones y allí permaneció tres días. Aislado. Sin recibir a nadie. Cuando salió lo hizo para comenzar a nombrar generales persas que le proporcionarían un nuevo ejército. O eso era lo que andaban diciendo. Por si acaso era verdad, los oficiales corrieron a presencia de Alejandro, y entre lágrimas suplicaron perdón. A modo de excusa, uno de los oficiales le dijo: “has convertido a los persas en tu familia,” a lo que Alejandro respondió: “Pero a todos vosotros os considero mis hermanos.” Todos estallaron en vítores. Alejandro lloró con ellos y los perdonó. Una nueva rebelión había sido sofocada, esta vez sin necesidad de violencia. Pero ahora iba a ser una tragedia personal la que iba a golpear a Alejandro. Hefestión, su mejor amigo, casi un hermano, caía enfermo y moría en Ecbana. Eran finales del año 324. Fue un duro golpe del que no se repondría durante meses. Como expresión de su dolor, mandó construirle un enorme sepulcro en Babilonia. Hay quien cree que después de la muerte de su amigo, Alejandro perdió la ilusión por hacer nuevas conquistas. Por ejemplo, dejó aparcada la idea de conquistar Arabia o de hacer una expedición que rodeara África. Pero lo cierto es que, Alejandro, a su regreso a Babilonia en 323, con solo 33 años, estaba hecho un guiñapo, y no solo por la depresión que le había causado la muerte de su amigo, sino por la mella hecha en su cuerpo por tantos kilómetros a sus espaldas, tantas batallas y tantas heridas recibidas. Y también, cómo no, tanto alcohol ingerido. 

Alejandro ingería grandes cantidades de vino día tras día. Dedicaba su tiempo a ofrecer sacrificios a los dioses, a beber, y a las orgías. Un día se sintió mal. Parecía un simple resfriado, luego tuvo fiebre que fue aumentando debido al sofocante calor del verano. Nadie sabía cómo bajársela. Hay quien cree que estaba incubando malaria o fue una infección del hígado. Al cabo de una semana Alejandro casi no podía moverse en la cama y al noveno día no podía hablar. Todos hablaban ya de una muerte segura. El décimo día se extendió el rumor de que ya había muerto y que su muerte se mantenía en secreto, por lo que, muchos de sus líderes entraron a palacio pidiendo verlo. Todos pasaron ante él, y según Arriano, Alejandro no dijo nada, pero saludó a cada uno de ellos levantando con dificultad la cabeza. Todavía estaba vivo, pero todos pensaban que estaba tan mal que no sobreviviría muchos días más. El temor que se cernía sobre ellos era: ¿Qué pasaría con el imperio? Al día siguiente se acercaron a verlo de nuevo y uno de ellos se inclinó sobre él y le preguntó: “¿En manos de quién dejarás tu imperio?” A lo que Alejandro, con mucha dificultad respondió: “Al mejor.” Esa misma tarde moría. Era junio del año 323, entre el día 10 y el 13, le faltaba algo más de un mes para cumplir los 33 años. Había reinado durante doce años y ocho meses y durante ese tiempo había conseguido más que ningún otro rey en la historia y puso el listón tan alto, que todos los gobernantes venideros lo tendrían como referencia y envidiarían sus hazañas. Muchos quisieron imitarle, igualar o superar sus conquistas. Nadie lo consiguió. Conquistó un mundo, pero con su prematura muerte nos quedamos sin saber qué hubiera hecho con él. ¿Y ahora, qué pasaría con ese mundo? No se sabe si Alejandro tenía en mente algún sucesor. Él quería que fuera el mejor, pero ninguno estuvo a la altura, a pesar de que siempre se había rodeado de hombres excelentes. A su muerte estallaron las luchas por el poder y el imperio se dividió en cinco partes. Tracia para Lisímaco, Babilonia para Seleuco, Asia Menor para Antígona, Egipto y Libia para Ptolomeo y Antípatro continuaría con Macedonia y Grecia. Los griegos aprovecharon la muerte de Alejandro para levantarse contra los macedonios y Antípatro respondió con brutalidad, tomó Atenas y Demóstenes, principal agitador de las revueltas se suicidó tomando veneno antes de ser capturado. Por aquellos días moría también Aristóteles, maestro de Alejandro, y en Babilonia, Roxana asesinaba a Estatira y huía con su hijo al lado de Olimpia. Pero Olimpia, que se había exiliado, tenía una lucha encarnizada contra Antípatro, que terminó venciendo a las tropas de ésta. Olimpia y la hermana de Alejandro fueron asesinadas y Roxana y el hijo de Alejandro llevados a presencia de Antípatro, para terminar ajusticiados también. 

Según nos cuenta Diodoro, dos años más tarde, en el 321, Los restos de Alejandro iban a ser trasladados a Macedonia, para ello, se construyó un gran catafalco sobre ruedas que sería arrastrado hasta allí. Pero la marcha fúnebre fue desviada hasta Egipto, seguramente debido a los conflictos que se vivían en Grecia. Ptolomeo, uno de los mejores amigos del difunto, se implicó personalmente en ello y debió pensar que no era buena idea entregar los restos de Alejandro a Antípatro. Sus restos descansaron al fin en Alejandría. Con la ocupación romana la tumba fue profanada y algunos objetos como su coraza fueron robados. Después, nadie sabe lo que ocurrió con la tumba.

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